14
septiembre
2002
Juan
Barbagelata
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Leaving
Santiago [3]
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Sábado,
llueve. Anoche Andrés nos invitó a su parcela
en la montaña. Decliné la invitación
porque tengo que terminar una presentación de trabajo
y un afiche.
La parcela es un lugar hermoso, con pequeños cursos
de agua que la atraviesan. Al pié del cerro corre
caudaloso un riacho que aquí llaman estero. Toda
esta agua ayuda a que se rompa la aridez y esté llena
de arboles frutales de diversas especies. En verano la recorremos
y al estirar la mano sacamos uvas, higos, papayas...
La casa es nueva, pues están reacondicionando todas
las construcciones. Tiene ventanas amplias, con vista a
la cañada, al cerro de enfrente con su punta nevada.
Es sumamente placentero sentarse al lado de la salamandra
a tomar vino caliente. Lo he comprobado otras veces.
El único habitante estable es Benigno, Nino, joven
pastor de cabras, filósofo rural sin saberlo.
Le gusta cuando voy, le gusta que conversemos. Y caminamos
juntos, subimos a los cerros, charlando. Lo inquieta el
mundo de "allá afuera".
Y cómo es vivir en la ciudad?
Y las mujeres son lindas allá?
Y en su país?
Y allá lejos cruzando la cordillera?
Y porqué la vida es tan dura?
Me bombardea a preguntas. En la mayoría no sé
que contestarle, pero me las arreglo... A cambio aprendo
a escarmelar lana cruda, por qué a las cabras les
gusta comer tuna, cómo cazar un zorro de noche, por
qué los pumas bajan en esta época del año
(bajan..., para mí llegar aquí es subir).
Y me cuenta con mucho amor de su papá. Que duerme
con la montura en su habitación.
Pienso que si hay tantos hombres que aman más a su
auto que a su esposa, por qué este señor,
cuya única posesión es un caballo, no puede
dormir cerca de él...
El intercambio de información con Nino es justo.
Ambos aprendemos.
Las charlas suceden sentados en alguna roca. Respirando
un aire tan limpio, mirando la cordillera cubierta de nieve,
con el cielo celeste como testigo, tan hermoso que estremece
el alma.
Llueve en Santiago. Me introduzco en la boca del Metro en
Baquedano.
La parcela se diluye como volutas de humo al viento.
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Mediodía
de domingo. 16 horas. Espero el micro en un leve estado
de ebriedad, luego de un almuerzo familiar con amigos, tinto
Undurraga y un postre compuesto de piña licuada y
vino blanco. Subo.
Creo que el alcohol tiene efectos alucinógenos, pero
no. En el fondo hay un muchacho moreno con un teclado a
pilas y bafles. Arremete con una melodía que me resulta
familiar y extraña a la vez. Me recuerda a Walter
y su conjunto en los discos de vinilo de mi madre. Música
para ascensores, teñida de una cierta psicodelia
ya que dura mucho tiempo. Las notas se prolongan, se estiran,
nos envuelven, y me revuelven el estómago.
Cuando termina arremete con una versión de Guantanamera
digna del circo de Los Montini, la teleserie de éxito
en Santiago. Siento que no soporto más y me lanzo
por la puerta trasera.
Camino varias cuadras por la Alameda y pienso qué
placentero que es el ruido de los motores al lado de ciertas
expresiones artísticas...
Y pensar que hay cabros chicos por ahí jugando a
ser punks.
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Anoche
soñé con mi escuela. Donde cursé de
los 5 a los 12 años. La recorrí, con sus galerías,
con todas las aulas con puerta al patio central. Estaba
vacía, pero pude oir el bullicio del recreo. Los
juegos. Quise encontrar a ese amigo, a mi primera novia,
a aquella maestra diferente.
Epoca de sueños a futuro.
A los 11 tenía un cuaderno Gloria de 20 hojas con
mis deseos anotados.
Quería ser astronauta o explorador.
Ese año fue de muchos cambios. Cambio de casa. La
muerte de mi abuelo materno; el de los caballos, la mirada
franca y el respeto por la palabra.
Y después la vida, marea constante, me llevó
a otros lados. Veranos en el campo pastoreando vacas al
costado de la ruta. Mis primeras botas, compradas con el
trabajo de mis manos (no como los banqueros que viven de
sudores ajenos). El rugby. Mi hija. Las motos. El arte digital.
Yo quería ser astronauta o explorador.
A los 40 soy explorador. Explorador de territorios interiores.
Trato de llegar a cumbres de conocimiento. Transito valles
de confusión. Atravieso torrentes de alegría.
Y demasiado a menudo navego mares de tristeza.
Me acuerdo de Gabriela, una cantante que decía: "...yo
que soñaba, soñaba, con una casa en el campo,
cuatro hijos y un caballo. Un Dios en la madrugada, morir
en el mes de Mayo..."
Yo quería ser astronauta o explorador.
Me levanto. Me ducho. Salgo al aire helado de Santiago a
buscar trabajo.
A conseguir un lugar en el mundo.
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Juan
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