Corpus
Barga se vestía de pobre a veces y salía a pasear
por el Madrid de los años treinta, para ver "cómo
se ganaba la vida un hombre de la calle". Caminando en
traje de pana y gorra vieja llegó en una ocasión
a Atocha, a la mesa de un figón donde la especialidad
de la casa eran los pajaritos fritos. Allí, el cronista
madrileño se detuvo a reflexionar y afirmar que un
aburguesado de los que ya había en sus tiempos (y en
los de Alfonso el Batallador) habría sentido un poco
de pena culpable ante una fuente de tal manjar, mientras que
para el común de los madrileños de entonces
("los de la calle"), un popurrí de jilgueros,
verderones y zorzales fritangados con ajo y en cazuela de
barro constituía nada menos que un aplazamiento al
hambre.
Hoy,
en la Atocha que fue Scalextric, volvió a ser puerta,
se vistió de V Centenario y parió un AVE que
no vuela ni llena la cazuela, en la Atocha que todos llevamos
grabada en el corazón, ya no se venden pajaritos fritos,
porque son ilegales. Los recién casados de Galdós,
los acaramelados Juanito y Jacinta los comieron, montados
en un tren de carbonilla, en busca de una España rural
que ya no existe. O quizá sí, pero el tren va
ahora demasiado deprisa como para poder mirar desde la ventanilla
las colmenas de la Alcarria.
Hoy,
tantos años después de que niños de pantalón
corto de tergal franciscano cazaran con red o percha ruiseñores
y calandrias de romance para que los friera su madre un mediodía
de primavera, con una cabeza de ajo haciendo compañía
al coro de protesta de las aves pelonas, ya no se pueden comer
pajaritos fritos en Atocha. Aún ponen gallinejas cerca
de Embajadores, pero a decir verdad, ni sé bien lo
que son (yo también soy inmigrante). Quizá tenga
tiempo de averiguarlo antes de que pongan un Kentucky en su
lugar.
Y
conste que no protesto, ni tampoco haré panegíricos
anacreónticos sobre las excelencias del desaparecido
chanquete, pezqueñín de los pecados de tantas
generaciones de españoles "de la calle".
Yo llegué a comerlos (los pajaritos fritos y los chanquetes)
y recuerdo la cazuela de cabezas pelonas y redondas, y liviandades
crujientes y deliciosas. Pero son otros tiempos, y ahora las
casquerías desde las que antes se despachaba hasta
la última proteína disponible en su forma animal
empiezan a decaer. A no ser que las frecuente una clientela
de madrileños recién llegados, sin proteínas
de más en sus dietas, y sin melindres aburguesadas
de las que algunos españoles nos sentimos ya casi orgullosos.
Hoy
es necesario seguir más allá de la esquina de
Atocha con su destino horizontal, y cruzar la calle cruzando
a su vez los dedos para que nunca más. A un lado, la
majestuosidad del Ministerio de lo que hasta anteayer fue
el pan nuestro de cada día y hoy parece ser trabajo
sólo para ilegales; al otro, algunos de los que han
conseguido salir de debajo de un plástico almeriense
para correr delante de los municipales, la sábana agarrada
por las cuatro esquinas.
Al
final de la estación, en la esquina donde despega del
corazón de Madrid la Ciudad de Barcelona (en dirección
a Córdoba), en una esquina que ya nunca deberemos olvidar,
para que nunca más, se planta una churrería
de feria de pueblo. Tiene luces chillonas de colores estridentes,
un generador casi ruidoso entre los martillos neumáticos
y el tráfago del tráfico, una enorme cazuela
de bombona de butano, y un churrero vestido de blanco, de
cofia y de buen hombro en que apoyar la manga, a la antigua.
Al lado, para rematar con la estampa de after-costumbrismo,
un puesto de castañas, donde en vez de una castañera
de bigote recio y luengos lustros, se gana el pan con sabañones
un boliviano entrecano, que remueve las castañas y
voltea los boniatos, sin perder el ojo de las mazorcas que
vienen a comprar los ecuatorianos que venden artesanía
y cedés piratas ahí al lado.
En
la churrería de feria de pueblo hay dos mujeres y un
hombre, que no se sabe dónde nacieron, pero que no
pueden ser ya más de aquí. Más que yo,
sin duda, que acabo de llegar y paseo por Madrid con los ojos
abiertos del recién venido. Quizá vieron la
luz caribeña en una calle de la más española
de las Antillas Mayores, quizá en un conuco del interior,
quién sabe si entre los callejones paisa-barrocos de
una joya antioqueña perseguida por la injusticia y
la muerte. Sea como fuere, junto a la enorme humareda de aceite
se apilan en bandejas las frutas de sartén, las porras,
churros, tejeringos, calentitos, de papa y buñuelos,
menos culpables que aquellos pajaritos fritos que acusaban
con sus cabezas sin pico, aunque tan definitivamente poco
burgueses como puede serlo un cartucho de castañas
asadas.
Una nota de color: los hay cubiertos y rellenos de chocolate,
heterodoxia tan bien recibida como deben serlo todas las buenas
ideas, pero también aderezados con dulce de leche,
algo que suena tan a cosa de toda la vida que a veces se nos
olvida que nos lo han traído de vuelta (si es que alguna
vez algo tan de la abuela existió entre nosotros y
lo dejamos morir) esos inmigrantes que han repoblado de niños
Lavapiés, que está aquí al lado.
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