Estoy
en la cocina de un piso interior de la calle San Simón,
en el madrileño barrio de Lavapiés. La ventana
de la cocina donde fumo sin cesar da a un patio interior,
desde el que hace mucho tiempo se viene oyendo el ruido ensordecedor
y enervante de los helicópteros. La sensación
es ominosa. Al recuerdo llega una melodía wagneriana
e infernal. Son las dos de la mañana, y no puedo dormir.
Llevo tres noches pegado a la radio, saltando al televisor,
llorando y bajando a la calle para buscar gente. Nada más
fácil. Adónde quiera que voy, la gente se agrupa
más que nunca, llora, grita, habla, discute, se asusta
y se consuela.
Me
duele el cuerpo. Desde el jueves por la mañana estoy
en continuo estado de agitación física e intelectual,
y el jodido helicóptero sigue rajando la noche con
la metralla de sus decibelios, cantando la música que
rebate en mi interior. Han sido muchas horas y muy poco sueño,
muchas horas de pie, en la Plaza de Colón, rodeado
por dos millones de compañeros, calándonos hasta
la ropa interior y aguantando el viento helado de un invierno
insolidario. Hoy medio Madrid está acatarrado, y el
otro medio quiere salir a la calle. Las sirenas se unen ahora
al helicóptero, y convierten Lavapiés en un
distrito en estado de excepción.
Hace
pocos minutos, en la radio he oído las declaraciones
del Gobierno, confirmando la existencia de un vídeo
de Al Qaeda en el que la organización terrorista se
declara responsable de los atentados de anteayer.
Hace
algunas horas, aunque parezcan minutos, he bajado a la calle
para conectarme a Internet en un locutorio público.
Nada más salir a la calle, he podido oír el
ruido de chapa y lata, desde casi todos los balcones de la
calle.
Al bajar a la del Ave María, pude ver cómo se
congregaban grupos, que se iban vertiendo en dirección
a la Plaza de Lavapiés. En todos los balcones se veía
a alguien, la gran mayoría gritando y batiendo cacerolas.
Abajo, otros hacían ruido dejando caer con fuerza las
tapas de los contenedores. Entré al cyber con el corazón
en la boca, para intentar enterarme de lo que pudiera. Afuera,
el ruido aumentaba, y yo leía las últimas declaraciones
de Rajoy, e intentaba luego hacer lo posible por denunciar
el despreciable manejo de la vida humana que hemos podido
ver en España los tres últimos días.
Me
siento burlado, despreciado, estúpido. Siento que,
a pesar de millones como yo, a pesar de sus gritos, a pesar
de su juicio y opinión, los líderes de este
país enviaron tropas a luchar en una guerra injusta.
La opinión pública española se volcó
para decir no a la guerra. La población española,
emisora de esa opinión, ha sido injustamente masacrada.
La población española ha expresado su dolor,
pero el Gobierno de la nación ha utilizado ese sentimiento,
para canalizarlo en su beneficio -acusando sin pruebas y condenando
a quienes siguen siendo unos asesinos a pesar de todo- sólo
para ganar unas elecciones, sirviéndose de las técnicas
de crispación que han caracterizado su política
en los últimos años.
Acabo
de bajar de nuevo a la calle. En un momento dado, mientras
redactaba el párrafo anterior, el ruido de los helicópteros
ha sido superado por el de gritos y voces. El patio interior
no es de fiar como barómetro de ágoras y tumultos,
así que he bajado. En el portal ya se escuchaba el
griterío. He subido calle y media, hasta llegar a Antón
Martín. Las aledañas estaban llenas de un gentío
anormal hasta para una noche de sábado, y más
uno tan luctuoso. La de Atocha estaba completamente llena
de manifestantes, en su mayoría gente joven, que gritaban
consignas contra Aznar, Rajoy y el Gobierno.
Me he parado junto al río de gente, del que no pude
ver principio ni fin, a pesar de la ayuda prestada por el
desnivel de la propia calle. Iban deprisa y hacían
ruido. Muchos de los gritos eran vocativos tabernarios contra
los líderes del Gobierno, pero no he visto violencia
ni actitudes vandálicas. He visto a los mismos chicos
y chicas que salieron ayer tarde, cientos de miles de ellos,
a expresar su luto por la masacre y su rechazo de la violencia.
Ayer daban saltos, gritaban "puta ETA y puta Batasuna",
lloraban y recordaban que "no estamos todos, faltan los
del tren". Era verdad, o casi, a juzgar por la afluencia
de manifestantes. Los más mayores permanecíamos
en silencio, muchos pensando que aún no se sabía
si había sido ETA, y otros sintiendo que no habíamos
venido allí para eso, sino para dolernos por la muerte
de nuestros herman@s. Hoy, y a pesar de la condena y la amenaza
de nuevo chulesca del Gobierno del Partido Popular, los chavales
que cualquier otro sábado estarían de copas
por Madrid han salido a protestar, y a decir que no quieren
que les mientan, que no quieren que usen a sus muertos para
ganar votos.
He vuelto a subir a casa, y ahora escribo esto en la cocina,
mientras los manifestantes seguro que se dirigen a la glorieta,
a velar la memoria aún sangrante y retorcida de dolor
de sus muertos más calientes. Madrid, en losúltimos
días, se parece mucho al de los cuadros que todos tenemos
en la mente.
Hoy más que nunca es posible sentir por las calles
de la ciudad el espíritu que en la Puerta del Sol dijo
no a las libertades impuestas a costa de otras, hace casi
doscientos años. Desde Atocha llegan esta noche ecos
que recuerdan y traen al presente más cercano ése
Madrid que dijo un no unánime a los golpistas, a los
asesinos, a los que mienten, a los que oprimen y a los que
quieren mercadear libertades a cambio de derechos.
|