Estábamos
naciendo, o a punto de hacerlo, cuando el 68 despertaba conciencias.
Franco se murió antes de que pudiera importarnos tanto
como una piruleta o un sobre de soldaditos. Luego se convirtió
en ese señor de las pesetas amarillas, las que acabaron
por desaparecer. La transición y la ilusión,
el miedo y la recompensa nos pillaron jugando a las canicas
en la plaza. El día de Tejero estábamos en clase
de sociales, y la seño nos mandó a casa alarmada,
pero lo importante fue que ése día no hubo clase,
sino canicas. Decir terrorismo fue luego para nuestros cuerpos
adolescentes decir Líbano, inflación, Palestina,
drogas, desempleo, colza, corrupción, desempleo otra
vez. Palabras que debían habernos importado entre primero
y segundo amores, besos, cigarros, copas, pero que tenían
muy poco interés en aquellos momentos. Los menos, los
más"alternativos", pensaban con nostalgias
de acné en los tiempos en que sus padres lucharon contra
el viejo dictador, o hablaban de sus hermanos mayores manifestándose
frente a los grises en alguna facultad de melenas y bajos
acampanados.
Llegamos,
por tanto, tarde a todo. Llegamos tarde a la Historia que
una cronología caprichosa nos había concedido.
Demasiado jóvenes para salir de marcha con Almodóvar
por las noches Tiernas del Madrid más tentador, cuando
nos salieron cositas de hombres y de mujeres, Antonio Banderas
ya estaba merodeando California con pie seguro, y los alcaldes
de Madrid habían dejado de ser sabios con alma de santos.
Muchos
de nosotros trabajan ahora en puestos muy inferiores a nuestra
capacidad, preparación y expectativas, cobrando sueldos
que nos impiden vivir y actuar con dignidad en nuestro propio
país, alargando una juventud precaria camino de una
edad madura prendida con alfileres en el mejor de los casos.
Muchos de nosotros se han quedado entre las canicas y los
videojuegos, prendidos a caballo entre dos períodos
históricos, sin mucha voz ni suficiente interés
por lo que nos rodeaba.
Ahora,
a todos los que vivimos en Madrid, de cualquier edad que seamos,
se nos ha echado la Historia encima con el peso de una losa
y la rotundidad de la muerte. Se nos han sacudido las entrañas,
se nos ha globalizado el dolor. A los mayores, las imágenes
del 11 de marzo de 2004 les evocaban otros momentos en los
que su presente les hizo protagonistas. A los menos mayores,
las de las manifestaciones millonarias del día 12 les
trajeron de nuevo vientos de lucha y de ideales y de luto.
A los más jóvenes les sacaron de su apatía
egocéntrica y su aislamiento emocional, insertándolos
de un golpe cruel en el capítulo que el destino les
ha otorgado en la historia de su siglo.
A
los de mi generación, esta Historia nos ha pillado
igual de desprevenidos que a grandes, medianos y chicos. Algunos,
quizá, nos sintamos ahora demasiado viejos para verter
toda nuestra inocencia en la rabia o la protesta, y demasiado
jóvenes como para disponer de una tribuna, de un puesto
de responsabilidad con el que poner algo de orden a un caos
que también hemos heredado. Pero, en el entretanto,
muchos también deseamos inútilmente que la Historia,
por esta vez, se hubiera olvidado de todos.
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