En el muelle
Puede
parecer extraño tejer en el muelle pero esa mujer teje. Cerca
de ella un hombre con el ceño fruncido sostiene una caña
de pescar. El río está encrespado, hay viento y las
olas golpean fuerte la madera de los pilotes. Me gusta estar ahí
sentada al sol, no me gusta pescar. No me gusta ver cómo
salen los anzuelos ensangrentados y los peces boquiabiertos y moribundos
dan los últimos coletazos ahí, en los listones del
muelle. Pero me gusta la tranquilidad del río y el silencio.
No dura mucho el silencio porque la mujer entabla conversación:
¿Vino sola?
Sí, digo.
¿Le gusta la pesca?
No, nunca me gustó, pero mis hijos antes pescaban, ahora
ya no les gusta.
Ah, tiene hijos.
Sí ¿y usted?
También, tengo dos.
¿De qué edades? le pregunto.
Ya son grandes dice, y agrega enseguida:
No tanto.
La
conversación se interrumpe cuando el hombre que está
pescando se acerca y toma unos mates. Me mira, sostengo un libro
y eso parece intrigarlo. La mujer también toma unos mates.
Cuando el hombre se aleja a tirar nuevamente la línea al
agua la mujer vuelve a conversar.
Mis hijos son grandes, dice, el varón es más grande
y la nena es menor.
¿Estudian? pregunto,
siguiendo la secuencia lógica.
El varón no contesta.
La nena sí, es muy buena alumna.
La mujer tiene un aire cansado, teje, y cada tanto levanta la vista
del tejido y mira hacia donde está el hombre pescando. No
sé por qué sigo con las preguntas:
¿Su hijo trabaja?
Sí, sí, trabaja.
Entonces está contenta
La mujer me mira con aire resignado, levanta un poco los hombros
y se acerca a mí y me dice en voz baja:
Preferiría que estudiara
Sería mejor que hiciera las dos cosas
digo.
No me terminó el secundario dice.
Se quedó con materias y las rindió varias veces mal.
Pero está contento con lo que hace ...
El sí, yo no...
¿A qué se dedica?
Es stripeer dice en voz baja.
Hay muchos digo.
No tiene nada de malo.
La mujer respira aliviada. Ahora es ella la que quiere seguir contándome.
Me tiene harta.
¿Por qué?
Todo lo que gana se lo gasta en vestuario y en peluquería.
¿Es para tanto?
Trabaja de noche, no sé la novia cómo lo aguanta.
A las mujeres les gustan los stripeers.
Después de todo es un espectáculo
digo.
Pero
la mujer hace silencio. El marido ha vuelto y me mira con desconfianza.
Después la mira a ella también con desconfianza, como
si no quisiera que siguiera hablando. El hombre ha dejado la caña
recostada en el muelle y ha vuelto a sentarse al lado de la mujer.
Toma unos mates y se va. Algunos soles diminutos parecen brillar
debajo del agua. Las siluetas de los edificios se ven clarísimas,
parecen sombras recortadas en el cielo color azul y gris de la tarde
y el murmullo del agua golpeando la madera del muelle nos acompaña.
Hace dieta, le tengo que preparar la dieta, ciento cincuenta gramos
de carne con verdura, no puede comer otra cosa.
Tiene que cuidar el cuerpo digo.
Hace gimnasia varias horas por día. Y también va
a la peluquería, le hacen un peinado especial, le tiñen
el pelo de colores. A mi marido le costó acostumbrarse a
eso.
Lo
miro al marido pescando, mirando a lo lejos, con el ceño
fruncido y pienso que sí, que le debe haber costado.
¿Cómo fue que decidió hacerse stripeer?
digo.
Un amigo de él, un compañero de escuela empezó
y él fue a verlo. Le gustó y así empezó.
Leí en una revista que es una profesión creativa,
se hacen un vestuario, crean personajes.
Sí, eso sí, dice
la mujer. El tiene varios
trajes.
¿Usted fue a verlo?
No, yo no fui. Y mi marido tampoco quiso. Para él es una
locura. Ahora se pelean menos, yo ya me acostumbré, pero
estoy cansada.
La entiendo le digo.
No es fácil tener hijos adolescentes.
Disculpe dice la mujer.
Cuando no le hablo es porque mi marido me está mirando, a
él no le gusta que hable de estas cosas.
La
mujer sigue tejiendo durante un rato más, el hombre sigue
concentrado en la pesca, a veces hay pique y saca algún bagre.
El pescado se agita en el aire, mueve las aletas furioso hasta que
el hombre le saca el anzuelo y lo tira sobre el muelle. Pero no
dura mucho ahí, un gato negro, habitante de este lado del
muelle se adelanta y lo agarra con los dientes, lo lleva a un rincón
y lo va mordiendo y lo come hasta que no queda nada.
©
Araceli
Otamendi
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