Una mañana, sin más, decidí hacerlo.
Esa mañana arranqué un cordel del tendal del patio e hice un nudo corredizo. No era fácil con las hebras sintéticas.
Laceé con el cordel el cuello de Renu, mi yorkshire, y lo colgué de la higuera del terruño que rodea mi casa.
La válvula de la cafetera comenzó a borbotear cuando la soga se ajustó al tope, con un leve siseo, alrededor del cuello de mi perro. Fui a la cocina y serví el café y añadí dos dedos de leche, y metí el vaso templado en el microondas. Salí al patio y miré agonizar a mi perro. La mañana era nubosa, pero había una brecha abierta en la opacidad del cielo de la que chorreaba una luz gris-amarilla.
Fui feliz como a esas alturas ya ni sospechaba.
Encendí un cigarrillo.
Creo que noté el frío de ese invierno de 1989 en Sèvres por primera vez, mientras contaba las últimas bocanadas de aire de mi perro.
Fumaba.
Me llegó el rumor metálico que emitía el microondas y luego la campanilla de paro.
Renu aún se convulsionaba, e incluso diría que al salir de casa rumbo a la parada del autobús de empresa, llegué a pensar que aún seguía muriéndose pero no.
Salí con el vaso de café al porche.
Renu tenía trece o catorce años.
Bajo los pigmentos enrarecidos del cielo la higuera fue azul.
Esa noche yo había soñado con guantes, y no tanto con guantes como con manoplas. Me pregunto si esta puntualización viene al caso, pero en el sueño eran manoplas, eso lo sé, y se inflaban y ocluían en una suerte de respiración carnosa y fláccida.
Como sapos.
En verdad era toda una habitación cubierta de manoplas, como nudos de carne galvanizados por un calambre de asfixia que los hiciera incluso brincar y entrelazarse sobre el suelo. Yo cruzaba la habitación, entrando o saliendo de ella, da igual, porque al final siempre era la misma habitación, y tenía que pisar con cuidado para no acabar hollando las manoplas estertóreas y anfibias a mi paso.
El nombre de Renu no se lo puse yo.
Era el nombre inútil para nombrar a un perro inútil como Renu. El nombre que mejor casaba con un perro innombrable y sordo como Renu. De manera que ese nombre tuvo que caerle a Renu por accidente cuando alguien quiso hablar de una tristeza inabarcable y brutal.
No fui yo.
Temí que el cordel cediera a los forcejeos de mi perro.
El café estaba pasado de azúcar.
Tiré la colilla.
La higuera estaba al borde de un descampado de tierra baldía, a tan solo unos metros del porche. Al fondo se recortaba la mole del edificio de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas.
Así que no fui yo quien le puso ese nombre.
Temía que el trenzado sintético del cordel no estrangulara lo suficiente el cuello de Renu. Me acerqué unos pasos a la higuera. Renu tenía los párpados entornados en un pinzamiento de dolor, los ojos muy acuosos. Aparté la vista y la dirigí al fondo de la campiña, surcada por la línea discontinua que trazaban los postes de señalización del gasoducto Neuchâtel.
El cielo estaba amordazado.
Pero por una rotura en la capota de nubes se escurría el gris-amarillo que era la anemia del paisaje.
Renu tenía el hocico desencajado y la lengua afuera. El único indicio de vida era un tremor en su pata trasera.
Yo trabajaba para la Oficina Internacional de Pesos y Medidas. Ésa era una mañana de muchas, sólo que esta vez decidí colgar a mi perro mientras se hacía el café.
Luego tomaba el autobús de empresa y trabajaba durante ocho horas como auxiliar de metrología en el departamento de Ajustes, donde mi unidad hacía germinar leap seconds , desgranando secuencias de minutos hipertróficos que servirían para compensar errores de cálculo respecto a la rotación terrestre.
La primera vez que vi nacer un minuto de 61 segundos tuve que ir al baño.
Luego estaba el trabajo sucio de background , y uno podía pasarse horas sorbiendo cucharillas de diferentes tamaños y curvaturas hasta acabar llenando directorios enteros con rangos de concavidad o inventariando gramajes de papel secante o valores de peso y diámetro de todo un muestrario de agujas de coser.
En otro pasaje de mi sueño me encontraba bajando un sendero pedregoso hacia una playa en invierno.
Porque era una playa en invierno. Eso lo sé.
El frío no llegaba allí, corría una brisa templada de otra estación y sin embargo era una playa en invierno. Cuando me internaba en ella, distinguía a algunos bañistas tendidos sobre toallas y ataviados con ropajes de abrigo. Me acercaba a ellos y me topaba con sus chácharas en una lengua hecha de vocales y de palabras sin cesura. En un extremo de la playa ardía un autobús negro del revés. Sus cuatro ruedas giraban al aire, y era un coleóptero agigantado y sufriente panza arriba como un autobús ardiendo en una playa de invierno.
Uno de los bañistas acariciaba la cabeza rasurada de un niño suizo de mirada plana.
Una mirada estampada sobre una caja de chocolatinas.
Ambos me miraban con una pena salvaje, conminándome a probar el agua. La orilla era un trazado semicircular por el que el niño suizo rodaba hacia mí. Su risa era de hilos de colores y esa madeja en su boca atraía pelusas y ocelos de palomillas de luz que se mecían con el aire. Cuando el niño intentaba azuzarme para iniciar un juego demasiado caprichoso, aproximaba unas manos enormes y callosas del tamaño de su cabeza. Si uno las tenía a un palmo de la cara, echaba en falta la separación de los dedos y entonces se sentía terriblemente asqueado.
Sumergía los pies en el agua para verificar el invierno. Pero no sentía frío. O no me mojaba. El niño suizo se me subía a horcajadas sobre la espalda pero yo me zafaba de él y lo hacía caer al agua. El niño suizo se ovillaba bajo la superficie cuando yo lo hundía a manotazos y el fondo lo expulsaba haciéndolo emerger en un sobresalto. El flujo de vocales en la boca de los bañistas formaba estelas de fosfenos en el aire que componían frases de socorro en letras de molde de salón de té.
Cuando Renu dejó de moverse, desprendí el cordel de la higuera y arrastré su cuerpo unos doscientos metros en dirección a la campiña. Lo dejé allí y salí a trabajar.
Mi padre iba a verme cada tres días en su bicicleta Elektra. Tenía la garganta hueca y sólo emitía graznidos cuyo sentido podía deducirse de los visajes de su cara.
Llevaba media vida muriéndose, echando sus órganos vocales en una escupidera color salmón. De pequeño imaginaba a un palomo negro ocupando el vacío de su gaznate. Imaginaba que prorrumpiría en morfemas defectuosos que le harían caer en un vértigo repentino por el que acabaría estornudando al palomo negro.
Cuando llegaba decía mi nombre, un par de fechas, se presentaba, se excusaba y se dejaba caer en el sofá y allí permanecía dos o tres días bajo un edredón. Luego se encerraba en el sótano, destapaba la colcha fría de la vieja cama matrimonial y se quedaba gimiendo durante horas. Se duchaba. Me daba una paliza. Acariciaba a Renu. Tomaba su bicicleta y se largaba.
Una tarde de 1987, una camioneta de supervisión del gasoducto Neuchâtel se estrelló contra el muro del porche y atravesó la cocina. El conductor estaba sepultado en el amasijo del chasis delantero, pero aparentemente ileso. Mi padre consiguió liberarlo y lo invitamos a pasar la noche con nosotros. Durante parte de la cena, el conductor, que se llamaba Lars y era un apasionado de Braque, intentó asegurarnos que se encontraba perfectamente tras el accidente exhibiendo con maestría todo tipo de exquisiteces gestuales, pero al poco rato, con una ráfaga de estremecimiento en todo su cuerpo, oímos crujir todos sus huesos de golpe. Y cayó de la silla y empezó a desangrarse por las orejas. Mi padre me miró a mí y miró las vigas del techo. Sobre todo miró las vigas del techo porque de ahí pendía su correa. Y luego me miró a mí. Masculló un par de fechas y se dejó caer en el sofá. A los dos días creo que se incorporó y encontró a Lars fregando la vajilla y sonriéndole. Mi padre se levantó, descolgó su correa y azotó a Lars, y luego también me azotó a mí. Lars volvió a desangrarse por las orejas. Yo me puse a pensar en la cama fría del sótano. Mi padre bajaba ex profeso para sentir ese frío. Apoyaba su oreja sobre la colcha como queriendo auscultar ese frío y algún chirrido o resto de respiraciones de sueño que hubieran podido durar. Ese día llevó a Lars a la cama matrimonial y lo acostó y arropó bajo la colcha. Lo que pasó después, el llanto de mi padre, la agonía de Lars, las carcajadas de mi padre, la agonía de Lars, es algo que acabó resolviéndose cuando Lars se levantó una mañana diciendo que tenía una hija y una roulotte y que cantaban canciones en las que ella no paraba de pedirle alimañas del bosque y él le respondía consintiendo pero sabiéndose cada vez más derrotado, y que así había sido hasta la tarde del accidente en la que nos conoció.
Así que salió del sótano escaleras arriba y se marchó y yo me acordé mucho de Jacques Vaché.
Cuando mi padre llegó a casa, asomó por la puerta más sofocado que de costumbre. Me miró y miró en dirección al sótano y miró al techo y me miró a mí y entonces fue cuando supo que no volvería a ver a Lars. Todo quedó en silencio y ocurrió como si yo no estuviera allí. Como en cine mudo. Vi su cara en blanco y negro muy contrastado y plagado de motas de sombra. Su cara que se fruncía y envejecía bruscamente.
Salió, tomó su bici y la llevó en cabestro hasta llegar a la carretera. Allí montó y se fue.
Mi perro tenía catorce años. Yo no quería, pero al final terminé colgándolo de la higuera del porche. Y me fui a trabajar.
El nombre no se lo puse yo.
A veces caminaba hacia el interior de la campiña y seguía el trazado del gasoducto Neuchâtel. Renu me seguía hasta un tercio del camino. Lo ahuyentaba con un zapatazo y al final me dejaba solo. El viento traía ruidos de ecuaciones matriciales con siseos de llamadas telefónicas. Quise distinguir algún nombre pero todo eran valores numéricos con incógnitas. El viento era frío y las cifras iban y venían formando iniciales con zumbidos eléctricos.
Mi padre regresó y bajó a la habitación matrimonial del sótano. Arrancó los visillos de muselina siempre húmeda del ventanuco, los arrebujó entre sus manos y después se los tragó. Se acostó bajo la colcha fría y ya no pudo levantarse.
Una mañana resolví que debía ahorcar a Renu y preparé un café. Descolgué un cordel del tendal del patio y con eso quise estrangularlo. Arrastré su cuerpo ya inmóvil por un descampado y me fui a trabajar.
Pero cuando regresé del trabajo Renu salió a recibirme.
Ni lo miré. Creo que salí al patio directamente y arranqué otro cordel del tendal.
Eso se llama estar en lo que se está.
En otra parte.
Yo lo llamo estar curado de repeticiones.
Más bien podría llamarse estar cenestésico de por vida.
Pero yo no soy así. Renu era mi perro.
Yo colgué a mi perro de la higuera azul.
El nombre no se lo puse yo.
Era el nombre inútil para nombrar a un perro inútil y sordo como Renu.
Encendí un cigarrillo y miré la línea de señalización del gasoducto Neuchâtel.
Sentí una escorrentía de cristales en cada movimiento de mi cuerpo.
Fui feliz como a esas alturas ya ni sospechaba.
De Cuentos premonitorios