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agua / aire / tierra / fuego

el otro mensual, revista de creación literaria y artística - ISSN 1578-7591

Cubierta del libro La mujer pobre, de León Bloy.

Ensoñación sobre los pobres ángeles

(Capítulo XVIII de la primera parte de La mujer pobre)

León Bloy

Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

 

Detalle de la cubierta del libro La mujer pobre, de León Bloy.

XVIII

 

—Señor, usted es bello como un ángel. —Señora, usted tiene la agudeza de un demonio.

Si existe un campo de maniobras en el que se ejercen ampliamente los instintos de prostitución propios de la raza humana, ése es, seguramente, el reino de los espíritus celestiales o el sombrío imperio de las inteligencias condenadas.

Tan bien comprendemos que el habitáculo celular de la Desobediencia está repleto de compañeros invisibles, que en todas las épocas se los trató de asociar, de una u otra manera, a los actos visibles que se cumplen en los distintos calabozos.

Así, todas las cochinadas sublunares, al igual que las tonterías más triunfales, se practican desde siempre bajo invocaciones arbitrarias (¡mi querubín!, ¡diablito mío!) que deshonran a la vez al cielo y al infierno. Y, para saciar los corazones trabajados por escozores sublimes, la poesía y la imaginería plástica se afanan en construir decorados espectaculares.

Siete —¡oh, dulce amor mío!— son los que te miran, curiosos, desde las siete esquinas de la Eternidad. Parecieran a punto de pegar los labios a los espantosos Olifantes(1) que llaman a los muertos, y sus manos indecibles, que no podría inventar ningún delirio, ciñen ya, crispadas, las siete Copas del furor(2).

A una sola señal que les haga la pequeña lámpara que arde frente al más humilde altar de la cristiandad, los habitantes del globo querrán llegar de un salto a los planetas para escapar de la plaga de la tierra, de la plaga del mar, de la plaga de los ríos, de la hostilidad del sol, de las horribles inmigraciones del Abismo, de la pavorosa caballería de los Incendiarios y, sobre todo, de la mirada universal del Juez(3).

Se trata, en realidad, de “los Siete que están en pie delante de Dios”(4) según reza el Apocalipsis, y eso es todo lo que podemos saber. Pero no está prohibido suponer que —como en el caso de las estrellas— existen muchos millones más, el menor de los cuales es capaz de exterminar, en una sola noche, a los ciento ochenta y cinco mil asirios de Senaquerib(5); —sin hablar de aquellos a los que, precisamente, se llama demonios, y que constituyen, en el fondo de las simas del caos, la imagen invertida de todas las crepitantes antorchas del cielo.

Si la vida es un festín, ésos son nuestros comensales; si es una comedia, ésas son nuestras comparsas; y tales son los formidables Visitantes de nuestro dormir, si no es más que un sueño.

Cuando un alcahuete de ideal pregona los angélicos esplendores de Celimena, su necedad tiene como testigos a las Nueve multitudes, a las Nueve cataratas espirituales que ignoraba Platón: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Poderes, Principados, Arcángeles y Ángeles, entre las que, quizás, habría que elegir... Si invocamos al infierno, ocurre —en el polo opuesto— exactamente lo mismo.

Y, sin embargo, los viajeros perpetuos de la luminosa escalera del Patriarca(6) son nuestros allegados más cercanos, y estamos advertidos de que uno de ellos protege avaramente a cada uno de nosotros, como un tesoro inestimable, de los saqueos del otro abismo(7) —lo que da la más desconcertante idea del género humano.

El más sórdido de los pícaros es tan precioso que tiene, para velar exclusivamente sobre él, a alguien semejante a Aquél que precedía al pueblo de Israel en la columna de nube y en la columna de fuego(8); y el Serafín que quemó los labios del más inmenso de todos los profetas(9) es quizás el guardián, tan grande como todos los mundos, encargado de escoltar el muy innoble cargamento de una vieja alma de pedagogo o de magistrado.

Un ángel conforta a Elías en su famoso terror(10); otro acompaña al horno a los Jóvenes Hebreos(11); un tercero cierra las fauces de los leones de Daniel(12); un cuarto, por último, llamado el “Gran Príncipe”, disputa con el Diablo y no se siente aún lo suficientemente colosal como para maldecirlo(13); y se representa al Espíritu Santo como el único espejo en que esos inimaginables acólitos del hombre pueden sentir deseos de contemplarse(14).

¿Quiénes somos, pues, en realidad, nosotros, para que nos hayan sido adjudicados tales defensores, y sobre todo, quiénes son ellos mismos, esos encadenados a nuestro destino de los que no se dice que Dios los haya hecho, como a nosotros, a su Imagen y Semejanza, y que no tienen ni cuerpo ni figura?

A causa de ellos se escribió que nunca debemos “olvidar la hospitalidad”, por temor a que algunos se escondiesen entre los menesterosos desconocidos(15).

Si de pronto gritase un vagabundo: “¡Yo soy Rafael! Parecía comer y beber con vosotros, pero mi alimento es invisible y ningún hombre podría percibir lo que bebo”(16), ¿quién sabe si el terror del pobre burgués no llegaría hasta las constelaciones?

Humeante de miedo, descubriría que cada uno de nosotros vive a tientas en su alvéolo de tinieblas, sin saber nada de los que se hallan a su derecha ni de los que se hallan a su izquierda, sin poder adivinar el “nombre” verdadero(17) de los que lloran allá arriba ni de los que sufren aquí abajo, sin presentir lo que él mismo es, y sin comprender jamás los murmullos o los clamores que indefinidamente se propagan a lo largo de los pasillos sonoros...

Detalle de la cubierta del libro La mujer pobre, de León Bloy.

 

 

 

 

 

NOTAS:
(1) Apocalipsis 8 6
(2) Apocalipsis 15 7
(3) Apocalipsis 16 1-21
(4) Apocalipsis 8 2
(5) Isaías 37 36
(6) Génesis 28 12
(7) Hebreos 1 14
(8) Éxodo 13, 21-22
(9) Isaías 6 6-8
(10) 1 Reyes 19 3-8
(11) Daniel 3 28
(12) Daniel 6 23
(13) Daniel 10 13
(14) Mateo 18 10
(15) Hebreos 13 2
(16) Tobías 12 18-19
(17) Apocalipsis 2 17

 

Contracubierta del libro La mujer pobre, de León Bloy.

Texto de la contracubierta

"Mi cólera es la efervescencia de mi piedad", escribió alguna vez Léon Bloy. Cólera y piedad abundan en las páginas de La mujerpobre, segunda de las dos únicas novelas que nos dejó. El estilo es el característico de todas las obras del autor: Ias palabras muerden, se retuercen, crepitan; las frases, con sus contorsiones abruptas, recuerdan el verso de Racine: "sa croupe se recourbe en replis tortueux". Como el mismo Bloy se encarga de puntualizarlo en una de las páginas del libro: "sólo un estilo lleno de tumulto puede conferir a las ideas una 'amplitud prodigiosa' y dar cuenta con exactitud del 'violento color' de un escritor". Nada más adecuado: tumulto, anatemas, verbo en constante ebullición; pero, construido con esos materiales desmesurados, cada capítulo esplende como un áspero poema en prosa. Cólera y piedad en ambos sentidos de esta última palabra. Novela de inspiración religiosa, La mujer pobre es la obra de un profeta ígneo que maneja el lenguaje con un virtuosismo que hace palidecer el de Céline; hagiografia desconcertante y perturbadora surcada por livideces de Grünewald y horrores salidos del infierno de Hyeronimus Bosch. En el centro de esa hagiografia se yergue la figura prístina de Clotilde, personaje de una pureza absoluta tan improbable en nuestra época como lo era ya, sin duda, en la del autor. Bien podemos preguntamos por qué tendríamos que leer, nosotros, hijos de tiempos abiertos a todas las libertades y a todos los relativismos, las páginas de un escritor que no vacila en descargar sobre nuestras cabezas, a la manera de mazazos, certezas inconmovibles. En la pregunta está la respuesta. Léon Bloy, nuestro "extemporáneo" capital.

http://www.edicionessimurg.com/

 

© León Bloy
© De la traducción, Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

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