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40

agua / aire / tierra / fuego

el otro mensual, revista de creación literaria y artística - ISSN 1578-7591

tempestad

Las pateras
de la
muerte

Ahmed Oubali

 

Viajaban seis personas en la patera. Un albañil que había dejado una miserable familia atrás para ir en busca de la fortuna; un comerciante conocido más bien por sus misteriosos contactos en el ámbito de la droga; una mujer melancólica acompañada de su hija, de unos dieciocho años, muy hermosa, yo mismo que, pese a mis diplomas, me encontraba sin trabajo ni dinero ni familia y el guía de la patera, un hombre musculoso de cara de muchos insomnios que nos había prometido llevarnos sanos y salvos al Dorado español, a cambio de treinta mil dirhams, para nosotros una verdadera fortuna en aquellos tiempos de indigencia total.

Anochecía cuando llegamos a Cabo Espartel, donde el guía recogió a otras personas, dos marineros con aire de fugitivos, ocho estudiantes también con diplomas superiores, tres hombres funcionarios visiblemente asqueados por la situación miserable en que dejaron a sus familias y dos mujeres embarazadas al borde de la depresión nerviosa.

Además de nuestra patera, había otras diez que nos adelantaban guardando distancias respetables. Todas ellas iban cargadas de gente que huía del hambre, del abuso del poder y sexual, de la injusticia social o paternal, de la explotación bajo todas sus formas y del paro laboral continuo. Suicidarse siendo una apostasía [aunque sé de muchos que lo hicieron], pasar el Estrecho era la única salvación para gran parte de jóvenes sin futuro ni esperanza. Y no importa lo que costara la travesía. Para lograrlo unos vendían hasta todos sus bienes; otros prostituían su cuerpo y muchos robaban desesperadamente.

La primera fase del itinerario había sido un éxito. La segunda y última se anunciaba prometedora.

El guía maniobraba con destreza y el monótono remo era esperanzador. Nuestra patera se deslizaba rápidamente a lo largo de la costa atlántica, rumbo al norte, sin ningún incidente salvo el insistente canto de las numerosas gaviotas que parecían festejar su última retirada otoñal sobre el río Lixus. El "comerciante", viendo que estábamos algo inquietos, se apresuró a tranquilizarnos, recodándonos que sus viajes estaban siempre planeados minuciosamente y que era prácticamente imposible que fracasaran.

Mentía el muy hipócrita porque según unas estadísticas españolas recientes que consulté hubo más de tres mil ahogados en dos años, debido precisamente a las precarias condicionas en que viajaban los emigrantes ilegales. Además los que lograban alcanzar tierra firme fueron apresados, condenados a prisión o devueltos a su país de origen. No quise contradecir al guía por temor a frustrar la esperanza de mis compañeros.

A parte de estos lúgubres pensamientos, todos estábamos casi hipnotizados por la belleza de la joven sentada delante de mí: irradiaba sensualidad, encanto y algo irresistible centelleaba en sus pupilas. Me sorprendió el que me sonriera a mí sólo. Fijé la mirada en su rostro y no logré comprender qué razones trágicas podían empujar a un ángel como ella a emigrar a tierras extrañas. Sostuvo mi mirada, como si adivinara mi preocupación por ella, esbozó una sonrisa con sus labios, luego dejó caer su cabeza sobre el hombro de su madre y se echó a dormir. No sé quien dijo que el amor era una locura, pues en aquel entonces yo me quedé locamente enamorado de ella.

No llevábamos equipaje, por orden del guía, para no comprometer la seguridad del viaje. Desempaqueté mi bocadillo y empecé a saciar el hambre que me desgarraba el estómago.

Navegábamos acunados por el murmullo del remar. La tarde era plomiza. La luz de la luna era suficiente para permitirnos ver a distancia.

Me pareció vislumbrar una singular nube aislada que parecía dirigirse hacia nuestra barca. Se extendió y luego pareció cercar el horizonte. Nos sorprendió el que la luna desapareciera como por arte de magia. Al mismo tiempo percibimos que el mar empezaba a agitarse súbitamente, como si alguna fuerza misteriosa lo estuviera estrujando y sacudiendo violentamente.

El guía pareció asustarse y, presa de un tremendo pavor, cambió repentinamente de rumbo, remando hacia el norte. Pero fue demasiado tarde: La enorme nube que nos contornaba era ni más ni menos un gigantesco buque comercial que se echó sobre nosotros, provocando un estremecedor zumbido al franquear la línea india que formaban nuestras barcas. Casi al mismo tiempo, una enorme ola alzó nuestra barca en el aire de varios metros, haciendo que saliéramos catapultados hacia la izquierda e ir luego de pique al abismo del océano.

Las demás pateras tuvieron la misma suerte. Varias olas colapsaron e iniciaron unos terribles torbellinos como consecuencia de la fulgurante trayectoria del buque. Tanto las barcas como la tripu­lación, nos precipitamos al abismo, aspirados por la prodigiosa potencia de las corrientes contrarias.

Simultáneamente, fuertes ráfagas de agua nos amortajaron literalmente, ahogándonos.

Sentí que la sofocación me invadía los pulmones mientras luchaba contra la muerte.

Por un momento, mientras bajaba en caída libre, tuve la precaución de sostener mi respiración y agarrarme con todas mis fuerzas a un trozo de madera enorme que pareció haberse desprendido de nuestra barca. Vi como mis compañeros de viaje abandonaban toda esperanza, vencidos por la vertiginosa succión del abismo. Vi también que la joven hermosa se precipitaba hacia el fondo, prisionera de su propia chilaba que le servía de mortaja. Súbitamente, una fuerza irracional se apoderó de mí y sin saber por qué, en vez de intentar subir en busca de oxígeno, me zambullí en dirección contraria, hacia mi pérdida.

Logré atrapar a la joven. La cogí por los hombros, pero viendo que sofocaba me puse a su nivel, apliqué mi boca contra la suya y aspiré hondo para intentar extraerle el agua que había engullido. Toda esta operación no duró más de tres minutos. Una furiosa tempestad debió abatirse sobre el mar porque los vestigios de las barcas fluyeron hacia la profundidad, en dirección nuestra. Comprendí que aquello era nuestra salvación. Nos agarramos los dos con todas nuestras fuerzas a un armazón que llegó a nivel de nuestras cabezas y esperamos, teniendo fe ciega en la teoría de Arquímedes, subir pronto disparados hacia la superficie. Y fue lo que ocurrió, a nuestra gran sorpresa: salimos expulsados del abismo hacia la superficie del mar. Respiramos hondo e intentamos expulsar el agua bebida. Estábamos ambos exhaustos y muertos de frío. Nos sentimos liberados del terror al descubrir que estábamos vivos.

Pero pronto supimos ella y yo que nos dejábamos arrastrar a la deriva sin tener ninguna posibilidad de orientarnos.

Con gran espanto, oímos un nuevo ronroneo. Las olas empezaron de nuevo a agitarse.

Se formaron montañas de agua que se alzaron y luego se precipitaron sobre nosotros, para aplastarnos por última vez: otro navío, de unas tremendas dimensiones, pasó como una tempestad entre nosotros dos y nos separó para siempre.

Vi de nuevo la misma escena. Las pateras escupieron a los viajeros lanzándolos al firmamento. Y de nada sirvieron los alaridos de pánico.

Chapoteamos con piernas y brazos para alzarnos y luchar contra el terrible monstruo. Mas la corriente nos arrastró de nuevo al fondo del mar.

Con espanto vi cómo mi primer y último amor se alejaba vertiginosamente, solo Dios sabía hacia donde. El espectáculo de la joven agitando las manos, pidiendo socorro o quizás lanzándome un último adiós, me heló el alma y no pude tener tiempo para pensar.

Tuve la impresión de evolucionar sobre lo que los musulmanes llamamos El Sendero Recto, un puente de hilo que separa el infierno del paraíso, echando a los malos en el primero y a los buenos, en el segundo. Perdí luego el conocimiento. Y todo terminó.

Cuando pude abrir los ojos, vi que alguien me estaba practicando la respiración artificial.

"Ha vuelto en sí:", gritó una voz.

Un policía me explicó luego que pronto vendría una ambulancia para trasladarnos al hospital más próximo.

—“¿Nos?", pregunté con voz ronca e incrédula.

—Sí, añadió el policía, usted y una joven llamada Hayat sois los únicos supervivientes. Hasta ahora son cincuenta los cadáveres que hemos encontrado. Hizo una pausa y agregó en tono paternal:

—La joven debe quererle mucho: no ha cesado ni un momento de preguntar por usted.

A pesar de la tragedia, una especie de felicidad me rodeaba, porque, al fin y al cabo, estábamos milagrosamente juntos: ¡qué extraordinaria coincidencia el que la joven se llamara Hayat!, es decir, vida.

Como respuesta, sonreí al amable guardia civil, no sin dejar de vislumbrar mentalmente las increíbles circunstancias en que había nacido aquel inolvidable amor…

 

 

© Ahmed Oubali

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