Hace casi cincuenta años, Joan Fuster se acercaba al final de ese magnífico ensayo titulado El descrédito de la realidad con las siguientes palabras:
“Hoy, claro está, el arte es ‘feo', más ‘feo' que nunca. Todo lo que podemos hacer, en consecuencia, es preguntarnos si eso ‘podía' ser de otro modo, preguntarnos si nuestro tiempo ‘podía' segregar un arte distinto al que produce, un arte ‘bonito'. Y en seguida se nos plantearía un nuevo interrogante: ¿no sería ‘lo bonito', lo bello, una traición, o una burla, a la inquietud, al drama, a la desesperación que padece el hombre contemporáneo? Notemos que cuando el artista actual busca ‘la belleza', se ase al clavo ardiente de la abstracción y pugna por salvarse mediante la fuga, mediante la escapada hacia una idealidad vacía, hacia la zona sublime y enrarecida. O eso, o la expresión purificadora, catártica. La disyuntiva es absoluta: tertium non datur. El pintor se expresa en su obra y expresa a su tiempo —ese tiempo que él mismo es—. Una época turbia produce un arte agridulce, incisivo, lancinante: que no es su consecuencia —no hay aquí determinismo— sino su manifestación. Y es también, en definitiva, una manera de liberarse”.
Y concluirá:
“¿Quién sabe si, por ser el nuestro un tiempo de crisis, y por hacerse crisis ella misma, no contendrán, tiempo y pintura actuales, más desnudamente que cualesquiera otros, todas las esencias extremas y permanentes de la condición humana! Y aunque no fuese así —aunque no sea así—, poco nos habría de importar la fortuna ulterior de nuestro arte. Basta que nos ayude a vivir y a morir, que nos dé noticia clara de nosotros mismos y que nos enseñe a comprendernos, que nos consuele y nos incite. La vanidad de pintar para los museos es demasiado reciente en nuestro hábitos culturales para que valga la pena tenerla en cuenta”.
Estoy seguro de que Joan Fuster aplaudiría las obras de Juan Barbagelata, las suscribiría, como las suscribo yo, desde el primer momento y después de haberlas visto mil veces, puesto que nos dan noticia clara de nuestra identidad, nos consuelan y nos incitan. Son carne y tienen alma, alma en el sentido más profundo y auténtico del término.
No voy a comentar unos símbolos que hablan por sí solos y que trascienden el ámbito argentino y su dura actualidad para convertirse en una denuncia inteligible en cualquier parte del mundo. Tampoco del poso de Historia del Arte que atesoran estas obras, esa sabiduria patente en cada una de ellas, a nadie se le escaparán las múltiples conexiones con Goya, con Kokoschka, con Munch o con Max Ernst, posiblemente involuntarias, pero significativas de un nuevo expresionismo que tiene su mejor exponente en el arte de Juan Barbagelata. Sólo quisiera, aunque no haga falta, remarcar que la fuerza de la expresión de estas obras digitales, el tratamiento del color, la profundidad de sus composiciones, tienen tanto valor o más que el que puedan tener los mejores óleos o acrílicos convencionales.
Juan Barbagelata no necesita un pincel para ser ya un pintor imprescindible, su arte es pintura y es poesía, alma al fin en esta Carne.
Barcelona, abril de 2003
