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agua / aire / tierra / fuego

el otro mensual, revista de creación literaria y artística - ISSN 1578-7591

Héctor Loaiza y el tiempo circular

Alicia Dujovne Ortiz

Cubierta de Diablos azules, de Héctor Loaiza.


Diablos azules

Héctor Loaiza
Editorial: Cordillera Ediciones

 

“El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”, afirma Borges en el primero de los epígrafes elegidos por Héctor Loaiza (2) para introducirnos en la lectura de su novela Diablos Azules. Y José María Arguedas, en el segundo epígrafe, evoca las cúpulas de los templos del Cusco a la luz del sol. Dos perspectivas que efectivamente nos colocan en el corazón mismo de esta novela centrada en la memoria y en la ciudad incaica y española, donde iglesias y palacios coloniales fueron destruidos a lo largo de su historia por múltiples terremotos, mientras las piedras de Sacsayhuamán permanecían incólumes.

Río, tigre, fuego, pero también círculo. El tiempo de Héctor Loaiza, irreversible como el de Borges, no avanza en línea recta. La forma de ese tiempo recuerda la que dibuja una piedra lanzada al agua sobre la superficie calma. Todos los personajes de esta novela —el canónigo pecador, enamorado de la tentadora que, tras haberle dado un hijo, lo ha traicionado ; el indiecito que, por temor al castigo de su padre, ha huido de la meseta de su infancia para transformarse en un hombre de familia modesto y ejemplar— piensan en círculos. Cada uno de sus pensamientos es un regreso a un momento de la existencia que sigue allí, obsesionante, a veces convertido en pesadilla, en diablo azul, otras en culpa, y otras en recuerdo que no atormenta la conciencia pero inspira dolor. “¿Por qué, Dios mío, me pusiste a prueba en ese valle infestado de sierpes y alimañas”, pregunta el canónigo, mientras Roberto y Rosa, el hombre y la mujer sencillos que desconocen el escozor del remordimiento, se interrogan sin cesar por la razón de los hechos que han debido vivir. Casi no surge en este relato un solo acontecimiento enderezado hacia adelante, que no venga precedido por las palabras: “El nunca lo olvidaría”, “jamás se borraría de su memoria”.

Esta memoria circular, o, más precisamente, espiralada, le permite al autor trazar un vasto panorama de la historia cusqueña de las últimas décadas. Cusco no es aquí un simple decorado. Es un protagonista. El amor por la ciudad de los cerros azules y las luces violentas produce páginas de una belleza intensa. Pero erigirla en personaje no significa tornarla abstracta. No representa un símbolo sino que constituye el escenario de historias verdaderas, llenas de carne y sangre. Los seres humanos que la pueblan existen por sí mismos, tienen identidad, densidad propias. Sin embargo sus historias suelen asemejarse, repetirse de maneras distintas, como si el tiempo, en cada una, volviera a pasar por un punto que es y no es el mismo. Elvira, la tentadora que abandona a su hijo Uriel, tiene rasgos comunes con Lucía, mujer de Uriel, abandonada por éste y que a su vez abandona a su hijo Fernando. Benjamín, el amante de Elvira, termina delirante y andrajoso lo mismo que Uriel, víctima de los diablos azules que se le aparecen. El tema del abandono del amante y del hijo recorre la novela de cabo a cabo, sumado al tema de lo demoníaco, representado por las alucinaciones de Uriel y por el sádico estanciero que es el padre de Elvira, y al de la profecía de destrucción.

El profeta que anuncia la catástrofe es el pecador —el canónigo—, pero también el inocente —el vagabundo— al que todos persiguen con una saña incomprensible, como si su locura les mostrara un espejo en el que nadie quiere verse, y que a su vez se parece a Uriel y Benjamín cuando éstos vagan sin rumbo por la vida. Ambos, el canónigo y el vagabundo, han predicho la desgracia y ésta se produce. Pero el terremoto que todo cusqueño teme y espera, porque en la historia de la ciudad la reiteración de ese drama resulta inexorable como el tiempo mismo, tiene un efecto purificador. Ante las ruinas de sus casas, los habitantes recuerdan arrepentidos al pordiosero con el que han sido crueles. Y otro pordiosero del alma, Uriel, surge de los delirios del alcohol y se abraza con su hijo Fernando, el chiquillo triste que tiene padre y madre, pero al que sólo sus abuelos protegen. Ha pasado la hora confusa en la que un hombre no puede ocuparse de un niño porque otro niño desolado gime en su interior. Si el diablo es Legión, luego separador, devastador, enemigo de toda obra conjunta, de toda unión, de toda construcción, ahora los hombres y las mujeres de esta historia se proponen renacer de sus escombros. El indiecito transformado en abuelo proyecta reconstruir su casa. Uriel, su yerno, proyecta una novela.

La novela de Uriel es ésta, Diablos azules. Su comienzo retomará las primeras frases de la novela de Héctor Loaiza: “¿Por qué, Dios mío, me pusiste a prueba en ese valle infestado de sierpes y alimañas?” . Pero será la misma y no lo será, porque el terremoto ha lavado las culpas y el tiempo ha abierto las conciencias, liberando a una sociedad conservadora y prejuiciosa donde la falta de un religioso condena a sus descendientes sin remedio. Una hermosa novela escrita en redondo, cuya nostalgia del país natal tiene el color de los cerros y los diablos, iluminada por el oro que reluce en el lecho de “los ríos profundos”.

© Alicia Dujovne Ortiz

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