Hará
tres semanas, en el noticiero del mediodía de Radio
Morón, se leyó el decreto del color de las puertas.
Según el alcalde, todas las edificaciones con fachadas
a las avenidas o a las circunvalares debían tener pintadas
de verde las puertas de la calle y de blanco las interiores;
en las demás edificaciones, todas las puertas se pintarían
de blanco. Como vivimos en la Circunvalar Vieja, nos correspondía
pintar de blanco y verde.
Días después, a eso de las tres de la tarde,
habiendo ya pintado las interiores, nos disponíamos
a continuar con la puerta de la calle cuando llegaron los
visitadores. Parquearon y uno, un orejón calvo de abundantes
cejas blanqueadas, se asomó por la ventanilla.
Manos a la obra, muchachos, el plazo acaba a las seis
nos dijo, amistoso.
Y añadió:
Denle varias pasadas, que el verde sea verdeoscuro.
Aura no se contuvo.
¿Por qué verde? les dijo, sin acercárseles.
Miren la circunvalar: se ve horrible, más horrible
en cuanto más fuerte es el verde.
El orejón de cejas blanqueadas le hizo un guiño
al otro, al chofer.
No es cuestión de belleza explicó risueño.
Se las pinta de verde para que sean puertas de esperanza.
Como nosotros nos miramos en silencio, agregó:
Entre más fuerte sea el verde es más probable
que haya esperanza. Y el blanco de adentro relucirá.
Se fueron. Los vimos parar frente a otras casas.
A quienes no cumplieron el decreto en el plazo fijado, se
le impuso multa de un salario mensual. A quienes no pagaron
la multa en tres días, se les convirtió en arresto,
a razón de un día por cada mil pesos. Y, sin
distingos, a todos los infractores se les pintó de
rojo las puertas de la calle y de violeta las interiores.
Uno se acostumbra a cumplir. Pero hacerlo es cada día
más difícil. Hoy, en el noticiero de la noche,
se leyó un nuevo decreto, el de las puertas cerradas
y abiertas. A partir de mañana las puertas han de permanecer
cerradas las doce primeras horas del día y abiertas
las doce horas restantes.
Deambular
en bicicleta. Sólo o con decenas, con cientos de ciclistas.
Enseñoreados de las calles. O por trochas y carreteras
destapadas. Deteniéndose a la vera de las sementeras,
metiéndose a los frutales a robar.
Introducirse por el auricular del teléfono. Ir por
los hilos a otras casas. Oír conversaciones de desconocidos.
Andar por la ciudad en zancos altísimos durante las
fiestas de San Pedro.
Atrapar conejos blancos y ardillas pardas en el Parque Vol.
Nadar un mar que él recién veía. Oírlo
como si se tratara de una orquesta.
Montar en una rueda volante que giraba sobre sí en
el aire desplazándose sobre la ciudad.
Elevar una cometa. Al soltar todo el ovillo de cordel, tener
que anudarle otro. Y sucesivamente otros. Ver el cordel que
subía oblicuo, pero no la cometa que tiraba irreprimible.
Caminar por un fresal cogiendo las mejores fresas. Al avanzar,
siempre habría más grandes y fragantes.
Hectáreas de flores blancas, de la altura de hombres.
Embriagado, disputar los aljibes de néctar con las
abejas y los colibríes que zumbaban como helicópteros.
Eglé
lo sugería cantando.
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