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La oclusión me llama, voz oscura,
insistencia oscura,
irritación de insólitos hemisferios.
Me llaman las paredes y su voracidad,
y anochezco en sus flores inflexibles,
y remonto sus prohibiciones
como si una mano sonriente y amarga
me empujara hasta el otro lado de lo denso,
y saturo el asombrado albañal,
este ahora hembra, este sol ciego
en el centro,
pero no alcanzo a traspasar su luz vacía.
Antes de amar tus heces
los cuerpos se abovedaban
para recibir la lluvia de los dientes,
se despojaban de su carne
para que fuera visible el latido.
Ahora veo tu interjección,
mis manos en tu mitad total,
la oquedad, niebla negra, en que fracaso,
la hedionda dulzura.
El dolor es un perro, el perro que soy,
el perro que sujeta tus pechos tumultuosos con sus patas humanas,
el jadeo mío y tuyo, entrelazados como palomas de barro,
el acto que extiende sobre nuestras soledades
su red violenta.
El dolor es un disparo sucísimo, un coágulo
en forma de melena.
Resido, aún, en tu colon,
en su dificultad.
Y la piel, hostil, retrocede:
se ensancha en obstáculos, dilata lo invisible,
interminablemente complace
y ofende.
Entro, salgo, también de mí, como la noche,
deprisa, como el látigo.
Y tú me recibes, cáliz sombrío,
entregada a esta candente pasividad, a la plenitud minuciosa del recibir,
hasta que una luz, dentro, justifica, con su espuma,
la ciénaga en que nos abrazamos.
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