Plato vacío (algo está obligándonos a recomenzar)
Para Rodrigo Quijano
¿Cuántas veces deberé contemplar aquel plato vacío
para que suceda, exactamente, un atardecer frente a mis ojos
y éste sea el legítimo crepúsculo, entre afranelados ocres y amarillos,
que se desenrolla sobre un mito personal, como su relativo apocalipsis?
No, nadie dijo que el poema sería la respuesta, pero no me importa.
Nada cambia si me quedo a mirar el horizonte, la sombra del pelícano en
la arena,
las desfallecientes oleadas de un Pacífico sur -pero no tanto-
y luego escribo, parado en el mismísimo ecuador de toda una experiencia
cuidadosas elegías, ordenados cuartetos sin fustán, desnudos versos
ferozmente sonoros y expresivos.
Y sin embargo miro el horizonte como quien mira un espejo
y hago de las olas elevándose una simbólica ecuación, un estallido
y del pelícano una imagen en el lugar exacto, y éste es un poema
mas no un atardecer de dudosa geometría o un crepúsculo coloreado
como una hoguera de delgadísimas flamas arañando mi corazón.
No, nada ha sucedido excepto las palabras, pero no me importa.
Contemplo otra vez aquel plato vacío, fracasando,
y bailo sobre un pie, clavándome en un suelo sin virtudes, mientras a mis
espaldas
cuarenta catedráticos se ríen sin emoción:
elaborados ayes, castísimos lamentos salen de mi laringe sin convencer a
nadie
y permanezco en vilo sobre mi propia sombra puntual, cubierto de
tensiones y ternuras
tratando de caer sin conseguirlo.
De alguna forma oscuro, herido por la miopía, aún estoy mirando el
horizonte
como un molusco rudamente separado de las rocas.
Suma de minerales y líquidos amnióticos, bajo una piel que se calcina pero
insiste,
esto soy, y un pedazo de sombra me define ante tus ojos,
mientras algo está obligándome a recomenzar.
Porque algo está obligándome a recomenzar:
bailo sobre un pie
como sobre los arcos de un sentido preciso pero incomunicable,
incomunicado yo mismo entre paredes de palabras, y el poema
es lo que he venido a recitar en un punto cualquiera del ajeno litoral que
se despuebla
de todos sus animalillos murmurantes, como tú, que ahora caen
graciosamente hacia el falsete.
A mis espaldas cuarenta catedráticos susurran, pero no los oigo.
Sus voces aflautadas pueden ser, ahora, un melodramático bolero tropical
mientras de mí se desbanda un tropel de pasitos, y jergas, y compases
melancólicamente disueltos en el absurdo de su perfección.
Guardo, como una paradoja, emotivos silencios mientras la música vuelve,
pero la música no vuelve, y tú me estás mirando detenerme
en el instante previo a la caída que es, fingidamente, mi destino.
No, éste no es un atardecer, pero tampoco un mediodía,
y sigo contemplando aquel plato vacío como quien espera, mientras un
lapso de tiempo indefinible
hace con delicadeza un delta para rodearme, y no me toca.
Es el permanente lapsus del poema lo que oigo, aunque me cantes
y una hoguera de flamas delgadísimas nos una:
aún estoy mirando el horizonte, y el horizonte se mueve y reverbera como
un verso
sin retóricos meandros, acerado, o más bien acelerado
que se encamina sin lástima a su consumación.
Y nada cambia, incluso si me desapruebas
pues yo sigo bailando mi bolero y tú sigues allí, sutil como un hermano de
otros padres
entre gritos inaudibles y concéntricos
que se piensan a sí mismos como una razón, y son un hueco
en el paradisíaco paisaje inexistente que contemplas, como yo mismo
contemplo todavía
la sombra del pelícano flotar sobre mi propia sombra: el poema
se parece demasiado a esta equivocación
que dejo deslizar sobre las removidas aguas de mi memoria, con la
estructura de un trino
y la fugacidad del sol opaco que nos hace, tercamente, un hermoso eclipse
frente al mar.
A mis espaldas, cuarenta catedráticos se marchan sonriendo
y éste es el momento de saber que el crepúsculo no llega aunque la
música vuelva
y yo siga bailando mi bolero mientras tú me cantas,
bajo los afranelados ocres y amarillos de una historia personal
tendida ciegamente en esta playa sin apocalipsis.
Y yo sigo bailando con los ojos puestos en el horizonte,
aunque un helado viento me cale el metatarso, y el poema
no tenga más respuesta, ni más intensidad, que ese plato vacío que nos
diferencia:
no, nada ha sucedido excepto las palabras,
como una hoguera de flamas delgadísimas arañando mi corazón
y también tu corazón, en el mismísimo ecuador de este poema
mientras algo, eternamente, está obligándonos a recomenzar.
(De Estudios sobre un cuerpo)
(Identidad)
quién es qué, y cuándo, y en qué sitio
sino este opaco cuero que se desvanece
al mero tacto de las horas solo
acá en su oficina
(esto mismo, ya, serenamente
aunque duélanos decirlo)
(estas propias palabras, este oficio
que pregunta sin pausa quién qué cuándo
y cómo y por qué cosa el cuero al tacto
y ya desvanecido)
(De Desequilibrios)
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