LEANDRO
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Leandro
tenía por costumbre anudar sus días al firme tronco
de la historia. Así recordaba que, mientras Amstrong daba
pasos de coloso sobre la faz de la luna en el nodo del Avenida,
él, amparado en la penumbra, le cogió por primera
vez la mano a la viuda de Guarás; o que veinte años
más tarde, el anuncio radiado de la caída del muro
de Berlín lo sorprendió desnudo frente al espejo del
cuarto de baño, abatido por la repentina e irrevocable constatación
de que se había hecho viejo. Ni siquiera Beato se salvaba
de este férreo hábito de la memoria. Su última
visita a la calle Luna, Leandro nunca lo olvidaría, coincidió
con la Guerra del Golfo con el temor generalizado de que el mundo
se acababa.
Durante muchos años atribuyó esta costumbre al miedo
de vivir solo, sin referencias ni asideros, al margen de los formidables
engranajes que hacen que la historia avance. Pero un día
descubrió que la verdad era otra. Pasó revista a su
pasado y comprendió que, con el transcurso del tiempo, era
precisamente la historia, la que acababa sepultada en la insignificancia,
que sus ligaduras con los grandes momentos del hombre no eran más
que un matrimonio de conveniencia, un truco nemotécnico mediante
el cual podía evocar mejor su propia vida
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Al igual que el resto de los vecinos de la calle Luna, echaba de
menos a Beato y llevaba meses esperando su llegada. Normalmente
los visitaba en Noviembre, coincidiendo con el veranillo de San
Martín, ese extraño brote primaveral que le abre las
puertas al mal tiempo. Pero aquel año el invierno había
entrado sin ayuda a mediados de octubre, acompañado de un
frío lacerante y una espesa manta de niebla que parecía
no tener intención de levantarse jamás. Las navidades
pasaron lentas, crudas, iluminadas por la vana esperanza de que
el cielo se abriera de pronto en un gesto de bondad cósmica
para hacerles un hueco al sol y a Beato. Febrero llegaba a su fin,
y por la calle circulaba el rumor de que ya no vendría.
©
Rubén
Abella
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