Sumario 25

 

Sangre
y arena

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Fabio
Borquez

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Fotografía de la serie Sangre y arena, de Fabio Borquez
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Fotografía de la serie Sangre y arena, de Fabio Borquez
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TOMÁNDOSE UN TRIP

En una taciturna tarde de junio y demasiado lejos de Hemingway, en Pamplona, a una semana de los sanfermines, mientras la ciudad se colma de turistas que vienen para correr delante de los toros en el encierro que culmina en la plaza (siempre y cuando no se den la vuelta para sacar una foto mientras los embiste un toro y la promesa de las vacaciones en Navarra termine en un hospital), la vieja manía de buscar debajo de las piedras, me llevó a los caminos del norte en busca de algo que había postergado, por hache o por be, cada vez que había estado en la Península Ibérica: asistir a una corrida de toros. Desde hacía un par de años me había dedicado a pintar corridas de toros imaginarias, sin siquiera haber visto una foto del hecho.

Sólo debíamos recorrer un tramo de la carretera que une Pamplona con San Sebastián y el desvío hacia un camino menor que serpentea pequeños pueblitos que se han quedado olvidados en el tiempo. Mientras la carretera nos transportaba por curvas interminables a la región vasca, el paisaje no cambiaba y la ansiedad crecía mientras quedaban atrás: Lezaeta, Betelu, Arriba y Lizartza, siempre con la misma pregunta: ¿falta mucho para Tolosa? La cita era a las seis de la tarde y el motivo eran los cien años de la plaza.

El pueblo era todo fiesta. La gente se había olvidado de la siesta y había salido a la calle a ver las carrozas que se dirigían con las majas hacia la plaza. Sin dudar, saque treinta y dos euros y me granjeé un pasaje al tendido, del lado sol, ya que la sombra era un 50 por ciento más cara, pero la ubicación era excelente. Preferí no entrar de inmediato y ver un poco de la trastienda, llegar a ver el backstage de la ceremonia taurina, eso si me dejaban pasar...

 

UN POCO DE HISTORIA

Federico García Lorca dijo que España era el único país donde el juego nacional era la muerte. La tradición taurina es ancestral, se ha considerado frecuentemente que el origen de la plaza, ruedo o coso, como quiera uno llamarlo, se encuentra en el circo romano, sin embargo, parece ser que los templos celtibéricos donde se celebraban sacrificios de reses bravas en honor de los dioses tenían esta forma. En Soria, cerca de Numancia, todavía se conservan restos de un templo con estas características donde se evidencia la practica de estos ritos. No es menos cierto que la influencia romana y su afición por el circo, tuvo gran importancia para acentuar el carácter de espectáculo y hacer desaparecer el papel que ocupaba como rito religioso. Aunque los musulmanes se asentaron en España durante 700 años, en los lugares que retuvieron los cristianos, se siguió con estas practicas. Ya en tiempos medievales, el señor feudal, a caballo y armado con una larga caña, mantenía una lucha con un toro demostrando su habilidad, aunque las corridas como hoy las conocemos nacen en el siglo XVIII, cuando la nobleza abandona el toreo a caballo y la plebe comienza a hacerlo de pie, demostrando su valor y destreza. Pero toda esta ceremonia no existiría si no existiese el toro bravo, que se ha conservado por ello hasta nuestros días sólo en la Península a pesar de haber existido en otras partes del mundo en las que la especie ha desaparecido. Hoy en España existen 350 plazas de toros y su influencia ha alcanzado al sur de Francia, Portugal, México y Colombia.

¿EN QUÉ CONSISTE UNA CORRIDA?

En una corrida generalmente tres toreros lidian (torean) seis toros, de ellos dos cada torero. Los toreros realizarán su faena por orden de antigüedad. El comienzo de la corrida se abre con el paseíllo, especie de cortejo por el que desfilarán ante el público todos los que intervienen directamente en la misma. Abren este cortejo los dos alguacilillos, que van a caballo, y atraviesan la plaza para dirigirse a la Presidencia y pedirle simbólicamente la llave de la "puerta de toriles" (donde se guardan los toros). Detrás van los tres toreros, seguidos respectivamente por los miembros de sus cuadrillas, compuestas por tres banderilleros y dos picadores. Al final del cortejo aparecen los mozos y las mulas de arrastre (que son los encargados, una vez muerto el toro, de retirarlo de la plaza).

Cuando la llave ha sido entregada y el cortejo se ha retirado, se abre la puerta de toriles. El toro saldrá a la plaza, y con ello comienza la lidia. El torero mantendrá en todo momento un diálogo y una lucha con el animal, con el fin de someterlo.

La corrida se divide en tres partes denominadas tercios que se marcan con un toque de clarín. En el primero de ellos, el torero y los banderilleros torean con el capote y se prueba el carácter del toro. Con un toque de clarín se indica que salgan los dos picadores (jinetes a caballo que con una lanza pican al animal sobre la parte posterior de la nuca) al ruedo, situándose cada uno de ellos en un extremo de la plaza, pero sólo uno ejecuta esta"suerte".

En el segundo tercio se ejecuta la "suerte de banderillas", en la que los "subalternos", "banderilleros" o "toreros de plata", como queramos denominarlos, ponen al toro tres pares de banderillas, sobre el lomo del animal.

Por último, el torero ejecutará "el tercio de la muerte", en el que toreará con la muleta en vez de con el capote para, al final, tomar la espada y matar al toro. Éstos son los momentos más difíciles de toda su labor, pues en ellos debe conseguir que el toro le embista y, justo en medio de la embestida, aprovechar el momento para clavar su espada o estoque en el corazón del animal. Es cuestión de escasos segundos, y en ellos sólo debe concentrarse en acertar en un punto muy concreto cuando el toro en movimiento se lanza a su muleta. Es quizás aquí cuando el torero expone más abiertamente su cuerpo ante el toro. Siendo toda esta lucha la que se ha considerado una obra de arte viva y efímera.

Si la faena del torero, así como el haber dado muerte al toro con una certera estocada, ha transmitido al publico todo ese cúmulo de sensaciones positivas, el público premia al torero. Los trofeos serán una o dos orejas del toro lidiado y, como máximo, el rabo. El público solicita al presidente los trofeos agitando simbólicamente sus pañuelos blancos, y será el presidente de la plaza el que decidirá en última instancia si accede o no a las peticiones del público. El mayor honor para el torero tras una extraordinaria faena es el de salir del ruedo a hombros de la multitud. Todas las incidencias que pueden ocurrir a lo largo de una corrida, así como todo lo que a ésta concierne, está regulado por el Reglamento de espectáculos taurinos.

 

ADRENALÍNICO RITUAL

Bueno, hasta aquí, si uno se lleva por la técnica explicación, sólo falta que al final el presidente suba o baje el pulgar como un emperador romano que gesta la suerte de los gladiadores. Puede resultar hasta desagradable que la faena que culmine con la muerte del toro o del mismo torero, pero en definitiva, el ser humano es una contradicción que camina y, haciendo gala de eso, me dispuse a disfrutar de cada minuto que, de cara al sol, iba a contemplar.

Gracias a un amable viejito accedí a la trastienda. Paradójicamente, de un lado esta el camión frigorífico y del otro lado una ambulancia, que podría tener hoy el trabajo de transportar a los actores de la contienda; aún no se sabe porque, aunque uno siempre piense que sólo acaba el toro muerto, más de una vez se llevan a un torero atravesado por un cuerno. Como en todo back, hay demasiado ajetreo, los picadores ejercitan sus lanzas y el sol que enceguece las paredes blancas se refleja sobre los trajes multicolores y los bordados parecen encenderse; la luz ciega y la sombra es dura, los rasgos se acentúan, en las caras se lee un dejo de nerviosismo, ya han hecho este trabajo miles de veces, algo se licúa por dentro, la adrenalina pugna por liberarse.

Los toreros llegan con una nube de moscas-fans que les piden autógrafos, fotos con los hijos, besos, flores; son una especie de héroes, los aclaman, la fama detenta diferentes círculos y en éste ellos saben el lugar que ocupan. De repente se olvidan de lo terrenal y se pierden todos juntos en una pequeña capilla, justo al lado de la enfermería, que en su ascético interior solo contiene un par de camas tristes. Una vez que se encomendaron a Dios se encolumnan mientras los banderilleros les ayudan a colocarse la capa que va extrañamente doblada sobre el pecho ocultando el brazo izquierdo. Trato de registrar cada segundo, los caballos de los picadores están nerviosos, suena un clarín y sale la procesión a la arena.

La suerte estaba echada. Ya no tenía tiempo que perder, así que volé al tendido, donde el sol se había encargado de mantener mi asiento infernalmente caliente, por lo que me fui sentando poco a poco. Para ese entonces ya nada me importaba, la banda había comenzado a tocar y sin más, la puerta se abrió y el toro se abalanzó a la arena como una locomotora; los subalternos salieron a su encuentro con los capotes, pero pronto volvieron torpe y velozmente a estar detrás de la barrera, dicen que el miedo no es zonzo. Y allí salió el torero al ruedo, se deslizaba como majestuosamente con su traje que enlazaba ,entre la sombra de un tercio de la plaza y el sol que hervía la arena, los colores y el porte del temerario, si tenía miedo no se notaba, uno sólo podía tener claro que conocía su oficio. Al toque de otro clarín salieron los picadores, uno de cada lado, triangulando con el matador, quien dirigía los acontecimientos, el toro embistió al caballo con tal fuerza que pensé que lo iba a hacer volcar, volvió a arremeter y el picador hizo su tarea, ahora el toro comenzó a sangrar, más bravo se volvió, después los banderilleros tenían que hacer que el toro tratara de embestirlos y, en el ultimo segundo, alargarse con las banderillas por sobre el toro, clavárselas en el lomo, en el mismo instante eludir al animal y salir disparados hacia donde están las protecciones, la barrera. Si uno ve que semejante mole de seiscientos kilos se le viene encima a la carrera con la fuerza de mil demonios dentro, hay que tener un poco de temeridad para hacer todas estas maniobras en cuestión de segundos. La gente a mi alrededor, como en un partido de Boca-River, alababa o protestaba, sólo los entendidos pueden distinguir con que maestría o con que equívocos se desarrolla la faena.

Y llegó el tercio de la muerte y el matador se deslizó como si fuera un bailarín de ballet, con los pasos medidos y con su muleta desplegada, mientras que el toro trataba de embestir el rojo del paño. A cada buen pase la gente gritaba ¡olé! hasta que el torero le da la espalda al toro y con el brazo agita su espada hacia el pecho para que la gente valore su maestría. Una y otra vez el toro falló la embestida y el final se acercó, de pronto, frente a frente, el torero esgrimió su espada sobre el toro mientras éste lo observaba o preparaba la última posibilidad de embestir. Como en un duelo, se miden uno al otro, el silencio se apodera de la plaza, no vuela ni una mosca, y los dos abandonan sus posiciones, el toro baja la cabeza y en ese segundo por sobre el lomo del animal el torero se estira para que los cuernos no se lo lleven por delante y poder dar la estocada que llegue al corazón del animal. Fue en ese segundo cuando todo terminó para el toro y el clamor llenó las gradas, mientras se agitaban pañuelos blancos y la banda volvía a la carga con pasodobles tradicionales. El torero salió al ruedo a saludar y las mujeres le arrojaron flores y pañuelos, una llegó a tirarle la cartera.

Seis veces alternativamente fui parte de la tribuna, compartiendo una cerveza San Miguel y comiendo unas especialidades que me ofrecieron una mujeres que estaban detrás mío, seis veces sentí la emoción de estar allí, aunque algunos no lo entiendan y tilden a las corridas de toros como aberraciones del pasado; el ser primitivo que vive en mí me hizo disfrutar de esta antigua tradición española, no en vano siempre estuve mucho más cerca de la "Fiesta" de Hemingway que del "Romancero" de García Lorca...

 

© Fabio Borquez

 

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