TOMÁNDOSE
UN TRIP
En
una taciturna tarde de junio y demasiado lejos de Hemingway, en
Pamplona, a una semana de los sanfermines, mientras la ciudad se
colma de turistas que vienen para correr delante de los toros en
el encierro que culmina en la plaza (siempre y cuando no se den
la vuelta para sacar una foto mientras los embiste un toro y la
promesa de las vacaciones en Navarra termine en un hospital), la
vieja manía de buscar debajo de las piedras, me llevó
a los caminos del norte en busca de algo que había postergado,
por hache o por be, cada vez que había estado en la Península
Ibérica: asistir a una corrida de toros. Desde hacía
un par de años me había dedicado a pintar corridas
de toros imaginarias, sin siquiera haber visto una foto del hecho.
Sólo
debíamos recorrer un tramo de la carretera que une Pamplona
con San Sebastián y el desvío hacia un camino menor
que serpentea pequeños pueblitos que se han quedado olvidados
en el tiempo. Mientras la carretera nos transportaba por curvas
interminables a la región vasca, el paisaje no cambiaba y
la ansiedad crecía mientras quedaban atrás: Lezaeta,
Betelu, Arriba y Lizartza, siempre con la misma pregunta: ¿falta
mucho para Tolosa? La cita era a las seis de la tarde y el motivo
eran los cien años de la plaza.
El
pueblo era todo fiesta. La gente se había olvidado de la
siesta y había salido a la calle a ver las carrozas que se
dirigían con las majas hacia la plaza. Sin dudar, saque treinta
y dos euros y me granjeé un pasaje al tendido, del lado sol,
ya que la sombra era un 50 por ciento más cara, pero la ubicación
era excelente. Preferí no entrar de inmediato y ver un poco
de la trastienda, llegar a ver el backstage de la ceremonia taurina,
eso si me dejaban pasar...
UN POCO DE HISTORIA
Federico
García Lorca dijo que España era el único país
donde el juego nacional era la muerte. La tradición taurina
es ancestral, se ha considerado frecuentemente que el origen de
la plaza, ruedo o coso, como quiera uno llamarlo, se encuentra en
el circo romano, sin embargo, parece ser que los templos celtibéricos
donde se celebraban sacrificios de reses bravas en honor de los
dioses tenían esta forma. En Soria, cerca de Numancia, todavía
se conservan restos de un templo con estas características
donde se evidencia la practica de estos ritos. No es menos cierto
que la influencia romana y su afición por el circo, tuvo
gran importancia para acentuar el carácter de espectáculo
y hacer desaparecer el papel que ocupaba como rito religioso. Aunque
los musulmanes se asentaron en España durante 700 años,
en los lugares que retuvieron los cristianos, se siguió con
estas practicas. Ya en tiempos medievales, el señor feudal,
a caballo y armado con una larga caña, mantenía una
lucha con un toro demostrando su habilidad, aunque las corridas
como hoy las conocemos nacen en el siglo XVIII, cuando la nobleza
abandona el toreo a caballo y la plebe comienza a hacerlo de pie,
demostrando su valor y destreza. Pero toda esta ceremonia no existiría
si no existiese el toro bravo, que se ha conservado por ello hasta
nuestros días sólo en la Península a pesar
de haber existido en otras partes del mundo en las que la especie
ha desaparecido. Hoy en España existen 350 plazas de toros
y su influencia ha alcanzado al sur de Francia, Portugal, México
y Colombia.
¿EN
QUÉ CONSISTE UNA CORRIDA?
En
una corrida generalmente tres toreros lidian (torean) seis toros,
de ellos dos cada torero. Los toreros realizarán su faena
por orden de antigüedad. El comienzo de la corrida se abre
con el paseíllo, especie de cortejo por el que desfilarán
ante el público todos los que intervienen directamente en
la misma. Abren este cortejo los dos alguacilillos, que van a caballo,
y atraviesan la plaza para dirigirse a la Presidencia y pedirle
simbólicamente la llave de la "puerta de toriles"
(donde se guardan los toros). Detrás van los tres toreros,
seguidos respectivamente por los miembros de sus cuadrillas, compuestas
por tres banderilleros y dos picadores. Al final del cortejo aparecen
los mozos y las mulas de arrastre (que son los encargados, una vez
muerto el toro, de retirarlo de la plaza).
Cuando
la llave ha sido entregada y el cortejo se ha retirado, se abre
la puerta de toriles. El toro saldrá a la plaza, y con ello
comienza la lidia. El torero mantendrá en todo momento un
diálogo y una lucha con el animal, con el fin de someterlo.
La
corrida se divide en tres partes denominadas tercios que se marcan
con un toque de clarín. En el primero de ellos, el torero
y los banderilleros torean con el capote y se prueba el carácter
del toro. Con un toque de clarín se indica que salgan los
dos picadores (jinetes a caballo que con una lanza pican al animal
sobre la parte posterior de la nuca) al ruedo, situándose
cada uno de ellos en un extremo de la plaza, pero sólo uno
ejecuta esta"suerte".
En
el segundo tercio se ejecuta la "suerte de banderillas",
en la que los "subalternos", "banderilleros"
o "toreros de plata", como queramos denominarlos, ponen
al toro tres pares de banderillas, sobre el lomo del animal.
Por
último, el torero ejecutará "el tercio de la
muerte", en el que toreará con la muleta en vez de con
el capote para, al final, tomar la espada y matar al toro. Éstos
son los momentos más difíciles de toda su labor, pues
en ellos debe conseguir que el toro le embista y, justo en medio
de la embestida, aprovechar el momento para clavar su espada o estoque
en el corazón del animal. Es cuestión de escasos segundos,
y en ellos sólo debe concentrarse en acertar en un punto
muy concreto cuando el toro en movimiento se lanza a su muleta.
Es quizás aquí cuando el torero expone más
abiertamente su cuerpo ante el toro. Siendo toda esta lucha la que
se ha considerado una obra de arte viva y efímera.
Si
la faena del torero, así como el haber dado muerte al toro
con una certera estocada, ha transmitido al publico todo ese cúmulo
de sensaciones positivas, el público premia al torero. Los
trofeos serán una o dos orejas del toro lidiado y, como máximo,
el rabo. El público solicita al presidente los trofeos agitando
simbólicamente sus pañuelos blancos, y será
el presidente de la plaza el que decidirá en última
instancia si accede o no a las peticiones del público. El
mayor honor para el torero tras una extraordinaria faena es el de
salir del ruedo a hombros de la multitud. Todas las incidencias
que pueden ocurrir a lo largo de una corrida, así como todo
lo que a ésta concierne, está regulado por el Reglamento
de espectáculos taurinos.
ADRENALÍNICO RITUAL
Bueno,
hasta aquí, si uno se lleva por la técnica explicación,
sólo falta que al final el presidente suba o baje el pulgar
como un emperador romano que gesta la suerte de los gladiadores.
Puede resultar hasta desagradable que la faena que culmine con la
muerte del toro o del mismo torero, pero en definitiva, el ser humano
es una contradicción que camina y, haciendo gala de eso,
me dispuse a disfrutar de cada minuto que, de cara al sol, iba a
contemplar.
Gracias
a un amable viejito accedí a la trastienda. Paradójicamente,
de un lado esta el camión frigorífico y del otro lado
una ambulancia, que podría tener hoy el trabajo de transportar
a los actores de la contienda; aún no se sabe porque, aunque
uno siempre piense que sólo acaba el toro muerto, más
de una vez se llevan a un torero atravesado por un cuerno. Como
en todo back, hay demasiado ajetreo, los picadores ejercitan sus
lanzas y el sol que enceguece las paredes blancas se refleja sobre
los trajes multicolores y los bordados parecen encenderse; la luz
ciega y la sombra es dura, los rasgos se acentúan, en las
caras se lee un dejo de nerviosismo, ya han hecho este trabajo miles
de veces, algo se licúa por dentro, la adrenalina pugna por
liberarse.
Los
toreros llegan con una nube de moscas-fans que les piden autógrafos,
fotos con los hijos, besos, flores; son una especie de héroes,
los aclaman, la fama detenta diferentes círculos y en éste
ellos saben el lugar que ocupan. De repente se olvidan de lo terrenal
y se pierden todos juntos en una pequeña capilla, justo al
lado de la enfermería, que en su ascético interior
solo contiene un par de camas tristes. Una vez que se encomendaron
a Dios se encolumnan mientras los banderilleros les ayudan a colocarse
la capa que va extrañamente doblada sobre el pecho ocultando
el brazo izquierdo. Trato de registrar cada segundo, los caballos
de los picadores están nerviosos, suena un clarín
y sale la procesión a la arena.
La
suerte estaba echada. Ya no tenía tiempo que perder, así
que volé al tendido, donde el sol se había encargado
de mantener mi asiento infernalmente caliente, por lo que me fui
sentando poco a poco. Para ese entonces ya nada me importaba, la
banda había comenzado a tocar y sin más, la puerta
se abrió y el toro se abalanzó a la arena como una
locomotora; los subalternos salieron a su encuentro con los capotes,
pero pronto volvieron torpe y velozmente a estar detrás de
la barrera, dicen que el miedo no es zonzo. Y allí salió
el torero al ruedo, se deslizaba como majestuosamente con su traje
que enlazaba ,entre la sombra de un tercio de la plaza y el sol
que hervía la arena, los colores y el porte del temerario,
si tenía miedo no se notaba, uno sólo podía
tener claro que conocía su oficio. Al toque de otro clarín
salieron los picadores, uno de cada lado, triangulando con el matador,
quien dirigía los acontecimientos, el toro embistió
al caballo con tal fuerza que pensé que lo iba a hacer volcar,
volvió a arremeter y el picador hizo su tarea, ahora el toro
comenzó a sangrar, más bravo se volvió, después
los banderilleros tenían que hacer que el toro tratara de
embestirlos y, en el ultimo segundo, alargarse con las banderillas
por sobre el toro, clavárselas en el lomo, en el mismo instante
eludir al animal y salir disparados hacia donde están las
protecciones, la barrera. Si uno ve que semejante mole de seiscientos
kilos se le viene encima a la carrera con la fuerza de mil demonios
dentro, hay que tener un poco de temeridad para hacer todas estas
maniobras en cuestión de segundos. La gente a mi alrededor,
como en un partido de Boca-River, alababa o protestaba, sólo
los entendidos pueden distinguir con que maestría o con que
equívocos se desarrolla la faena.
Y
llegó el tercio de la muerte y el matador se deslizó
como si fuera un bailarín de ballet, con los pasos medidos
y con su muleta desplegada, mientras que el toro trataba de embestir
el rojo del paño. A cada buen pase la gente gritaba ¡olé!
hasta que el torero le da la espalda al toro y con el brazo agita
su espada hacia el pecho para que la gente valore su maestría.
Una y otra vez el toro falló la embestida y el final se acercó,
de pronto, frente a frente, el torero esgrimió su espada
sobre el toro mientras éste lo observaba o preparaba la última
posibilidad de embestir. Como en un duelo, se miden uno al otro,
el silencio se apodera de la plaza, no vuela ni una mosca, y los
dos abandonan sus posiciones, el toro baja la cabeza y en ese segundo
por sobre el lomo del animal el torero se estira para que los cuernos
no se lo lleven por delante y poder dar la estocada que llegue al
corazón del animal. Fue en ese segundo cuando todo terminó
para el toro y el clamor llenó las gradas, mientras se agitaban
pañuelos blancos y la banda volvía a la carga con
pasodobles tradicionales. El torero salió al ruedo a saludar
y las mujeres le arrojaron flores y pañuelos, una llegó
a tirarle la cartera.
Seis
veces alternativamente fui parte de la tribuna, compartiendo una
cerveza San Miguel y comiendo unas especialidades que me ofrecieron
una mujeres que estaban detrás mío, seis veces sentí
la emoción de estar allí, aunque algunos no lo entiendan
y tilden a las corridas de toros como aberraciones del pasado; el
ser primitivo que vive en mí me hizo disfrutar de esta antigua
tradición española, no en vano siempre estuve mucho
más cerca de la "Fiesta" de Hemingway que del "Romancero"
de García Lorca...
©
Fabio
Borquez
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