La
Buhardilla
Traducción
de Gani Jakupi
Capítulo
1
Eurídice
Escuchaba
llorar, en la noche, trenes invisibles y hojas entiesadas agarrándose
a uñas contra el suelo duro y congelado.
Por todas partes aparecían
ante nosotros hordas de perros peludos, hambrientos. Salían
de portales lóbregos y se colaban a través de vallas
estrechas de madera. Nos solían acompañar en tropel,
silenciosos. De vez en cuando levantaban hacia nosotros sus ojos
cansinos, tristes. Mostraban un extraño respeto para con
nuestros pasos inaudibles, para con nuestros abrazos.
De un árbol oscuro,
cuyas ramas subían por encima de la valla, caían ciruelas
otoñales, gordas, moradas. Nunca hubiera creído que
en esta época del año podían existir prunas
tan duras y tan azules. Pero en aquel entonces estábamos
tan ocupados con nuestros abrazos que no nos fijábamos en
este tipo de cosas. Solo una noche, a la luz repentina de los faros
de un viejo automóvil, advertimos cómo un tropel de
perros, que hasta el momento nos seguía en silencio, se dedicaba
a recoger, casi religiosamente, las ciruelas caídas en la
grava y en el fango del canal. De golpe entendí por qué
los perros iban tan silenciosos y abatidos; aquellas ciruelas salvajes
les encogían las cuerdas vocales como si fueran piedras alumbres.
Oí crujir entre sus dientes los huesos de la fruta, con los
que engañaban su hambre. Parece, sin embargo, que ellos mismos
se avergonzaban de todo eso; en cuanto el coche hubo echado su luz
inopinada sobre ellos, se escondieron en el canal que costeaba la
carretera, a excepción de los que no llegaron a apartarse
y se quedaron en el sitio, como petrificados.
El hombre de la pelliza
paró el coche en seco.
«Extraño»,
dijo, mientras que yo no alcanzaba a ver a quién se dirigía.
Creo que en el interior del coche no había nadie, porque
no había luz.
Entonces, el hombre de
la pelliza se arrodilló delante del cadáver y lo observó
un largo rato, repitiendo: «¡Extraño! ¡Extraño!»
Nosotros nos pegábamos
contra la pared agrietada, en la sombra, con la respiración
cortada. Vimos cómo el hombre volvió al coche y encendió
los faros.
Solo una vez que el coche
llegó al final de la calle, el motor se puso a zumbar. Fue
entonces cuando entendí cómo el hombre de la pelliza
había conseguido sorprender a los perros. El coche bajaba
la calle sin luces, en punto muerto, con la astucia de un depredador
salvaje, con el viento en contra.
Entonces saltamos el canal
y nos detuvimos en el sitio donde un poco antes estaba el coche.
Los dos perros yacían sobre su costado derecho, casi simétricamente
dispuestos entre sí. Uno de ellos era un viejo bulldog con
hocico de simio masacrado por las ruedas del coche, y el otro era
un perro faldero, con una chapa colgando del cuello. Me agaché
para ver el collar. Sobre la chapa amarilla, del tamaño de
una uña, estaban grabadas las palabras:
Larron.
Crimen amoris.
Esperaba
encontrar algún anuncio en los periódicos que me permitiera
aportar mi testimonio y devolver el medallón al propietario
del perro; pero no pude leer nada al respecto.
Así que, un día, cuando me aseguré de que no
tenía razones para no considerar el oro como propiedad mía,
llevé la chapa al joyero.
«Larron
quiere decir "canalla"», dijo el joyero sin dirigirme
la mirada.
Me
quedé sorprendido.
«Es
como se llamaba mi perro», dije yo para ocultar mi perplejidad.
«Extraño»,
dijo él.
«Le
gustaba robar ciruelas.»
«¿Ciruelas?»,
dijo el joyero alzando la mirada.
«Eso
le costó la vida», sentencié yo.
«Extraño
continuó él. ¿Y usted quiere que
le haga un anillo de esto?»
«Sí»,
contesté.
«Hum
dijo él. Claro, es asunto suyo.»
Entonces
yo reaccioné:
«¿Es
que no se puede hacer un anillo de esto?»
En
aquel tiempo, no prestaba atención a los trenes. Pero ellos
me hacían sufrir con sus gemidos sin que yo siquiera fuese
consciente de ello. Había en mí un presentimiento
borroso, una especie de temor a sus aullidos.
Sin
embargo, una noche dije, sorprendiéndome a mí mismo:
«Tengo miedo a los trenes».
«Tú no temes a nada dijo ella. No debes
tener miedo.»
«Me
asustan también los perro», dije.
«¡Oh!»,
dijo ella, pero no pudo continuar. En cuanto redondeó la
boca para decir «Oh», yo ya había pegado mis
labios contra los suyos, así que nuestro beso tuvo el eco
oscuro del arrepentimiento, un oh
oh
oh
largo
y sordo, que se inflaba y adelgazaba hasta estallar, con una leve
detonación, como una pompa de jabón.
«Oh»,
dijo ella otra vez, y ahora su voz era más lóbrega,
más embriagada.
«¿Qué
te pasa esta noche?», preguntó.
«No
tenía que haberlo dicho. No tenías que haberme dejado
decirlo.»
«¿Qué?»,
dijo ella.
«Lo
de los trenes y los perros. No debía pronunciarlo. Si no
lo hubiera dicho, ahora no estaría pensando en ello.»
Estábamos tumbados en la hojarasca al lado de la vía
de los trenes.
Nunca
he podido explicar lo que me pasaba. En cuanto notaba la llegada
del tren por el leve temblor del suelo, me asaltaba un impulso viril
y una especie de temor, una inquietud que me empujaba a echarme
debajo de las ruedas.
«Abrázame
dije con fuerza.»
«¿Otra
vez tienes miedo? preguntó ella. Aquí
no hay perros. ¿O quizás has oído algo?»
«Sí
dije. El crujido de las pipas entre los colmillos.»
«Será
el supervisor de los ferrocarriles que va inspeccionando las vías.»
«No
dije. Tú solo abrázame fuerte.»
Cuando el tren pasó tronando, levantando un remolino de hojas
muertas que habíamos amontonado, yo temblaba, al borde del
desmayo. Después, brusca e inexplicablemente, empecé
a sollozar.
«¡Mira!
exclamó ella, ¡mira!»
Estaba
lo bastante oscuro para no tener que sonrojarme. De todas formas,
no me avergonzaba llorar. Pensaba inventar alguna explicación,
pero renuncié también a eso. Incluso me gustó
haber llorado delante de ella.
«¡Mira,
tonto! repitió ella, mira lo que he encontrado.»
Solamente
entonces abrí los ojos.
En
la palma de la mano llevaba una muñeca de trapo de cabello
rubio. Toqué con dos dedos el vestido de algodón de
colores de la muñeca, después remangué su vestido
y me reí.
«Este
será nuestro bebé dije. Inmaculada Concepción.»
«Te
estás burlando de mí», dijo ella.
«No
es cierto.»
«Bueno,
entonces bauticémosla.»
«No
dije. ¡Arrojémosla debajo de un tren! Tiene
un morro parecido al hocico del bulldog atropellado por el coche.»
Ella
contempló furtivamente la cara de la muñeca, después
soltó un grito leve y la lanzó hacia el terraplén.
Sentí el serrín de las entrañas de la muñeca
caer sobre mi cara, como si fuese arena.
«Extraño»,
dijo ella al despegarse de mis labios.
«¿Sí?
dije. ¿Qué es extraño?»
Estaba
acostada boca arriba, encima de un lecho de hojas muertas, la mirada
perdida en el oscuro cielo nocturno.
Pero
lo nuestro había empezado mucho antes.
En
aquel tiempo, cuando creo que la vi por primera vez, buscaba febrilmente
algunas respuestas, estaba ocupado conmigo mismo, es decir, con
lo esencial de la vida.
He
aquí algunas preguntas para las que buscaba respuestas:
la inmortalidad del alma
la inmortalidad del sexo
la inmaculada concepción
la maternidad
la paternidad
la patria
el cosmopolitismo
la cuestión de la transformación orgánica de
la materia
la cuestión de la alimentación
la metempsicosis
la vida en otros planetas y en las estrellas
la edad de la Tierra
la diferencia entre la cultura y la civilización
la cuestión racial
la postura apolítica o el compromiso
la bondad o la falta de escrúpulos
el Superhombre o el Hombre Universal
el idealismo o el materialismo
Don Quijote o Sancho Panza
Hamlet o Don Juan
el pesimismo o el optimismo
la muerte o el suicidio
etc.,
etc.
Estos
y otra decena de problemas similares estaban frente a mí,
como una cohorte de esfinges silenciosas y malhumoradas. Así,
justo cuando llegaba al problema número nueve la cuestión
de la alimentación habiendo solucionado como pude los
ocho anteriores, apareció esto último, la cuestión
del amor
Desmontada
en sus partes esenciales, esta cuestión en este caso
concreto tenía estas determinantes:
Pregunta:
¿De qué color son sus ojos?
Suposiciones:
verde, azul turquesa, color de moras maduras, azul marino, como
el cielo nocturno sobre el Adriático, sobre Madagascar, sobre
Odesa, sobre Célebes; como el mar en las orillas del Brac,
del Cabo de Buena Esperanza, etc.
Pregunta:
¿De qué color es su cabello?
Suposiciones:
marrón, rubio, cabello de hada, de Viviana, color de claro
de luna maduro, de pura lana solar, de un día soleado
¿Su
voz?
¿Arpa
de plata, viola con sordina, laúd renacentista, sonido de
guitarra sueca con trece cuerdas, órgano gótico o
clavicordio en miniatura, staccato de violín, arpegio en
acorde menor en guitarra
?
¿Sus
manos, sus caricias?
¿Sus
besos?
¿Su
pecho, sus caderas, sus muslos?
Así,
ella, con tan precioso cargamento barroco, se dirigió hacia
mí con paso de fiera domada, el cabello al viento.
Fue
de esta manera:
En
compañía de CabríoSabio, estaba a punto
de entregarme a la filosofía, y justamente habíamos
llegado sin mucho esfuerzo a la famosa novena cuestión,
cuando él propuso que nos la saltáramos, puesto que
era bastante vulgar y poco interesante para los filósofos,
para dedicarnos a la astronomía y empezar todo el asunto
a partir... de las estrellas.
Naturalmente,
estuve de acuerdo.
A
tal fin vendimos todas nuestras pertenencias (es decir, su abrigo
y el mío, y algunos libros exprimidos como limones, que casi
podíamos tirar en la taza del váter) y nos mudamos
a una pequeña buhardilla en la periferia de la ciudad. Allí
pasábamos los días, o mejor dicho, las noches, contemplando
las estrellas y descubriendo galaxias desconocidas para nosotros
hasta la fecha. Bautizamos a una estrella de la constelación
de Orión como Amor Sin Descubrir, a la otra como CabríoSabio,
a la tercera con mi nombre (que siga siendo un pequeño secreto),
mientras que a la cuarta la denominamos sencilla y vulgarmente Hambre.
De
esta manera justificamos nuestra inconsecuencia y la vuelta a la
famosa e indigna cuestión ordenada bajo el cabalístico
número nueve.
«Permítame
dije presentarle mi compañero, CabríoSabio.»
«¡Oh!
dijo ella. Usted debe de ser filósofo.»
«No
dije yo, es astrónomo.»
«Sí
dijo CabríoSabio, y él es...»
«Trotamundos»,
rematé yo, y le pisé el callo. (Nunca me ha gustado
desnudarme en público.)
«Oh»,
dijo ella, y una nube pasó volando por sus ojos.
«Sí
añadí. Acabo de volver del Cabo de Buena
Esperanza, vía Costa Azul.»
«¡Qué
suerte tienen!», dijo ella.
«¿Tenemos?»,
dije.
«Sí
que la tenemos», dijo CabríoSabio.
El
otoño del año 7464 (según el cálculo
bizantino del tiempo) era húmedo y nebuloso; las hojas se
habían vuelto amarillas y secas de un día para otro,
hasta que una mañana descubrimos con asombro que las ramas
estaban desnudas como tuberías. ¡Todo ocurrió
tan de repente!
«¿Cómo
se llama usted realmente? preguntó ella el día
siguiente. Supongo que Cabo de Buena Esperanza no será
un nombre propio.»
«Orfeo
dije. Orfeus.»
CabríoMentiroso
confirmó:
«Aquí
tiene por qué usted, Magdalena, no podría llamarse
Eurídice. Seguramente es lo que él quiso decir también...
¿No es así, Orfeus?»
«Naturalmente
dije. Se sobreentiende. Si usted no tiene nada en contra.»
«Oh
dijo, qué extraños que sois.»
Y
después, a bocajarro:
«¿Dónde
está su guitarra, Orfeus?».
«En
la buhardilla», dije.
«¿Qué
buhardilla?», dijo ella.
«Vivimos
allí por la proximidad con las estrellas, usted lo entenderá.
Convertiremos el Hambre en Eurídice. ¿Le agrada?»
«No
lo entiendo», contestó ella.
«Para
que una estrella lleve su nombre.»
«No
me llamo Magdalena.»
«¿Quién
dice Magdalena?... Yo he dicho Eurídice.»
«Oh
dijo ella. No me importa. Pero me gustaría ver
la estrella.»
«Naturalmente
dije yo. Elegiremos una estrella digna de su nombre.»
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