Prosa
del metropolitano
Todos
quantos vevimos que en
piedes andamos
La alarma conocida y las puertas cerrándose: música
familiar que es en tus días sucesión de los días.
Cambiantes días bajo el cielo cambiante del París
sucesivo y eterno que tú pisas. Nubes que allá en
lo alto se deslizan mientras en los parterres de la ciudad admiras
tulipanes o rosas o narcisos; y aquel alabastrino mugueto que una
mano extranjera hacia ti tiende a principios de mayo. Mas ahora
delante sólo tienes viajeros cuyos rostros el sueño
y la promesa acaso innecesaria del día naciente alargan.
Ese hombre cuyos ojos vencidos se entrecierran, la barba luenga
y sucia, esas manos tan blancas que retienen el raído sombrero
¿por cuáles calles de Batignolles se van sus pensamientos?
¿qué dulce Elisa, qué desdibujado Lucián
triste rememora su alma? Y aquel otro que, antes que a las entrañas
de Leviatán bajases, divisaste en la luz del alba incierta,
el paso firme, los fieros ojos, inolvidables ojos que nada temen
y a nadie fuera de Dios ya buscan, tu hermano Baudelaire acaso era.
Tú supiste hacer versos, visitación extraña,
pero la musa avara ya no vuelve; y nunca en las garabateadas líneas
hada rimó con nada. Nada queda en tu mente, sólo versos
de otros que a fuerza de decir has hecho tuyos.
Silbato cotidiano; entrechocar de puertas; música de tu vida;
estación de llegada. Termina aquí tu viaje. Cuando
vuelvas a subir a la calle, cuando sientas sobre tu frente el viento
primaveral y frío, quizás la lluvia haya cesado, el
sol haya salido. Quizás un nuevo día entero se te
ofrezca como la carne tersa de un fruto perfumado. Tú que
no tienes rimas, ahora, peregrino, lo sabes y, entornando los ojos,
las manos apretando el ala fatigada del raído sombrero, con
ajena voz baja una vez más repites
Todos
somos romeos que camino
pasamos
París,
30 de marzo de 2002
©
Miguel
Frontán Alfonso
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