Tercer
regreso a Río Cuarto
Del
gozo y del dolor entre los seres queridos
Publicado
en el diario Puntal de Río Cuarto,
Argentina, el 25 de abril de 2004
Tres
veces en casi treinta años. Esta es la relación
de los regresos a Río Cuarto desde el aciago día
de 1975 en que comenzó para mí el irreparable destierro
al invierno. Esta vez, más que en las precedentes, he dejado
reposar más tiempo las emociones antes de describir el
viaje y sus consecuencias.
El
título de esta descripción no es superfluo, pues
recoge una larga peripecia que comenzó en junio de 1994,
cuando falleció mi padre. Por alguna misteriosa razón,
algunos desterrados solemos dar forma de recuerdo a la ausencia
de los seres queridos que impone la distancia. Todos ellos se
acomodan en ese paisaje indefinible que llevamos en la memoria
y nos acompañan en nuestras cotidianas vicisitudes. Los
retornos no hacen sino constatar su existencia, hacer preciso
los perfiles aunque el tiempo haya hecho su implacable trabajo
en unos y en otros. De modo que viajar a Argentina implicaba para
mí no hallar, ante la desaparición física
de mi padre, esa renovación gozosa que impone la realidad
física. ¿Pero es justo mezquinar a los otros seres
queridos la caricia, el beso, el abrazo que dan fe concreta de
la existencia cotidiana? ¿Es que el dolor, el miedo al
dolor, ha de prevalecer sobre el gozo del vivir? Decidí
viajar.
Tomada la decisión, ocurrió algo significativo.
Una semana antes de partir, murió mi perra. Por su estado
iba a ser sacrificada cuando yo ya no estuviera. No quería
presenciar las circunstancias de su muerte. Quería que
también ella entrara casi sin darme cuenta en la memoria
que ocupan los seres queridos. Pero ella se encargó de
que no fuera así. Una noche, en esa hora fronteriza del
alba o de los mundos, Sammy, así se llamaba, me despertó.
Encendí la luz y allí estaba, arrastrándose
hasta la orilla de mi cama. Le despejé el pelo de los ojos,
me miró desde adentro y, casi enseguida, lanzó un
aullido corto y hondo. Sus ojos siguieron mirándome. Dulcemente
despidiéndose. Muerta. Reivindicando el sentido de la vida,
siguió mirándome. Entonces, creo que entonces, entendí.
Creo que entonces la oí. Desde el silencio la oí
decirme: «¿Ves? Así es la muerte». Ese
pequeño bulto inerte, ese querido montoncito de pelo y
carne ya sin vida, diciéndome «¿Ves? Así
es la muerte?». Y así, con la ternura de los seres
que nada adeudan, porque nada piden, se fue.
Ligero
de angustia viajé a Argentina. A reconocer el rostro de
la ausencia. La de mi padre. Y, como si retornara del viaje del
destierro, pasé del invierno al verano. Al estallido de
la luz y de los colores. Al plano chato y vivo de Río Cuarto,
pretencioso y kisch (Ah, esas casas como iglesias y el
cu-cú). A las efusiones de cariño de mis seres queridos,
de doña Pabla, mi madre, de mis hermanos, de algunos parientes
y de muchos amigos.
Los
amigos, los de siempre y los que se forjaron con el tiempo y la
distancia. Acaso por esos secretos impulsos que da la vida para
atenuar las pérdidas. Las de los vivos o de los muertos.
Otra vez los muertos cruzándose por las calles de la ciudad.
Ráfagas de recuerdos que alivian el dolor de las estaciones
no compartidas. Los seres queridos no mueren, me dije. Ellos completan
nuestras almas. Caminan con nosotros. Ríen y lloran con
nosotros. Los seres queridos están en cada rincón
de la casa, entre las plantas y flores del jardín. Entre
los yuyos de las veredas. Me dije, los seres queridos recorren
las calles del asfalto y del barro. Dibujan las esquinas de la
ciudad. Se dejan ir con el río. Pienso ahora en mi padre.
También en amigos que se fueron, Nelly Benzoni, Armando
González, Miguel Gratón, el Cara, Carlos Tonelli...
Río Cuarto. Cierta vez escribí que esta ciudad debía
llamarse Urumpta. Este es su verdadero nombre. No es un nombre
aritmético. Es un nombre vivo. Un nombre que expresa el
carácter de sus habitantes. Los que hacen la ciudad y los
que la parasitan. Porque no hay ciudades perfectas. Tampoco países
ni naciones. No digo patrias, porque no creo en ellas ni en sus
símbolos. Habitualmente secuestrados por quienes las denigran.
Sólo creo en los seres que construyen el mundo. Esos que
hacen habitables los territorios labrando espacios de amistad
y bienestar. Creo en los supervivientes, quienes han pagado y
pagan deudas de violencia políticas, económicas
que nunca contrajeron, y fundan la ilusión de seguir. Son
ellos quienes conjugan el tiempo futuro a pesar de persecuciones,
muertes, destierros y corrupciones. Son ellos quienes han fundado
mi tiempo en Río Cuarto. Mis seres queridos. Los que portan
a la mesa los olores fundamentales que reavivan mi apetito de
reconocerme entre ellos. Son ellos los que me traen la risa. La
inacabable risa que llenó mis días allí.
En Urumpta. La risa que aún disloca las moléculas
del gesto.
Más allá de este sentimento gozoso, aumentado por
la impresión de ver amplios sectores de gente esperanzada
en nuevos proyectos y consciente de la necesidad de restaurar
la honestidad como principio básico de la sociedad, el
paisaje sigue mostrando las huellas de la devastación económica
y moral que ha sufrido el país. Las heridas siguen abiertas
y por ellas supuran los viejos males nacionales, que el terror
abonó y extendió a todo el cuerpo social. El caudillismo,
la prepotencia y la corrupción siguen vigentes. No es algo
que se pueda quitar de un día para otro, ni siquiera con
los simbólicos gestos gubernamentales de pedir perdón
y exigir que lo pidan los culpables del genocidio y del latrocinio
que llevaron a Argentina al borde del colapso. Es mucho el mal
causado para que las miras de la reparación se limiten
a los gestos. Es responsabilidad de los gobernantes construir
la confianza de los ciudadanos en las instituciones republicanas
y tal confianza no se gana sólo con gestos simbólicos
ni con el simple pase a retiro de los responsables.
En
1986, cuando regresé por primera vez, pedí que se
le diera tiempo al gobierno democrático recién constituido
para ejercer las prerrogativas de la justicia. La impaciencia
de unos, las ambiciones de otros y la escasa fe del gobierno en
la fuerza de la ciudadanía condujeron a las vergonzosas
leyes de Punto final y Obediencia debida y a la no menos denigrante
amnistía para los condenados por sus excesos, eufemismo
que como proceso oculta la barbarie. Ahora el tiempo se ha agotado.
Ha llegado la hora del ejercicio pleno de la justica.
Para
cerrar las heridas y las secuelas dejadas por el Estado terrorista
es ineludible que los responsables de las Fuerzas Armadas y de
Seguridad involucrados en crímenes de lesa humanidad sean
juzgados y condenados y, consecuentemente, apartados de las instituciones
a las que sirvieron con deshonor ante sus pares, y expropiados
todos sus bienes, para engrosar el fondo de indemnización
a las víctimas, desde aquellas que perdieron seres queridos
hasta aquellas que sufrieron cárcel o destierro. Y aún
así no es mucho pedir, pues a pesar del vasto alcance de
estas penas, no son suficientes para reparar un daño que
va más allá de los límites de toda consideración
humana. El Estado a través de sus instituciones es responsable
de esta necesaria y urgente reparación. Las heridas deben
cerrarse sin ocultar las cicatrices. Ellas son la memoria.
He dejado pasar un tiempo más o menos largo antes de describir
las emociones vividas durante mi tercer regreso a Argentina. Fue
mucho y muy intenso lo que experimenté y lo que vi en Río
Cuarto, pero quizás lo más alentador y que sintetiza
todo lo demás fue la voluntad de la gente en cambiar el
curso de la derrota. Según escribí en 1986 (gracias
Adrián Tonelli por escenificar el recuerdo), Argentina
es como a una muñeca rusa y por esto es fácil para
mí ver en la voluntad de los riocuartenses la voluntad
de la mayoría de los argentinos. Es así que hoy,
aquí, en Barcelona, me siento siento reconfortado por el
hálito de la esperanza. Pleno por el abrazo de los seres
queridos. Por el latido de Urumpta.