La
cultura del camalote
y los escritores iberoamericanos.
El
desasosiego que hoy relacionamos con la escasa o parcial difusión
de los autores hispanoamericanos posboom, en realidad es
el síntoma de un problema más profundo que atañe
a la creación artística y al producto que genera
en el marco de una sociedad hegemonizada por las doctrinas económicas
de corte monetarista.
Tal
circunstancia es el resultado del progresivo avance del pensamiento
racionalista sobre todos los órdenes de la actividad humana
que, al romper el equilibrio entre espiritualidad y materialidad
en favor de esta última, ha determinado una nueva escala
de valores. Cuando se habla de nuevo orden económico o
de economía globalizada se tiende a pensar que se trata
de una de las entelequias a las que son dados muchos economistas
poskeynesianos. Sin embargo, este nuevo orden económico
internacional es una realidad que supone el triunfo absoluto de
la materia sobre el espíritu, de la razón sobre
la imaginación, que, en un plano más concreto, se
traduce en el aceleramiento de las tendencias concentracionarias
del capital sobre todo desde la desaparición de la
Unión Soviética y el auge de las doctrinas monetaristas,
y, como parte de las necesidades de mercado y consumo, de homogeneización
cultural.
Con
la consagración del orden materialista en la sociedad mundial
culmina un proceso de descapitalización de las creaciones
del espíritu y los valores humanistas, cuyas consecuencias
en el campo de la producción y difusión literarias
significan la transformación del editor en gestor y del
escritor en productor cultural de una industria que necesita generar
y publicar miles de títulos anuales para satisfacer sus
expectativas de beneficios. Desde el poder económico la
creación artística es, así, despojada de
su carácter indagador y crítico y reducida a cumplir
un papel recreativo dentro del mercado.
Los
principales problemas que afectan a la narrativa como consecuencia
de estas transformaciones están en la grieta abierta entre
el autor y el editor por un lado y la sanción de tendencias
literarias que se acomodan a las exigencias de un mercado global
por otro. La distancia entre el escritor y el editor está
determinada por la distinta valoración que uno y otro hace
de la obra literaria. Mientras para el primero la obra literaria
es el fruto de un esfuerzo intelectual por comprender el mundo
a través de los actos, pensamientos e inquietudes humanos,
para el segundo, cuando se identifica exclusivamente con las premisas
mercantilistas, es poco más que la materia prima de una
mercancía a vender. Es cierto que la obra literaria al
editarse y convertirse en libro asume un carácter de mercancía
y también que este hecho no desvirtúa necesariamente
su calidad artística original. Pero el problema se suscita
cuando el editor, reduciendo el libro a objeto de consumo, aparta
su contenido del ámbito del desarrollo espiritual y, condicionándolo
a las pautas del mercado, lo acomoda a los gustos de los consumidores.
Es decir que, en la medida que el editor, a expensas de su carácter
de difusor cultural, asume un papel de gestor mercantil e interviene
de modo decisivo en la formulación del producto como objeto
de consumo, no sólo vacía conceptualmente el libro
de contenido sino que vulgariza y falsea la idea misma de literatura.
Los
efectos de esta gestión se multiplican en proporción
geométrica cuando, respondiendo a las tendencias concentracionarias
de los medios de producción, la empresa editorial se estructura
en grupo nacional o multinacional de editoriales con miras a controlar
parcelas cada vez más grandes de mercado con el soporte
de los grandes medios de comunicación que, en no pocos
casos, también pertenecen al grupo.
En
el organigrama de estas estructuras empresariales, el editor abandona
definitivamente su tradicional labor específica al mismo
tiempo que su opinión cede ante la presión especializada
de los jefes de marketing, quienes diseñan "líneas
editoriales" de acuerdo a prospecciones de mercado y pautas
financieras. En este marco, un editor ya no es considerado por
su cultura, sensibilidad y capacidad para intuir y consagrar a
un autor de talento o reconocer un texto literariamente valioso,
sino por la rapidez y eficacia para noticiarse de lo que pasa
en el mercado internacional, detectar un valor seguro en Publishers
Weekly y contratar a cualquier precio un top ten antes
que ningún otro, incluso antes de que la obra se haya escrito.
En este caso, el editor-gestor no duda en pagar millonarios anticipos
a cuenta de derechos de autor que, en función de las expectativas
de beneficios de la empresa, acaban por ser detractados de los
anticipos de autores menos "comerciales".
En
la organización de las mega editoriales, el autor, incluido
aquel que cobra millonarios adelantos, desciende al escalafón
de amanuense de un único y repetitivo libro, no muy diferente
en su tarea al chaplinesco operario de Tiempos modernos,
y el valor de su firma queda, por regla general, por debajo del
que ostenta la marca editorial. Hay algún autor a quien
alguna vez no le hayan devuelto un manuscrito diciéndole
que "lamentablemente no se ajusta a la línea de la
editorial"? Independientemente de que esta sea una fórmula
retórica para rechazar un manuscrito, lo cierto es que
de su enunciación se infiere que ha tomado carta de naturaleza
el hecho de que los valores artísticos de una obra literaria
sean siempre confrontados y supeditados a los valores mercantiles
que sustentan la línea editorial.
El
progreso de la identificación entre la sociedad humana
con el mercado ha generado de modo casi natural lo que podría
llamarse cultura del camalote. El camalote es una especie de planta
acuática invasora, parecida al loto, que se distingue por
tener poca raíz, grandes hojas y vistosas flores que flotan
ocupando un gran espacio y dejándose arrastrar por la corriente.
De acuerdo con el carácter de este vegetal, común
en los ríos de Sudamérica, la cultura del camalote
invade todas las corrientes merced a la acción de muchos
agentes polinizadores. Entre éstos están los críticos,
quienes, como parte del engranaje mediático, están
sometidos al mismo proceso de vulgarización que el escritor.
Sin entrar en mayores detalles, puede decirse que su labor específica
también ha sido desvirtuada por el sistema vigente al quedar
condicionada por la línea editorial del medio para el que
trabajan, la famélica retribución que reciben y
el corto tiempo del que disponen para leer y analizar el libro
y redactar su reseña. Una reseña cuya finalidad
primordial es orientar al lector y moldear sus gustos según
los dictados de los intereses empresariales, los cuales se ocultan
detrás de la falaz "tiranía del mercado".
Mayor
complicidad con el sistema imperante tiene el estamento académico
cuya pereza intelectual lo lleva a dormirse sobre la redonda y
verde hoja del camalote y dejarse arrastrar por la inercia académica,
mientras se mira el ombligo y sueña con el grado cero de
la escritura. Sobre la base de políticas educativas que
valoran la eficacia sobre la imaginación y la lógica
racional sobre el vuelo poético y en el marco de una universidad
cada vez más alejada de la vida y del conocimiento del
mundo, los profesores de literatura, los filólogos, los
lingüistas, los semiólogos, los académicos
en general, dan sus clases y realizan sus investigaciones imbuidos
de un cientificismo estéril que propicia el inmovilismo,
la conservación del statu quo y, consecuentemente,
la ignorancia ilustrada. Obviamente no todos los profesores son
así, pero en general tienden a serlo.
Estos
factores explican que, en el contexto de la cultura del camalote,
los grandes creadores de la literatura son reconocidos y estudiados,
pero también reducidos a iconos de estantería; a
una especie de clásicos despojados, en algunos casos, del
carácter subversivo de su arte. De esta forma los autores
consagrados de pasadas generaciones marcan la frontera entre lo
existente y lo inexistente.
Este
vacío virtual generado por el orden dominante justifica
ideológicamente la acción de llenar las librerías
de ingentes novedades que resultan de una superproducción
que no responde tanto a una lícita pretensión de
beneficios como a otra, ya más discutible, de grandes beneficios.
Cabe señalar en este punto que la enorme avalancha de títulos
de efímera existencia no sólo colapsa las librerías
sino que limita al público el acceso a las obras realizadas
y editadas según criterios no exclusivamente mercantiles.
Esta clase de libros, frecuentemente ignorados por la prensa y
por lo tanto invisibles para el público, se queda, así,
sin un espacio y un tiempo de exposición acordes con el
tiempo que ha llevado su creación y preparación,
lo cual acaba por distorsionar sus verdaderos costos de producción,
incluidos en éstos los trabajos intelectual y editorial.
A
tenor de esta política editorial que ha consagrado la cultura
del camalote, los escritores que aspiran a ser leídos y
vivir de su oficio son empujados a adoptar un estilo internacional.
Tal estilo, diseñado por los arquitectos de la mercadotecnia
como trasunto de la literatura globalizada, se caracteriza por
una expresión minimalista y, con algunas excepciones, conceptual
y estéticamente pobre. Son estos autores los elegidos para
aparecer como los verdaderos artífices del quehacer literario
y, como tales, para ocupar las páginas de diarios y revistas,
especializadas o no, y los espacios radiofónicos y televisivos;
también para recibir algunos de los muchos premios nacionales
o internacionales, comerciales o institucionales, los cuales,
por otra parte, operan más como factores de promoción
comercial que de distinción artística.
Mientras
tanto, los escritores que se niegan a perder su identidad literaria
y a renunciar a sus proyectos estéticos para formar parte
de la cultura del camalote quedan prácticamente aislados
de su contacto con el lector. Invisibles para el gran público.
Abocados a la condición de inéditos o a la autopublicación,
a menos que tengan la fortuna de entrar en los ajustados programas
de los llamados pequeños editores independientes, estos
autores, irónicamente llamados "de minorías",
"raros", etc. mientras elaboran trabajosamente sus obras,
invierten gran parte de sus energías creadoras en tareas
alimenticias que, en el mejor de los casos, se desarrollan en
el territorio de la producción editorial.
Pero
no debe suponerse que se trata de una conspiración, sino
de una realidad en la que tanto autores como lectores son empujados
a aceptar las reglas del establishment económico
y a tomar por cierta y incontrovertible la falacia de la cultura
del camalote y, dentro de ella, la de la literatura globalizada
o en vías de globalización. En otras palabras, en
el marco de una sociedad dominada por un racionalismo fundamentalista
que la ha reducido a mero espacio mercantil, los grandes grupos
editoriales, como expresiones acabadas del sistema dominante en
el plano de la actividad cultural, tienden por principio ideológico
y necesidad comercial a homogeneizar la cultura, cuya expresión
literaria es el estilo internacional. Un estilo que simboliza
la depreciación del artista y la sustitución de
la obra de arte por un simple objeto de consumo.
Esto
explica, por ejemplo, que muchos supongan que después del
boom de la literatura hispanoamericana que consagró,
entre otros, a autores como García Márquez y Vargas
Llosa, no hayan surgido nuevos autores de verdadero peso. Pero
tal suposición es infundada. América Latina, que
en su reciente historia ha sufrido los terribles efectos de la
deuda internacional, las dictaduras y los ajustes económicos
de corte monetarista, se presenta a las puertas del siglo XXI
como un soberbio mercado, cuyo control se disputan no sin ferocidad
las fuerzas económicas de Estados Unidos y la Unión
Europea. Como consecuencia de esta situación y frente a
la debilidad o permeabilidad de los medios locales, los principales
grupos editoriales europeos a través de sellos españoles
han tomado posiciones en el continente y emprendido una política
de armonización lingüística y homogeneización
cultural en el diverso ámbito que dominan. En este contexto,
la narrativa hispanoamericana o iberoamericana sigue viva y creativamente
activa, pero las tendencias que afloran indican que no escapa
al influjo de las estrategias mercadotécnicas y al adocenamiento
intelectual y del gusto popular sancionado por la cultura del
camalote como correlato del nuevo orden económico mundial.
No
obstante, es razonable suponer que esta situación de hegemonía
materialista que ha consagrado los desequilibrios sociales, la
homogeneización cultural y la sobrevaloración científico-tecnológica
no se prolongará durante mucho tiempo más y que
la inteligencia, sensibilidad e instinto de supervivencia humanos
activarán las fuerzas correctoras de un modo de vida que
parece abocar la civilización a un colapso.
Publicado
en Lateral, número 38 - Febrero, 1998