Integración,
cultura
y mestizaje
La
cultura es el referente de la evolución espiritual y material
experimentada por un individuo, por un pueblo, por una civilización.
La integración y el mestizaje vinculados al concepto de
cultura representan fases de la evolución, los nutrientes
dinámicos que la hacen posible. De modo que la cultura,
en tanto expresión de un proceso civilizador, no se comprende
sin la integración y el mestizaje.
Ahora
bien, cuando se habla de integración y mestizaje el alcance
de estos conceptos no expresa las partes de un proceso civilizador
sino aspectos migratorios de los países pobres vistos como
un problema social y demográfico por los países
huéspedes, los desarrollados.
La
integración y el mestizaje son fases vitales de un individuo
o de un grupo de individuos trasterrado que afectan la identidad
de los inmi-grados y también la identidad de los miembros
de la sociedad huésped. Se da así una ineludible
confrontación cultural que resulta más dolorosa
en la medida que unos y otros se cierran en sus propios imaginarios
históricos, políticos, religiosos y folclóricos.
Esta
confrontación ha enfrentado a las demo-cracias occidentales
a contradicciones que cues-tionan los principios y la legitimidad
del sistema. Si se considera que éste tiene como base el
reconocimiento de los derechos fundamentales del ser humano y
el ejercicio de la libertad individual y de la soberanía
de los pueblos como motor del progreso humano, el sistema democrático,
pongamos por caso el español, no parece haber encontrado
los mecanismos para contrarrestar las tendencias ideológicas
conservadoras que desvir-túan los principios universalistas.
Así,
del mismo modo que la negativa a reconocer el voto femenino hacía
del sufragio universal una mentira que ponía en tela de
juicio la legitimidad de las democracias parlamentarias hasta
no hace mucho tiempo, las restricciones gubernamentales al derecho
de asilo, al reco-nocimiento pleno de los derechos civiles a los
inmigrados y a la libre circulación de las personas aparecen
como limitaciones flagrantes del orden democrático y una
conculcación de los principios políticos y éticos
en los que declara sustentarse.
En
el caso de la inmigración, las contradicciones se hacen
más dramáticas en la medida que la clase dirigente,
sin distinción de banderías ni partidos, sustenta
una política a partir de la defensa de supuestos intereses
nacionales en tanto que ve a las corrientes migratorias como una
amenaza para la seguridad y la integridad nacionales, pero en
la medida que necesita de la fuerza de trabajo de los inmigrados
debilita la situación civil para usufructuar su capacidad
productiva.
Se
trata de una política éticamente perversa, que los
partidos de derecha no disimulan y los de izquierda lo hacen bajo
el enunciado de aceptación retórica de la «diversidad
cultural». En uno y otro caso es una política que
internaliza e institucionaliza en el cuerpo social el racismo
y la xenofobia, los cuales se manifiestan en diversos grados,
pero que en última instancia suponen la discriminación
del inmigrado según su clase social, situación económica,
procedencia étnica o creencia religiosa y permite al aparato
político administrativo del Estado la clasificación
jurídica de legales o ilegales. Una situación que
acaba por aumentar la división social y la confrontación
con los sectores económica y culturalmente más vulnerables
de la sociedad huésped.
En
este contexto, la manipulación ejercida desde el poder
también alcanza a la clase trabajadora nativa que reacciona
visceralmente en defensa de unos derechos adquiridos y, no sin
cierto sentimiento de culpa, expresa la necesidad de poner límites
a la solidaridad y la tolerancia. Se olvida así que los
únicos límites de la solidaridad y la tolerancia
están dados por el respeto a los derechos humanos. Olvidan
las organizaciones sindicales de los países desarrollados
que su papel no sólo está en impulsar la justicia
social y los derechos de los trabajadores en el marco de sus países,
sino también apoyar a la clase trabajadora de los países
pobres o «en vías de desarrollo».
Es
así que, en los inicios del siglo XXI, cuando el proceso
civilizador surgido en Occidente ha desembocado en un orden mundial
hegemonizado por un sistema económico el capitalista,
las contradicciones se hacen más flagrantes en la medida
que los Estados se ven impotentes para resolverlas. Por un lado,
los gobiernos se esfuerzan en levantar barreras físicas
y legales para detener los imparables flujos migratorios, barreras
que cuestionan la legitimidad de cualquier sistema democrático,
y por otro, los organismos internacionales defienden la plena
vigencia de la libertad de mercado, el cual no sólo implica
la libre circulación y asentamiento de los capitales, sino
también de las personas.
Sin
embargo, no hay nada de inocente en esta contradicción.
Se trata en realidad de una hábil maniobra del poder económico
a través de los gobiernos para regular las fuerzas que
operan en el mercado en beneficio del capital. Por un lado, los
organismos internacionales dominados por los sectores ultraliberales
aparecen como aban-derados de la apertura total de las fronteras,
pero no como ejercicio de un derecho fundamental del ser humano
sino viendo a éste como un productor sujeto a las leyes
de la oferta y la demanda en el mercado de trabajo. Por otro lado,
las medidas represivas de los Estados tienden a establecer un
control del flujo migratorio en función de dichas leyes
mercantiles bajo el falso pretexto de proteger los derechos adquiridos
de los trabajadores aborígenes.
Pero
esta política no puede llevarse a cabo sólo mediante
decretos o leyes, sino que requiere un sustento ideológico
que permita perpetuar el statu quo vigente. ¿Cómo
se manifiesta esta ideología? Entre otras formas, a través
de la aceptación de ciertas situaciones sociales o a través
de la lengua.
En
el primer caso damos por normal la existencia por ejemplo de
barrios o guetos de judíos, de gitanos, de moros, de andaluces,
en fin, como podríamos dar por normal la existencia de
un barrio de artesanos o de ancianos. Formas evolucionadas de
estratificación social que, reitero, contradicen los principios
democráticos. Una trampa en la que han caído, probablemente
por ingenuidad, los partidos de izquierda al promover la multiculturalidad
como estado permanente de una situación social que es fundamentalmente
dinámica. Y en esto precisamente radica gran parte de la
cuestión de la integración y el mestizaje, es decir
en la naturaleza dinámica de la sociedad y, consecuentemente,
de la cultura.
En
el segundo caso se consagra el orden ideológico conservador
a través de la lengua cuando los enunciados referidos a
los inmigrados mantienen su permanente diferenciación del
resto de la sociedad. Al margen de las alusiones peyorativas,
hay referencias inconscientemente discriminatorias. Por ejemplo,
se les llama inmigrantes a quienes en realidad son inmigrados.
Inmigrantes son los recién llegados y que se pueden considerar
en tránsito, pero no aquellos que ya se han radicado y
mucho menos sus hijos nacidos o no en este territorio, a los cuales
también se les sigue llamando inmigrantes, cuando en realidad
ya son aborígenes.
De
este modo se introduce en el imaginario social la marca de ciudadano
provisional, en particular, para aquellos pertenecientes a grupos
humanos económicamente pobres y, según los parámetros
de las sociedades europeas, culturalmente atrasados. Es a estos
grupos sobre los que alcanza su condición de ilegal, cuando
la condición de ilegal o legal por principio refiere a
actos o actividades, pero nunca a las personas por el hecho de
serlo.
De
modo que no se trata de arbitrar políticas coloristas sino
de sancionar el reconocimiento institucional de la calidad de
ciudadano de cualquier persona que decida establecerse en un determinado
territorio y, consecuentemente, el respeto de sus derechos civiles
y políticos.
Esto
supone desde el punto de vista social extender a los grupos inmigrados
los beneficios de la sanidad y la educación públicas,
el reconocimiento del derecho a disponer de una vivienda digna
y de sus formas de vida tal como se respetan las costumbres y
hábitos de cualquier persona o familia.
Desde
el punto de vista político significa extender su participación
activa en la vida política del país de acogida a
través del voto, al cual, en la medida que trabaja, consume
y paga sus impuestos en él, tiene el legítimo derecho
de emitir independientemente de su situación político
administrativa.
Sobre
estos presupuestos concretos se puede hablar con razonable seriedad
de integración real. De lo contrario sólo se estarán
enunciando conceptos retóricos vacíos de verdadero
contenido. Sobre estos principios se puede hablar de favorecer
el mestizaje, la transferencia mutua de valores culturales, la
que, por otra parte, se producirá a pesar de la resistencia
de los sectores más inmovilistas de la sociedad.
A
lo largo de la historia no hay ninguna cultura que haya permanecido
idéntica a sí misma. Es más cuando esto ha
sucedido ha terminado desapareciendo. El progreso de toda sociedad
y por ende de una civilización se basa siempre en su capacidad
de asumir valores, de transformarlos y promover estadios más
altos de convivencia. De aquí la importancia de las personas,
de cada uno de nosotros como individuos para forzar al sistema,
a las instituciones a crear las condiciones propicias para el
bienestar común sin prejuicios ni hipocresías ideológicas.
La cultura como expresión social define en un momento determinado
de la historia una identidad, es decir que es dinámica,
cambiante, plural e inevitable. Sólo se trata de obrar
con inteligencia y sentido común para hacer menos doloroso
su parto.
Publicado
en Lateral, número 82 - Octubre, 2001