o fui a esperar a la salida del trabajo.
A un tipo al que estás a punto de joderle la vida le debes, cuando menos, respeto. Y yo iba a hacerlo. Joderle la vida. Porque esa noche me iba con su mujer. Sí. Aquella era, en verdad, la noche más triste, esa que a menudo mencionan los escritores. Al menos para él iba a serlo.
Cuando apareció por la puerta acristalada, me confundió. Lo recordaba de mi estatura, pero lo cierto era que me sacaba casi un palmo. De pronto, la perspectiva de una discusión violenta me perturbó. Porque una paliza nunca ha devuelto a un hombre a la mujer que ha dejado de amarlo, pero a buen seguro que alivia. Y así como estaba claro a quién le correspondía vivir la noche más triste, del mismo modo estaba claro a quién le correspondía encajar la paliza. Además, mencioné antes el respeto. Supongo que el respeto del que hablo incluía la posibilidad de aceptar aquella paliza en silencio, estoicamente, como parte del intercambio que estábamos a punto de llevar a cabo. Para mí la chica y la paliza. Para él la pena y el alivio.
—Has venido —dijo.
Aquello me descolocó. El tuteo, la familiaridad, la sugerencia que aquellas palabras dibujaban.
—Sí. ¿Me esperabas?
—Quizás —dijo.
—No sabía que te acordaras de mí.
—Vagamente —dijo.
Era la tercera vez que nos veíamos. La primera ocasión fue en una fiesta. Yo fui con mi mujer de entonces; él ya estaba con la suya, la que esta noche se irá conmigo. En aquella fiesta yo no hablé con su mujer, ni siquiera reparé en su presencia. Es curioso cómo trabaja el amor. Pero sí hablé con él. De coches. Un tema que aborrezco. Del que sé tanto como de colombofilia. Un tema que me apasiona tanto como la pesca con mosca. Recuerdo que iba vestido con una camisa naranja, que se arremangó y que me habló largo y tendido de encuestas de calidad, de volumetría, de consumo y ahorro. Yo sólo decía sí, sí, sí con la cabeza y buscaba desesperadamente la manera de escapar de aquel monólogo. No recuerdo cómo lo logré.
La segunda vez fue más delicada. Yo y su mujer, la que se va a ir conmigo esta noche, estábamos dando un paseo por la playa y él apareció inesperadamente, montado en bicicleta. Nos dimos la mano, su mujer farfulló una excusa (se suponía que no debía estar en aquel momento allí, conmigo) y se fueron. Yo me quedé con la pena aquel día; él con la chica. Ni alivio ni paliza, por descontado.
Pero hoy no. Hoy era la noche más triste. Al menos para él. Aunque le debía esta oportunidad, la oportunidad del respeto.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—Prefiero pasear —respondí, suponiendo que caminar me regalaría las palabras idóneas. (Quizás pensando también en que, en plena calle, la posibilidad de una paliza era más remota).
Así que tomamos el paseo que circunda la playa, tres mil metros para contar y ser escuchado, tres mil metros en los que, sin duda, cabían la noche más triste, el día más triste, la vida más triste.
Pero las palabras se me negaban, a mí, que trabajo con ellas, que vivo de ellas; en aquel trayecto me faltaban las jodidas palabras. Yo, que tantas mentiras piadosas y tantas verdades a medias sé levantar con ellas, me ahogaba en el silencio de las palabras. Mi boca era una extensión de arena mucho mayor que la de la playa a nuestra izquierda. Él, por descontado, no ayudaba. Taciturno. Hierático. La Esfinge rediviva. Ni una palabra mientras agotábamos los tres mil metros. Nada. Ni una sílaba. Aunque fuera de coches. Cómo hubiera deseado una precisión acerca de todos aquellos modelos que pasaban no muy lejos de nosotros: neumáticos, árboles de levas, combustibles. Algo con lo que sobrellevar aquel penoso silencio. Algo con lo que evitar parecer ridículos, envarados, mudos y pulcramente vestidos, cada cual contando los latidos de su corazón, aguardando por la noche más triste pero incapaces de entregarnos a ella.
—Vivo aquí —dijo él entonces, dándome a entender que hasta allí compartíamos camino. Huelga decir que yo sabía dónde vivía. Había estado en su casa más de una vez. Había visto su cama, su ropa, el lugar donde cagaba y se cepillaba los dientes. Esos espacios sagrados.
—Sí. He venido —dije yo entonces, recuperando el hilo que él me había tendido desde el principio. Y todo se iluminó. Era entonces. Entonces era el momento para la noche más triste. Entonces, sin duda, iba a decírselo—. He venido —repetí mirándolo a los ojos.
Tenía unos ojos hermosos, recuerdo. Unos hermosos y tristes ojos.