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Juan Diego Incardona

Dispositivo.    
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Dispositivo

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He visto campos infinitos y perdido la noción del espacio y del tiempo, he despertado en pampas blancas, salpicadas por extraños símbolos, contemplado dulces alucinaciones y oído somnolientas melodías que han hecho de mí, quizás, un personaje distante, romántico, mejor aún, inalcanzable, incorruptible. Pero no. ¡Oxímoron! ¡Fantasía deliberada! ¡Fantasía artificial que ha configurado todas mis experiencias y me ha privado del azar que ingenuamente creí poseer! Es claro: soy de alguien, no me pertenezco en absoluto. Y en este acto servil que traza la geometría de mí, soy un hombre que transporta una carga específica, como otros. La mía está compuesta de metales. Acero inoxidable con destellos de cromo en la superficie; fundición porosa y rústica en sus más íntimas cavidades. Algo de bronce y plata en los escasos detalles que la adornan. Mi carga, lejos de ser cuidada y estética, es funcional. Y sus funciones son comprobadamente eficaces. Su tamaño es mediano y pesa alrededor de diez kilos. Funciona con pilas alcalinas. Siete en total. El número impar me llamó la atención desde el principio.

Cuando recibí la carga, la mañana de invierno que me entregaron el dispositivo, estaba exhausto, pues noches repletas de pesadillas anticiparon el evento y me agotaron progresivamente. El tiempo se fue alargando en un corredor que, de existir, no pertenece a este mundo ni a esta dimensión, aunque sí al universo, según me explicó después el señor Borges. Pero el regresus ad infinitum no fue, y es lógico, porque si el infinito existiera, yo tendría esperanzas, a pesar de lo que muchos creen. Mi tribulación, en cambio, se encuentra perfectamente medida y eficientemente controlada. Soy un objeto, un eslabón, quizás la pesada carga de otro. Pero esta suposición no me brinda nada y por lo tanto, no pensaré más en ello. Lo importante es mi carga. La mañana que me la dieron, aunque cansado, guardaba un poco de esperanzas. Caminé durante varias horas por el camino que previamente me habían indicado en los mapas, atravesé portones y desolados salones, por momentos pasillos, por momentos extensiones tan anchas que no podía ver las paredes que la encerraban, siempre solo, a ritmo regular, con frío a pesar del abrigo. Y otra vez todo se alargaba. Como dijo un hombre, lo desconocido tarda más.

No sé a qué hora llegué, ni si en ese lugar existía el tiempo. Lo primero que vieron mis ojos fue el dispositivo sobre una mesa. Luego se acercaron tres hombres, el señor Melville, el señor Kafka y el señor Borges. Me la entregaron y me dieron un manual de instrucciones. Aunque todos eran bastante discretos, aún taciturnos, el señor Borges me dio algunos consejos. El señor Kafka no habló, sólo se limitó a asentir con la cabeza de vez en cuando. Sus ojos parecían de víboras. El señor Melville dijo solamente cuatro palabras: "Look for a name". Aún no logro descifrar qué quiso decirme exactamente, pues mis reflexiones no llegan a buen puerto.

En un momento, me indicaron un rincón y hacia allí me dirigí. Ellos, a cierta distancia, me observaban y hablaban en voz baja.

—¡Dispositivo! —Me ordenaron, al unísono.

—¡Activado! —Respondí, buscando complacencia en las miradas.

"Dos hombres, Alfonso Elish y un interlocutor, en vela y conversando debatían acerca de la posibilidad o no de que exista un hombre como Von Mirtanien, Henrik Max Von Mirtanien, para ser más preciso. El hombre inmortal que, a cambio, cargaba la cruel compensación de soñar la muerte de todos los hombres.

A la charla, madero sobre un cilindro, Alfonso Elish la inclinó gracias al peso de las ideas recibidas:

—Lo conocí en el bar La posta de Boedo una noche, en un festival de tango. Una cruz: el inconsciente colectivo en un inconsciente individual. Un hombre cuya melancolía se asemejaba a la de Bartleby, el escribiente, lector de cartas muertas, cuyo agobio era similar al de Josef K, minotauro encerrado en el laberinto de la ley y la institución, cuya desesperación era eco de las solitarias tardes de Funes, el memorioso, el que sabe. Henrik Max Von Mirtanien, más triste que cada uno de ellos, era todos ellos.

Alfonso Elish se puso de pie frente al otro, que lo miraba con ojos rojos. Habló así, más a la nada que a un hombre:

—Hombre que cargas el dispositivo, ángel caído de las páginas leídas por los hombres que fui durante mis lecturas, ven aquí nuevamente y trae al infierno contigo, que hay lectores ansiosos de ser atados a la hoguera.

El hombre de ojos rojos, visiblemente molesto, interpretó como burla las palabras de Elish y rápidamente se puso de pie para poder imitar la solemnidad anterior. Pero las palabras eran otras:

—Elish, por qué no te vas...

Ojos rojos se fue sin darse vuelta, esperando quizás un golpe que, por suerte para él, nunca llegó. Salió a la calle y se dirigió a su casa, donde un pretendiente cortejaba a su esposa. Se encerró en la habitación junto a su hijo y leyeron la Odisea.

Elish, por su parte, se sentó nuevamente, y, junto al fuego, pensó en la época de Boedo, cuando sus inviernos parecían dos por cuatro primaveras y la mujer que amaba tomaba asiento junto a él y lo tomaba de la mano por todos los siglos y todas las sonrisas.

La verosimilitud de los eventos que presencia un hombre cuando está solo no se hizo esperar: Von Mirtanien surgió naturalmente y se acercó al fuego, que insistía en componer figuras efímeras. Apenas sus manos se estrecharon al humo blanco, las palabras se regalaron a Elish:

—Soy Henrik Max Von Mirtanien; no sé si soy alemán o austríaco. Mi madre, a quien no conocí, me parió en las líneas tortuosas de una frontera confusa, en la cuna de los arroyos sin nombres, en el aire petulante que atraviesa a los Alpes Bávaros. Soy Von Mirtanien, el castigado de Dios. Como todos, he cometido atrocidades; como todos, he practicado la guerra y el desenfreno, pero como nadie, he soñado la muerte de todos. Durante cada día y cada noche y de alguna forma, he visto la agonía de los muertos, de los vivos y de los que aún no han nacido.

—¿Qué desea de mí? —Le preguntó Elish.

—Quiero morir y, aunque lo intento, no puedo lograr ese acto tan sencillo. Hace tiempo que he probado suerte (muerte) en diferentes lugares y horarios: he arrojado mi cuerpo debajo de los trenes de Inglaterra; he dormido desnudo en las estepas que descansan más allá de Rusia, y nada; he combatido en la gran Guerra y he padecido la fiebre de las trincheras; he colgado sogas de mi cuello, ajado las venas de mis muñecas, perforado mi vientre con cuchillos, cortado mi cabeza, pero Dios no me permite el descanso.

Elish desenfundó la pistola y le vació el cargador, decidido a ayudarlo. Pero, como lo había sospechado, al acercarse al cuerpo postrado, descubrió que aún estaba vivo.

Mientras dormía, Von Mirtanien soñaba, soñaba con la muerte de Elish. Pero esa es una historia para otro fuego.

Al mismo tiempo, aquella mujer que amó a Elish por todos los siglos y todas las sonrisas se arrojaba debajo de un tren, cerca de la estación Floresta."

—¡Dispositivo! —Me ordenaron.

Sentí una gran ofuscación. No les contesté y tomé el aparato, lo vacié de pilas y lo estrellé contra el suelo.

Suspiré, aliviado.

Luego, al acercarme, descubrí que seguía (que sigue) funcionando.

 

   
             
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