He
visto campos infinitos y perdido la noción
del espacio y del tiempo, he despertado en pampas blancas,
salpicadas por extraños símbolos, contemplado
dulces alucinaciones y oído somnolientas melodías
que han hecho de mí, quizás, un personaje distante,
romántico, mejor aún, inalcanzable, incorruptible.
Pero no. ¡Oxímoron! ¡Fantasía deliberada!
¡Fantasía artificial que ha configurado todas
mis experiencias y me ha privado del azar que ingenuamente
creí poseer! Es claro: soy de alguien, no me pertenezco
en absoluto. Y en este acto servil que traza la geometría
de mí, soy un hombre que transporta una carga específica,
como otros. La mía está compuesta de metales.
Acero inoxidable con destellos de cromo en la superficie;
fundición porosa y rústica en sus más
íntimas cavidades. Algo de bronce y plata en los escasos
detalles que la adornan. Mi carga, lejos de ser cuidada y
estética, es funcional. Y sus funciones son comprobadamente
eficaces. Su tamaño es mediano y pesa alrededor de
diez kilos. Funciona con pilas alcalinas. Siete en total.
El número impar me llamó la atención
desde el principio.
Cuando
recibí la carga, la mañana de invierno que me
entregaron el dispositivo, estaba exhausto, pues noches repletas
de pesadillas anticiparon el evento y me agotaron progresivamente.
El tiempo se fue alargando en un corredor que, de existir,
no pertenece a este mundo ni a esta dimensión, aunque
sí al universo, según me explicó después
el señor Borges. Pero el regresus ad infinitum no fue,
y es lógico, porque si el infinito existiera, yo tendría
esperanzas, a pesar de lo que muchos creen. Mi tribulación,
en cambio, se encuentra perfectamente medida y eficientemente
controlada. Soy un objeto, un eslabón, quizás
la pesada carga de otro. Pero esta suposición no me
brinda nada y por lo tanto, no pensaré más en
ello. Lo importante es mi carga. La mañana que me la
dieron, aunque cansado, guardaba un poco de esperanzas. Caminé
durante varias horas por el camino que previamente me habían
indicado en los mapas, atravesé portones y desolados
salones, por momentos pasillos, por momentos extensiones tan
anchas que no podía ver las paredes que la encerraban,
siempre solo, a ritmo regular, con frío a pesar del
abrigo. Y otra vez todo se alargaba. Como dijo un hombre,
lo desconocido tarda más.
No
sé a qué hora llegué, ni si en ese lugar
existía el tiempo. Lo primero que vieron mis ojos fue
el dispositivo sobre una mesa. Luego se acercaron tres hombres,
el señor Melville, el señor Kafka y el señor
Borges. Me la entregaron y me dieron un manual de instrucciones.
Aunque todos eran bastante discretos, aún taciturnos,
el señor Borges me dio algunos consejos. El señor
Kafka no habló, sólo se limitó a asentir
con la cabeza de vez en cuando. Sus ojos parecían de
víboras. El señor Melville dijo solamente cuatro
palabras: "Look for a name". Aún no logro
descifrar qué quiso decirme exactamente, pues mis reflexiones
no llegan a buen puerto.
En un momento, me indicaron un rincón y hacia allí
me dirigí. Ellos, a cierta distancia, me observaban
y hablaban en voz baja.
¡Dispositivo!
Me ordenaron, al unísono.
¡Activado! Respondí, buscando complacencia
en las miradas.
"Dos
hombres, Alfonso Elish y un interlocutor, en vela y conversando
debatían acerca de la posibilidad o no de que exista
un hombre como Von Mirtanien, Henrik Max Von Mirtanien, para
ser más preciso. El hombre inmortal que, a cambio,
cargaba la cruel compensación de soñar la muerte
de todos los hombres.
A la charla, madero sobre un cilindro, Alfonso Elish la inclinó
gracias al peso de las ideas recibidas:
Lo
conocí en el bar La posta de Boedo una noche, en un
festival de tango. Una cruz: el inconsciente colectivo en
un inconsciente individual. Un hombre cuya melancolía
se asemejaba a la de Bartleby, el escribiente, lector de cartas
muertas, cuyo agobio era similar al de Josef K, minotauro
encerrado en el laberinto de la ley y la institución,
cuya desesperación era eco de las solitarias tardes
de Funes, el memorioso, el que sabe. Henrik Max Von Mirtanien,
más triste que cada uno de ellos, era todos ellos.
Alfonso
Elish se puso de pie frente al otro, que lo miraba con ojos
rojos. Habló así, más a la nada que a
un hombre:
Hombre que cargas el dispositivo, ángel caído
de las páginas leídas por los hombres que fui
durante mis lecturas, ven aquí nuevamente y trae al
infierno contigo, que hay lectores ansiosos de ser atados
a la hoguera.
El
hombre de ojos rojos, visiblemente molesto, interpretó
como burla las palabras de Elish y rápidamente se puso
de pie para poder imitar la solemnidad anterior. Pero las
palabras eran otras:
Elish, por qué no te vas...
Ojos rojos se fue sin darse vuelta, esperando quizás
un golpe que, por suerte para él, nunca llegó.
Salió a la calle y se dirigió a su casa, donde
un pretendiente cortejaba a su esposa. Se encerró en
la habitación junto a su hijo y leyeron la Odisea.
Elish, por su parte, se sentó nuevamente, y, junto
al fuego, pensó en la época de Boedo, cuando
sus inviernos parecían dos por cuatro primaveras y
la mujer que amaba tomaba asiento junto a él y lo tomaba
de la mano por todos los siglos y todas las sonrisas.
La
verosimilitud de los eventos que presencia un hombre cuando
está solo no se hizo esperar: Von Mirtanien surgió
naturalmente y se acercó al fuego, que insistía
en componer figuras efímeras. Apenas sus manos se estrecharon
al humo blanco, las palabras se regalaron a Elish:
Soy
Henrik Max Von Mirtanien; no sé si soy alemán
o austríaco. Mi madre, a quien no conocí, me
parió en las líneas tortuosas de una frontera
confusa, en la cuna de los arroyos sin nombres, en el aire
petulante que atraviesa a los Alpes Bávaros. Soy Von
Mirtanien, el castigado de Dios. Como todos, he cometido atrocidades;
como todos, he practicado la guerra y el desenfreno, pero
como nadie, he soñado la muerte de todos. Durante cada
día y cada noche y de alguna forma, he visto la agonía
de los muertos, de los vivos y de los que aún no han
nacido.
¿Qué
desea de mí? Le preguntó Elish.
Quiero morir y, aunque lo intento, no puedo lograr ese
acto tan sencillo. Hace tiempo que he probado suerte (muerte)
en diferentes lugares y horarios: he arrojado mi cuerpo debajo
de los trenes de Inglaterra; he dormido desnudo en las estepas
que descansan más allá de Rusia, y nada; he
combatido en la gran Guerra y he padecido la fiebre de las
trincheras; he colgado sogas de mi cuello, ajado las venas
de mis muñecas, perforado mi vientre con cuchillos,
cortado mi cabeza, pero Dios no me permite el descanso.
Elish
desenfundó la pistola y le vació el cargador,
decidido a ayudarlo. Pero, como lo había sospechado,
al acercarse al cuerpo postrado, descubrió que aún
estaba vivo.
Mientras dormía, Von Mirtanien soñaba, soñaba
con la muerte de Elish. Pero esa es una historia para otro
fuego.
Al mismo tiempo, aquella mujer que amó a Elish por
todos los siglos y todas las sonrisas se arrojaba debajo de
un tren, cerca de la estación Floresta."
¡Dispositivo!
Me ordenaron.
Sentí una gran ofuscación. No les contesté
y tomé el aparato, lo vacié de pilas y lo estrellé
contra el suelo.
Suspiré,
aliviado.
Luego,
al acercarme, descubrí que seguía (que sigue)
funcionando.
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