Cuando
alcancé el umbral de la pubertad y empezaron
a salirme vellos donde menos me imaginaba, llegó a
mis manos la primera revista porno. Me la dio mi cuñado
con suma discreción, intentando evitar cualquier sospecha
que pudiera provocar un escándalo familiar. No era
para menos, una revista porno, en medio de un ambiente conservador,
donde jamás se habló de las intimidades del
cuerpo, era como tener una bomba de tiempo en las manos.
La
escondí debajo de la chompa y, sin decir nada a nadie,
me la llevé al cuarto, mientras en mi mente zumbaban
todavía las palabras de mi cuñado: "Toma
esto, así sabrás lo que hacen un hombre y una
mujer". Apenas cerré la puerta, mirando en derredor
como si las paredes tuviesen ojos, me apresuré en esconderla
debajo de una pila de revistas, libros y folletos guardados
en un viejo armario, con la certeza de que no la encontraría
nadie, ni siquiera removiendo la casa con la furia de un ventarrón.
Esa
misma noche, luego de cenar, saqué la revista del armario
y, picado por el bichito de la curiosidad, me la llevé
hasta la ladera del río, donde tenía una pequeña
cueva. Allí estaban mis juguetes y allí me ponía
a llorar cuando me regañaban mis padres. La cueva,
cubierta con piedras, latas y cartones, era el único
sitio donde me refugiaba cuando necesitaba estar solo y el
único lugar donde me sentía seguro. Era, por
decirlo de alguna manera, una suerte de fortaleza o territorio
privado, donde nadie podía ingresar sin mi permiso.
Envuelto
en la noche, sin luna ni estrellas, encendí la vela
y me dejé caer de bruces sobre el camastro de cueros
viejos. Saqué la revista y, acercándola ante
la luz, miré detenidamente las cubiertas y hojeé
las páginas de color sepia, enterándome de una
realidad que me deslumbró a primera vista. Las fotografías,
algunas más grande y más nítidas que
otras, mostraban a mujeres y hombres entregándose en
diferentes poses, como fieras dispuestas a husmearse y devorarse.
Aunque
a ratos sentí la extraña sensación de
estar cometiendo el mayor pecado de mi vida, debo confesar
que los hombres, con abundante vello en el pecho y el pubis,
me devolvieron la autoestima y me dieron la certeza de que
las transformaciones de mi cuerpo eran normales y no un castigo
divino, mientras las mujeres, hermosas como las modelos de
pasarela, me permitieron descubrir la ranurita que se les
abría cual sonrisa vertical entre las piernas. Los
hombres, con sus miembros gruesos como el rebenque de mi abuela,
embestían contra las mujeres por abajo y por arriba,
por adelante y por atrás, entretanto ellas, ofreciendo
los frutos maduros de su cuerpo, se abrían como plantas
carnívoras queriendo tragarse el mundo.
Las
imágenes voluptuosas, sobre las cuales volví
la mirada una y otra vez, aceleraron el ritmo de mi corazón
y aumentaron la temperatura de mi cuerpo, sobre todo la imagen
de esa mujer de rostro angelical, pelo suelto, senos enormes
y nalgas protuberantes que, puesta a gatas sobre el diván,
tenía a un hombre penetrándola por la boca y
a otro por el ano. No sé cómo explicarlo, pero
el impacto visual de una mujer poseída por dos hombres,
me despertó una fantasía erótica increíble
y me provocó una excitación indomable, hasta
que de pronto se me atascó la respiración en
el pecho y la tensión muscular se me aflojó
como cuerda. Recién entonces, cuando me vi con el calzoncillo
mojado por un líquido tibio y pegajoso, comprendí
que el primer acto de placer carnal que uno experimenta no
es con otra persona sino consigo mismo.
Claro
que después del gusto, me asaltó el miedo y
la duda de haber incurrido en un pecado imperdonable. Sequé
la humedad del calzoncillo con el pañuelo y me levanté
del camastro. Me ajusté los pantalones, acomodé
la revista debajo de la chompa, apagué la vela de un
soplido y salí de la cueva rumbo a mi casa. Entré
en el cuarto con la mente todavía atravesada por las
imágenes de la revista, pero también atacado
por un puñado de nervios devorándome por dentro,
quizás porque sabía que no debía tocarme
"ahí abajo", para evitar que me tentara el
demonio con su lujuria infernal.
Así,
entre la fantasía erótica y la revista porno,
le fui cogiendo el gustito a la autosatisfacción. No
era casual que todos los días, apenas terminaba de
cenar, corría a refugiarme en la cueva, como quien
acude, noche tras noche, a la ceremonia de una pasión
secreta. Allí, alejado de los ojos indiscretos de la
gente, encendía la vela, me tumbaba en el camastro,
corría el cierre de la bragueta y, hojeando la revista
hasta detenerme en mi imagen favorita, me abandonaba en una
masturbación compulsiva que, por mucho que intentaba
evitarla, terminaba disparándome en una explosión
de semen y una ola de sensaciones inimaginables.
Cierto
día, como suele ocurrir en la mayoría de los
casos, cansado ya de guardar celosamente este secreto, se
lo conté a un amigo íntimo, quien, como toda
persona de criterios morales arraigados en el catolicismo,
me dijo con voz temblorosa:
Te
quedarás ciego y te crecerán pelos en la palma
de la mano.
Inmediatamente
me miré las palmas y, aun constatando que no tenía
pelos, se me acrecentó el miedo y la duda. Me lo dijo
con tanta seriedad que me quedé pensando en que un
día podía cumplirse la advertencia.
Después
corrió la voz en la escuela y mi secreto dejó
de ser secreto; los muchachos me miraban con cierto recelo
y hasta mis oídos llegaron las creencias más
inverosímiles que imaginarse pueda. Unos decían
que la masturbación era un acto perverso, inmoral,
sucio y dañino; en tanto otros aseveraban que la masturbación
provocaba ataques epilépticos, tuberculosis, locura,
parálisis, pérdida del cabello y ceguera.
Los
comentarios fueron tantos que se me acrecentó aún
más la duda, sobre todo, cuando en la misa del domingo,
el párroco dijo:
Los
hombres son más fácilmente estimulados de manera
visual que las mujeres, pero las mujeres pueden ser tan vulnerables
a las fantasías sexuales en el reino emocional. Cualquiera
de los dos que lo haga está cometiendo un pecado, y
los dos deben poner en práctica el dominio propio,
controlando sus impulsos y pensamientos a través del
poder de la palabra de Dios...
Estaba
sentado cerca del púlpito y desde allí miraba
de reojo en derredor, intentando observar las reacciones de
los demás feligreses, mas éstos parecían
no inmutarse por el sermón del párroco, quien,
enseñando la Biblia y el crucifijo, seguía arengando
con voz celestial:
Toda
inmoralidad sexual empieza con un pensamiento. Y un pensamiento
lujurioso lleva en el futuro a otras perversiones. Si nosotros
no desechamos nuestros malos pensamientos, ellos se arraigan
en nuestro corazón y, poco a poco, nos convierten en
su esclavo. Satanás nos tienta a cometer el pecado
de la carne, él pone en nuestro camino, como piedras
en el sendero del arriero, las fantasías que perturban
nuestra mente. Ser tentado no es pecado, pero sí dejar
que un pensamiento lujurioso se apodere de nuestra imaginación.
Dios está interesado en lo que pensamos y Cristo no
sólo vino al mundo para liberarnos del pecado de la
carne, sino también de la maldad que empieza en la
mente y el corazón humanos...
De
vuelta a casa, bajo un cielo cargado de cúmulos, me
fui pensando en las palabras del párroco, quien tuvo
la mirada puesta en mí mientras hablaba de los pecados
de la carne. Esa noche no pude conciliar el sueño y,
lo que es peor, me asaltó una pesadilla en la cual
me vi ardiendo en el infierno, en tanto los diablos, trinches
en mano y miradas de fuego, se reían a carcajadas de
mi sufrimiento. Cuando desperté, sudoroso y exaltado,
lo primero que pensé fue recurrir a mi cuñado,
para decirle que él era el culpable de mi malestar
por haber puesto en mis manos la revista porno.
Así
lo hice, lo esperé en su cuarto, donde convivía
con mi hermana, y apenas llegó del trabajo, le dije
en voz baja, casi soplándole al oído:
Quiero
hablar contigo.
¿Qué
te pasa? preguntó con cierto asombro. ¿Por
qué tienes esa carita de dame cincuenta?
Se
trata de la revista contesté algo inseguro. Me está
trayendo problemas desde el día en que me la pasaste.
¿Cómo?
No entiendo repuso. Frunció el ceño y achinó
los ojos. Luego añadió: ¿Cuáles
son los problemas?
Fue
entonces cuando le expliqué que la revista me estaba
pervirtiendo la mente, pues eso dijeron mis compañeros
en la escuela y eso escuché en boca del párroco.
Lo
que dijeron tus compañeros no me importa asistió
enérgico. Y lo que dijo el cura es una gran mentira.
La masturbación no es un acto inmoral ni causa daños.
Sólo antes se creía que era algo bochornoso
y se aplicaban castigos a quienes la practicaban; las mujeres
eran obligadas a utilizar guantes ásperos a la hora
de dormir y los hombres usaban correas de castidad para evitar
que se les pare. Ahora las cosas han cambiado...
¿Tampoco
es un pecado? pregunté.
El
tener fantasías sexuales nunca ha sido pecado. Como
dicen mis amigos: correrse la paja, hacerse la manuela o apretarse
el muñeco, no mata ni enferma. Así que déjate
de macanas y sigue disfrutando de la revista porno contestó
con una sonrisa pícara, a modo de amainar el dramatismo
del caso y despejar mis dudas.
En
ese instante me quedé callado, sin saber qué
decir. Clavé la mirada avergonzada en el piso y por
dentro sentí alivio.
Es
más dijo mi cuñado, te enseñaré
en la práctica lo que hacen un hombre y una mujer.
¿Cómo?
pregunté apartándome de él.
Fácil
repuso. Esta noche, mientras todos estén durmiendo,
te acercas al ojo de la cerradura de esta puerta y verás
en la práctica lo que ya viste en la revista porno.
Entrada
la noche, cuando todos se retiraron a dormir, me levanté
a hurtadillas y me acerqué con silencio felino hacia
el dormitorio, donde estaba mi cuñado con mi hermana,
una joven de cuerpo esbelto y labios sensuales, senos redondos,
nalgas perfectas y voz clara como agua de manantial.
Me
detuve delante de la puerta, en pijamas y descalzo, y escuché
las risitas y palabras que provenían desde adentro.
Cuando miré por el ojo de la cerradura, me enfrenté
a una escena parecida a la que vi en la revista porno: ante
la luz de la lámpara del velador, mi hermana y mi cuñado,
exhibiéndose en su estado más natural, se acariciaron
las concavidades oscuras del cuerpo y se besaron con pasión
infinita, hasta que él se bajó de la cama, con
el miembro largo, grueso y erecto, como si llevara un unicornio
entre las piernas.
Mi
hermana, cuyos atributos eran mi tormento porque todos me
llamaban "cuñadito", se puso en posición
de cuatro y en el borde de la cama, como entregándose
de retro a mi cuñado que, parado a sus espaldas y dispuesto
a penetrarla lo más profundo posible, la acometió
con fuerza y decisión. Mi hermana separó las
piernas y se quejó con pequeños gritos, mientras
él le estrujaba los senos de pezones erguidos.
Como
estaba a escasos metros de ellos, con la respiración
contenida, un ojo cerrado y el otro abierto, escuché
todas las palabras que les brotaba con un jadeo que se hizo
cada vez más intenso y entrecortado, a la vez que la
luz de la lámpara proyectaba sus sombras en la pared
de enfrente.
De
súbito, ella volvió su cara en dirección
a él y, encorvando la columna como una gata, suplicó
con un gesto de dolor:
Basta
ya, mi amor... No más, no...
Pero
después, cuando mi cuñado se empinó y
apretó las nalgas como si fuese a recibir un palmetazo,
mi hermana entornó los párpados, se aferró
a las sábanas y repitió sin cesar:
Sí,
sí... Más, más...
Mi
cuñado, todavía empinado y tirándola
por los cabellos, como el jinete tira de las riendas de su
caballo, terminó el acto con un pujido bestial, antes
de tumbarse sobre las espaldas de mi hermana.
Luego
se acostaron entre risitas y apagaron la luz de la lámpara.
Me
retiré del ojo de la cerradura y volví de puntillas
a mi cuarto, pensando en que ya no hacía falta la revista
porno cuando tenía dos excelentes actores al alcance
de la mano.
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