A
su paso por Benarés, ciudad sagrada de la
India, el Ganges reserva virgen toda su orilla Este para ofrecérsela
al Sol cada mañana. No hay casas en esa banda de arena
dulce arrastrada por la corriente; arena que es llevada a
la orilla Oeste en viejas barcazas que rozan con su borda
el agua, y de ahí a peores camiones sobre cabezas de
adolescentes envueltas en saris: cariátides de un país
de mil millones de almas, muchas de las cuales me dicen
que seis de cada diez nacen, viven y mueren sin conocer un
techo.
Esa orilla Este no admite tapia que oculte la aparición
del astro rey cada día. Erigida en horizonte de luz
de esta ciudad, deja que el río le traiga arena revuelta
en unas aguas que conocieron ayer el Tibet y que mueven los
barqueros y la cinta humana femenina: fila de mujeres que
pasan del barco a tierra en difícil equilibrio con
su carga en la cabeza, a las que el capataz va dando una señal
que cambiarán por rupias más tarde.
Frente,
recibiendo los rayos de estreno del día, la orilla
Oeste aparece cuajada de templos en los que un centenar largo
de credos entonan cánticos a sus divinidades en el
momento del amanecer, estableciendo una cadena de oraciones
y ritos imposible de traducir en palabras: es un sincretismo
sonoro de todas las formas religiosas conocidas en la India.
En esa orilla se inician a la vez las ceremonias funerarias.
Los cuerpos, envueltos en saris de seda, van a su «más
allá» por dos caminos distintos: el de ser incinerados
al aire libre mientras los familiares, vestidos de blanco,
en círculo, se rasuran la cabeza entre lamentos, y
el de ser depositados en mitad del Ganges con pesos atados
a los pies y al cuello.
El primer día vi estos dos casos. En el primero, se
trataba de una joven cuyo cuerpo colocaron sobre la pira de
leña seca, dejando su cabello negro y largo pendiendo
de la cabecera. Cabello untado de grasa que ardió en
una llamarada de segundos. El fuego de leña seca abrazó
luego su cuerpo y lo hizo humo. Alguien quiso fotografiar
la escena y los familiares se lo negaron. Aparte del respeto
humano, su razonamiento fue: «Si la coge la cámara
no irá al Paraíso y se quedará ahí
dentro para siempre».
En el segundo caso, desde una barca observé cómo
ataban ladrillos gruesos a los pies y al cuello del muerto
y lo dejaban resbalar hacia el seno del río. Alrededor
flotaban cadáveres de otros días a los que la
humedad les había roto la cuerda que los anclaba al
fondo. Ahora los buitres se posaban sobre ellos y los devoraban.
Le
conté la experiencia semana más tarde a un santón
en Calcuta. Mi voz era un río de palabras que desembocaban
en la hondura insondable de su gesto. Me dijo que el Ganges
llevaba a diario sus aguas al Golfo de Bengala con estas historias
y no se producía una ola mayor que otra, sino que en
religioso silencio se mezclaban con todas las aguas que morían
en el mar de mares, el «más allá»
de cada uno.
Ni
un día de mi estancia en Benarés dejé
de ir al alba a ver salir el Sol, a sentir los ritos, a ser
una figura absorta en el paisaje, a ensanchar mi capacidad
de un asombro que no cabe en una columna, por más que
intente apretarla.
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