Hay
un rostro que ilustra una respuesta anterior a la misma obra: la
estatuaria brahmánica, los retablos románicos del
cristianismo.
Hay un rostro que instala la poética moviéndose curva:
una pared de la Capilla de Ronchamps de Le Corbusier. Hay un rostro
que se agita, desamparado y paradójicamente vital: un niño
de Murillo.
Hay un rostro de pura línea que trágico se quiebra:
una mujer llorando, de Pablo Ruiz. Hay un rostro para el temblor:
los infiernos de Ieronimus Bosch, las barcazas de los condenados
de Buonarotti.
Hay un rostro que sólido indica o señala: la desnuda
geometría del Islam, la muda figura búddhica, los
mapas de un mandala tibetano.
Hay un rostro que nunca supe: Séneca, y su mujer Paulina,
momentos antes de ese final que no nombro. Tampoco el de Tomás,
cuando exclama que, después de lo que le ha sido dado ver,
todo lo que ha escrito es sólo paja.
Hay un rostro de ritmos, de líneas que danzan desde todas
partes a todas partes: una tela de Pollock. Hay un rostro con masas
de orfebrerías: las composiciones de Gustav Klint. Hay un
rostro de austera geometría: los objetos de Marcelo Bonevardi.
Hay un rostro de materias con respirar poroso: una superficie de
Tàpies.
Hay un rostro al que espero en algún crepúsculo conocer:
Hildegard von Bigen, plena de ángeles la soledad de su celda,
mientras llegan las visiones que también le llegarán
a Teresa de Cepeda y Ahumada (lo primero ya lo sugirió Lourdes
Rensoli Laliga).
Hay un rostro de espanto: Kafka, Dostoievski, Faulkner, entre otros,
lo forman. Aunque sea todo por motivos diversos.
Hay un rostro para transitarlo lentamente, atentos a lo que sucede
en penumbras: las situaciones de Rembrandt. Hay un rostro de silencios
y cosas dichas en susurros: un jardín seco zen (todo lo de
jardines me lo ha enseñado Octavio Paz). Hay un rostro de
misterios densos e imaginerías multitudinarias: una imagen
virginal de Michel Tracy. Hay un rostro de lo sencillo: los personajes,
los árboles, de Fernando Fader.
Hay un rostro que desde ti mismo te mira cuando en un espejo miras
los que crees tu verdadero rostro.
©
Daniel
López Salort
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