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agua / aire / tierra / fuego

el otro mensual, revista de creación literaria y artística - ISSN 1578-7591

castillo

El diablo
de las
Hespérides

Ahmed Oubali

 

La Comisión de Investigación había acudido aquella noche al Cuartel General de Artillería para escuchar la versión de los trágicos hechos de la propia boca del viejo Si Mohand, un héroe de la Guerra Civil española y ahora encargado del abastecimiento militar de la región de Larache. El médico forense tosió para aclararse la garganta y dijo en tono grave:

—Tres cabos desaparecidos, cinco sargentos ahorcados, cuatro tenientes ingresados en el psiquiátrico de Tetuán y seis generales se levantaron la tapa de los sesos y todo esto en menos de un mes. Lo curioso del caso es que son todos de nacionalidad española. Inútil hablarles de las familias que dejaron deshechas. Según usted, añadió escéptico, volviéndose hacia Si Mohand, todas estas víctimas fueron poseídas y luego asesinadas por Satán...

—Así es, señor, dijo muy afectado el viejo, el sereno y yo les disuadimos a que visitaran a medianoche el Castillo de las Hespérides, llamado también Castillo de las Cigüeñas. Pero no nos hicieron caso.

—¿Afirma que ese lugar está encantado? carraspeó el general, malhumorado.

—Por supuesto, mi general. Todo el mundo aquí se lo puede confirmar. Vienen ocurriendo allí hechos siniestros desde la época griega. Cuentan que hasta Aicha Candisha suele hervir allí sus pócimas maléficas, para unir matrimonios o deshacerlos, concluyó el viejo con un estremecimiento en la voz.

—Pues yo estuve ayer y no me pasó nada, declaró el comisario con una mueca de sarcasmo.

—Los planes del diablo son impenetrables, puntualizó enigmáticamente el sereno.

—¿Dice que las victimas iban armadas con pistolas automáticas? preguntó el general con una mirada inquisitiva.

—Sí, aclaró Si Mohand, los tenientes que ingresaron en el manicomio declararon que vaciaron sus cargadores, treinta y seis balas en total, sin que el fantasma se hubiese inmutado. Dicen que le dispararon a quemarropa. Los sargentos, tras descargar sus pistolas, huyeron pero más tarde se suicidaron.

—Dicen que el demonio surge detrás de sus víctimas y les quiebra el cuello antes de que reaccionen, dijo el sereno, conteniendo el temblor de su voz.

Hubo un silencio insoportable. El general avivó la lumbre añadiendo otro leño en la chimenea y dijo con voz enojada:

—¡Historias de fantasmas! Bobadas. ¿Acaso estamos en la Edad Media? Esta historia es pura patraña. ¡Vaya tela! dejaros de boberías….De nada sirven estos potingues y ungüentos...Tenemos que buscar a un asesino de carne y hueso que nos tiene a los españoles entre dientes.

—Yo creo que es tan verdad como el Evangelio, exclamó enfadado el sereno del Castillo, luego añadió: ¿Y qué me dicen de las Hespérides que tenían el poder de inmortalizar con sus filtros a los humanos o de Aicha Candisha que no deja de sembrar tragedias entre nosotros o de aquellas santas que tuvieron el poder de transformarse en cigüeñas, cosa que dio el nombre al Castillo? No son leyendas, señores.

—¡Tonterías!, gritó el general fuera de sí y, lanzando una mirada retadora a Si Mohand y al sereno, añadió: No lo aguanto más. Esta misma noche voy a desafiar a vuestro “diablo”…

—No se le ocurra, general, le gritó Si Mohand con los ojos desorbitados y la lengua atascada.

—Tranquilo, general, dijo el comisario, no se lo tome a pecho, ya indagaremos más tarde. Ahora es mejor que nos vayamos a dormir después de terminar de beber este delicioso té con hierbabuena— y, dirigiéndose a Si Mohand, agregó: ¿Qué le añade al té para que tenga este aroma tan deleitable?

El viejo se las arreglaba para echarle ron al té por temor a que podrían aborrecer el brebaje moruno.

—Unas lágrimas de azahar y un poco de ron, aclaró él orgulloso de la lisonja.

Se dirigieron todos a casa, pero por razones de orgullo o curiosidad, el general giró apresuradamente sobre sus talones y enfiló el camino del Castillo "encantado", en dirección al puerto. Estaba seguro que aquello no tenía ni pies ni cabeza y que era pura imaginación del viejo Si Mohand. El pobre moro, pensó, volvió fuera de sus cabales de le Guerra Civil española, donde perdió un pie y el ojo izquierdo, cosa que pudo haberle perturbado el raciocinio y hacer de él un mitómano y un paranoico. El general llegó al Castillo, recorrió la vereda, empujó con fuerza la pesada puerta de madera, no sin notar la ausencia del sereno, cosa que no le sorprendió, dadas las trágicas circunstancias. Anduvo hasta llegar al lugar oscuro, lúgubre e inhóspito, donde según se cuenta, aparecía la bestia.

Sacó la pistola y comprobó que estaba bien cargada y dispuesta a disparar. Tuvo de repente un ligero pero efímero mareo y buscó donde apoyarse. Se sintió inesperadamente cansado, como si tuviera sueño. Hubo un clic. Un ruido semejante a un chirrido de una puerta que se abría y se cerraba. Se le aceleró el pulso. "Los diablos no abren y cierran las puertas", pensó irónicamente. Abruptamente, le pareció atisbar una silueta blanca destacarse ante él. Tardó unos momentos en discernir lo que estaba viendo. Se estregó los ojos para despejarse, creyéndose víctima de una alucinación. Pero lo que vio era real: la silueta blanca se puso bruscamente a alargarse verticalmente de varios metros de alto. Desenfundó la pistola, apuntó parpadeando y avisó con voz quebrada que dispararía si la "cosa" no se identificaba. Pero el fantasma se echó sobre él antes de que terminara su frase. Aturdido y con el corazón latiéndole con violencia, el general apretó el gatillo varias veces, hasta vaciar el cargador, sin que la "cosa" cayera al suelo. Súbitamente, el diablo extendió sus etéreos y blancos brazos hacia el cuello del general. Este sintió un profundo escalofrío correrle a lo largo de la espina dorsal mientras que el sudor le invadía toda la cara.

Se paró de sopetón. Su pavor fue aumentando poco a poco; frunció el ceño. Le castañetearon los dientes.

Soltó la pistola y se dispuso a huir, pero una pared se irguió ante él y se vio acorralado como un animal sin defensa. Dio la vuelta y en ese momento le sorpren­dieron unas heladas garras de hierro atravesándole el cuello. Se debatió. Soltó un alarido inhumano. Se desprendió por fortuna y echó a correr, pero el diablo, pisoteándole los talones, le hincó esta vez sus mortíferos colmillos en los riñones. Un ronco rugido de dolor escapó de la garganta del general. Intentó luchar desesperadamente. Finalmente se desplomó, con los ojos desorbitados, bajo la mirada fulminante y sardónica de la bestia.

—Crisis cardiaca provocada por sofocación y varias lesiones cerebrales, declaró el médico forense, al día siguiente, cuando un marinero alertó a la policía armada, tras encontrar el cadáver del general sobre la vereda, fuera del Castillo.

—Se lo advertí, apuntó Si Mohand con voz de reproche, pero no quiso escucharme. Por Alá, señores, ¿Siguen aún sin creerme?, Preguntó con desdén, mirando al comisario y al médico forense.

—Tienes razón. No te censuramos, le dijo el médico para tranquilizarle.

—¿Y el sereno, qué hay de él? ¿Sabéis qué no estuvo de guardia?

—Curioso, carraspeó el policía, luego se calló.

—Bueno, señores, puntualizó el médico, vamos a recapitular los hechos mientras saboreamos otra taza de este té tan aromático, luego dijo mirando agradecido a Si Mohand: ¿te importa añadir un poco más de azahar?

—En absoluto, contestó satisfecho el aludido, mientras rellenaba las tazas de sus compañeros con su delicioso brebaje, luego agregó suspirando: ojalá nos dejara en paz esa maldita bestia…

—A eso quería llegar, aclaró el médico con voz apagada, me toca ahora a mí retar al diablo.

Era medianoche cuando el médico decidió a su vez adentrarse en el laberíntico castillo. Empezó a oír unos ruidos estremecedores. Algunos rayos estallaron. Las paredes del castillo parecieron derrumbarse, cuando dos figuras siniestras se destacaron, delatadas por un relámpago deslumbrador. La silueta del sereno que colgaba de un árbol, cuello torcido y otra silueta que ahora empezó a adquirir proporciones gigantescas para luego abalanzarse sobre el médico. Era la bestia.

—Alto, gritó el médico, empuñando la pistola. Descúbrase o disparo a matar. No se haga el idiota.

El fantasma avanzó atrevido pero cuando el médico disparó, alcanzándole en una pierna, profirió inesperadamente un alarido de dolor, saltó hacia atrás cojeando y en su inesperado desequilibrio se desembarazó sin querer de las inoportunas sábanas que le cubrían, tras lo cual apareció un rostro humano, con cara de berenjena y aspecto vulgar.

Era Si Mohand, hecho un manojo de nervios. De pronto la sorpresa se mutó en una expresión de terror. Vociferó odiosos sonidos guturales, sus gemidos fueron aumentando. Lanzó improperios a voz en grito, zafio y rojo de ira.

Se lanzó sobre el médico, esgrimiendo una navaja en la mano izquierda y estallando en una orgía de quejas y reivindicaciones, acusando a Franco por haber engañado vilmente a Marruecos y por no haberle debidamente recompensado a él por sus heroicas hazañas militares.

—Hijos de puta, gruño como un loco, asesinos, fascistas, habéis espoliado mi país descaradamente. Lo habéis empobrecido y dejado en la ignorancia total. Habéis matado a sus héroes y abandonado sin recurso alguno a los que os consiguieron la victoria.

Los dos hombres iniciaron una lucha encarnizada y feroz, pero el médico logró al final inmovilizar al impostor.

—¿Cómo lo supo todo? preguntó más tarde el comisario, atónito.

—Ayer, cuando estuvimos tomando té, observé un diminuto frasco en la palma de su mano, que mantenía abierto mientras vertía té en la taza del general.

Deduje que lo de las lágrimas de azahar era en realidad un somnífero.

—¿Se lo vertía entonces a quien proclamaba recoger el guante por desafío?

—Exacto. Mientras las víctimas descabezaban un sueño en el Castillo, bajo el efecto del somnífero, el viejo se apresuraba para sustituirles el cargador por otro vacío. De forma que cuando luego hacían fuego sobre él los pobres no entendían por qué dispara­ban en blanco, ocasión que aprovechaba él para asesinarlos.

—¡Santo dios! ¿Cómo se las arregló usted para no tomar antes el somnífero y disparar luego sobre él? preguntó incrédulo el comisario

—Simulé tomar el brebaje, luego, mientras él añadía azahar en los demás vasos, vacié el mío, aprovechando la luz tenue. Me llevé otro cargador al Castillo, que disimulé en mi calcetín. Cuando el viejo me sustituyó el cargador de la primera pistola, simulé que dormía y el pobre no se enteró de nada.

—¿Y el cuerpo del viejo: cómo es que tomaba esas gigantescas proporciones?

—Accionaba una escoba desde dentro que hacía alzarse la chilaba o las sábanas.

 

 

© Ahmed Oubali

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