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agua / aire / tierra / fuego

el otro mensual, revista de creación literaria y artística - ISSN 1578-7591

Interrogación de la conciencia

Sobre Soliloquio para dos, de Eduardo Moga y José Noriega

Fco. Javier Cubero

Cubierta de Soliloquio para dos, de Eduardo Moga y José Noriega.

Texto de la presentación de
Soliloquio para dos
,
el martes 12 de diciembre,
en la Llibreria Carrer Major,
Santa Coloma de Gramenet

 


Soliloquio para dos

Eduardo Moga y José Noriega
LA GARÚA Libros

 

La lectura de un libro depende de las experiencias vitales de cada lector y puede remitir, con frecuencia, a otros libros con los que no exista ninguna relación lógica. Así, viendo y leyendo Soliloquio para dos vino a mi memoria un ensayo de Joan Fuster cuyo sugerente título es El descrédito de la realidad y que versa sobre la relación entre el artista y la realidad, entendida ésta no de forma metafísica sino como aquello que entra por los ojos.

Empieza Fuster relatando dos anécdotas esenciales para el desarrollo de su argumentación: la primera se refiere al texto del Vasari que cuenta como un pintor, el Cimabue, se quedó estupefacto viendo como un muchacho era capaz de dibujar una oveja del natural, aquél muchacho era Giotto y su obra, aún siendo medieval, significaría el origen del Renacimiento en la pintura; la segunda, habla de la tradición que asegura que Fray Angélico se arrodillaba para pintar el cielo de sus cuadros, lo que implicaría la creencia en una esencia extranatural de las apariencias. A Fuster le interesaba el contraste entre las dos corrientes, una naciente y otra moribunda, pero ambas imbricadas entre sí. El ensayo, después, avanzará hasta encontrarse con la abstracción, o descrédito de la realidad, para terminar constatando que la desacreditada realidad se ha recuperado de distintas maneras, pero con un horizonte enriquecido, y que lo importante de nuestro arte, al margen de las continuas polémicas, es “que nos ayude a vivir y a morir, que nos dé noticia clara de nosotros mismos y que nos enseñe a comprendernos, que nos consuele y nos incite”.

Lo anterior, agarrado por los pelos, viene a recordar, sin ánimo de establecer paralelismos conceptuales inverosímiles, que también la poesía española de los últimos años ha visto y puede ver dos corrientes, una dominante y reproductora de realidades sensibles a la vista, y otra emergente y creadora de realidades a través del lenguaje, y que algo quedará de ambas cuando pase el tiempo, aunque creo en la esencia perenne de la segunda y me parece más bien decorativa la primera.

Debería sorprendernos la cantidad de derivados lácteos que podemos encontrar en un supermercado, las decenas de variedades de yogur que se nos ofrece tienen un paralelismo cada vez más sangrante en la industria editorial y, aunque los libros no vienen con fecha de caducidad, desaparecen de las estanterías con similar rapidez, eso cuando consiguen alcanzarlas o ser visibles en ellas. Hace unos días, en uno de los templos del consumo de libros, observé cómo la estantería correspondiente a la letra “g” estaba ocupada casi exclusivamente por libros de García Montero, mientras que sólo había tres o cuatro ejemplares de Lorca; de Eduardo Moga, estantes más abajo, no había ninguno. Parece lógico, dado que hay poetas con mucho de yogur transgénico de moda que tienen la virtud de no darnos noticia de nosotros mismos y pueden consumirse sin mayores efectos secundarios. Días más tarde, tras la concesión del Cervantes, apareció Gamoneda, que antes no estaba, ocupando todo un anaquel superior y bien visible, en-hora-buena y afortunadamente.

En esa línea de fortuna y volviendo a lo que nos ocupa, quisiera recordar la afirmación de Kandinsky: “toda obra de arte es hija de su tiempo, muchas veces es madre de nuestros sentimientos”, porque eso es lo que sucede con la obra de Gamoneda o con este Soliloquio para dos.

Una de las serigrafías sobre infografía de José Noriega.


José Noriega ha tenido la osadía de tomar la realidad que se ofrece a los ojos y modificarla con trazos que rozan la iconicidad o el símbolo para cifrar su superficie, para escarbar en lo no visible o para comprender y comprenderse. Las imágenes con las que ha trabajado, en la serie que da origen al libro, proceden de las secciones de contacto de alguna revista, son fotografías que muestran cuerpos desnudos; no hay intención artística en ellas, son reclamos o propuestas que intentan aliviar necesidades, deseos o carencias, consecuencia de un tiempo de individualismo e incomunicación. Noriega y después Moga las perciben como un paisaje desolador. De hecho, los penes son pollas y las vulvas son coños, hay carne flácida y color ajado de realidad oscura.

Sobre la impresión digital de estos objetos contra la soledad, José Noriega traza opacidades inquietantes que cubren la mirada o que complementan la realidad visible. Un cuerpo vestido esconde un cuerpo, un cuerpo desnudo apenas puede esconder su alma. Pero los trazos no amagan más que unos ojos, que no podrían ser puerta del alma, o unos fragmentos de piel objetual o humana para desvelar un fondo, un grito contenido ante el espejo del esperpento mudo. Son gestos imposibles en el instante fotográfico o lamentos desde la soledad o contra ella. Necesarios porque denuncian, breves porque laceran. Negros, rojos, dorados, superpuestos, permeográficos en cualquiera de sus posibles sentidos. Noriega pone en cuestión la imagen, perfora su superficie y penetra en la distancia.

Ante este material candente, Eduardo Moga asume el riesgo de la escritura. Poeta corporal que confiesa entender la poesía como una respiración y encarna el verbo haciendo del lenguaje un latido preciso, orgánico y autónomo, al margen de tantos artificios también llamados poesía, Eduardo es suficientemente conocido por sus obras anteriores, libros concebidos como un todo unitario, poemas extensos que no son ríos que se aboquen a una mar que sea el morir, sino que se rebelan contra el curso previsible, que remontan hacia el agua que brota. Por esta razón sería imposible pensar que su poema se limitase a describir la imagen, a relatar lo visible, lo pretendidamente real; más difícil aún sería suponer que pudiera prescindir del léxico carnal, de la materia prima de sus metáforas, grabadas ya por derecho en la lengua castellana.

Eduardo Moga, desde los cuerpos desnudos pero sin subordinación, decide entablar un diálogo imposible con el alma, un alma que no tiene entidad religiosa ni herencia medieval, sino que es consecuencia bioquímica, percepción oscura. Por ello no se arrodillará como Fray Angélico, aunque el texto alcance el aliento orgánico, la tensa respiración de la poesía que trasciende; de igual modo no podrá dibujar del natural como Giotto, ni pintar de memoria, porque no pretende reproducir la realidad. El poeta interroga, busca, duda, y la interrogación no es nueva en Eduardo Moga, es ansiedad de la existencia y parte inseparable de su poesía. Así en El barro en la mirada escribe:

«¿Por qué se recrudece el agua pétrea
que habita en lo invisible, si aún no
sé mi nombre, si aún no he bautizado
la materia?»

O en El corazón, la nada :

«Cuando soy otro, ¿quién queda tras la lengua?»

O en La montaña hendida:

«¿Compartimos la soledad
                                            o el ojo?»

O en Las horas y los labios :

«¿Es esta carne otra forma de mi carne? ¿Por qué sangra, por qué muere?»

Eduardo Moga, y lo dice Tomás Sánchez Santiago en el prólogo del libro, pone al alma «en relación con dos factores con los que se confronta para dirimir su auténtica naturaleza: el cuerpo y el lenguaje». Pero, a diferencia del autor del prólogo, pienso que el cuerpo está confrontado en ausencia o en latencia, porque su presencia queda limitada por las imágenes y porque ahora la interrogación surge desde un yo que no se puede identificar exactamente con el cuerpo, desde una sombra que habla con otra sombra; los primeros versos de Soliloquio son:

«Dime, alma, qué cincel has empleado
para que sea yo tu forma,
qué sombra subyace en mi sombra,
o qué memoria soy, qué invertebrada
conciencia.»

Preguntas sin respuesta se sucederán en el poema rechazando concepciones filosóficas, cuestionando orígenes divinos o míticos y consecuencias espirituales, apelando a procesos bioquímicos o invocando una presencia consoladora. Y en esta interrogación de la conciencia ha de llegar la nada, la negación de la existencia o la imposibilidad del amor. Pero no soy yo partidario de ir desgajando el poema para explicar, si es que es posible explicar (con todo el peso de la etimología) un poema que es un desgarro de soledad ante el vacío.

El lenguaje de Eduardo Moga sigue saturado de metáforas, de imágenes y de símbolos con multitud de significados posibles que hacen de cada lectura una experiencia distinta, organismo vivo que respira por los rotos de la sintaxis, que late en las elipsis, que se amplifica en la contradicción continua con la realidad aparente, porque construye nuevas realidades a través de una percepción en parte barroca y en parte surreal que conduce a un acto creativo tan lúcido como inquietante. Sobre esa piel de lengua se vive la tensión, las cicatrices de las uñas del pensamiento, como un tatuaje indisoluble.

La dualidad de este Soliloquio se inscribe en el continuo juego de contrastes, de opuestos o de sumas que palpitan en la obra de Moga, tal vez porque construye un cuerpo existencial o quizá porque los muertos, y cito a Lorca, «los muertos odian el número dos».

Eduardo Moga y José Noriega pertenecen a una estirpe de artistas que han superado conceptos antiguos de la realidad y también de su descrédito, trabajan desde una percepción abierta, conocedores de la tradición, pero con un espíritu que nos vuelve a poner en contacto con lo irracional, con lo que sigue haciendo que la auténtica poesía no sea literatura.

 

© Francisco Javier Cubero

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