Antonio Tello                      
  P O R T A D A         Antonio Tello
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  36     piel de jaguar        
El último jaguar
 
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Apenas descolgó el teléfono, reconoció su voz. Habían pasado cinco años y la creía muerta. La nombró, Liliana, y al hacerlo sintió que su propia voz surgía del abismo. Quizás por ello no advirtió la excitación con que ella le hablaba. O acaso porque la emoción lo devolvió al lugar donde todas las voces sonaban ahogadas. Ahora ella estaba aquí. En algún lugar de esta ciudad extranjera, a miles de kilómetros de la pesadilla, llamándole desde una cabina con el rutinario temblor que él recordaba.

Como una repetición de la cita frustrada de hacía cinco años, ella le dijo Tengo la comida para tus palomas. Ni siquiera un «hola» después del tiempo transcurrido. Me la dio el uturunco. Colgó. Él cerró los ojos. La náusea que creía olvidada lo sacudió y tornó su cuerpo vulnerable a los ruidos. El teléfono sonó otra vez. Era ella. Le dijo la hora, pero no el lugar ni el día. Todo se repetía. Aunque en este presente él creía haber escapado y estar a salvo del miedo, la voz de la mujer penetró en su carne y lo devolvió a la confusión. Al fin, el instinto le dijo dónde y cuándo era la nueva cita.

A la hora convenida llegó a la plaza. Unos días antes se había detenido allí a mirar cómo unos niños daban de comer a las palomas y cómo las palomas se arremolinaban alrededor de ellos con golpes de alas y lúgubre zureo. Voraces. Supo que ella también había estado allí mirándolo a la distancia. Observando sus movimientos. Asegurándose de no dar un paso en falso antes de ponerse en contacto con él. Otros niños y las mismas palomas daban continuidad a la escena de días anteriores. Ahora ella estaba a punto de llegar. Mientras esperaba recordó una escena que lo había impresionado tiempo atrás. En la terraza del edificio situado frente a la ventana de su apartamento, una paloma picoteaba los restos de una lagartija. Arriba, en el cielo, decenas de gaviotas trazaban una madeja confusa. De pronto, una de las gaviotas desovilló su vuelo, se lanzó sobre la paloma y de un certero picotazo le destrozó la cabeza. Sucedió en un instante. Otras gaviotas descendieron y disputaron el cuerpo de la paloma moribunda. Liliana no acudió. Como hacía cinco años supo que había vuelto a desaparecer de su vida y esta vez presintió que era para siempre.

palomas

Compró un periódico y subió a un autobús. Al hacerlo, su vida quedó suspensa en un espacio donde la materia participaba de todas las moléculas del tiempo. Y en esa dimensión, donde todo es un solo y eterno instante, no le extrañó oír la voz de Liliana diciéndole Tengo la comida para tus palomas. Entonces él compra un periódico y sube a un autobús. Hace frío y tiembla. Su respiración se condensa y diluye en volutas de vapor empañando el vidrio de la ventanilla y su mirada recelosa. Va a su encuentro. La ciudad pasa ante él como un decorado abandonado. Si pudiera ver detrás de esos edificios pintados sobre esas lonas que flanquean la calle, vería cómo el viento dobla la ancha espalda de los trigales y cómo la cuerda del horizonte sujeta unas hilachas de nubes inmóviles tendidas al sol. Se sienta a esperar en la plaza. Frente a la fuente de agua escarchada, espera. El parloteo gutural de las palomas se acumula en el aire y hace más denso el silencio. Contamina la mañana con un mal augurio. Liliana no acude a la cita y su ausencia reinstaura el presente.

Bajó del autobús y se dirigió hacia una rambla peatonal. Caminó por ella entre kioscos de revistas y flores, tenderetes de artesanos, mantas de vendedores ambulantes, retratistas y pintores de arte efímero, poetas, astrónomos, estatuas humanas y músicos. Los sonidos de un charango y de una quena lo atrajeron hacia un grupo de músicos andinos. Se detuvo a escucharlo y como otras personas dejó algunas monedas en un jarro. Entonces lo advirtió. Era un kero, jarro sagrado de los omaguas, ornado con la imagen de Uturunco, el dios jaguar. Coincidió con la mirada fija del felino y su cuerpo fue atraído por una fuerza antigua y misteriosa. Comprendió que de nuevo entraba en una realidad original donde el único presente era su conciencia de ser. El músico de la quena pareció reconocerlo. Se separó del grupo y se le acercó con ademanes de pájaro. Sus brazos largos y flacos asomaron por debajo del poncho andino abriéndose como alas de vivos colores. La voz del indio, gruesa y lejana, acaso distorsionada por muchas napas de tiempo, le llegó cuando sus labios ya se habían cerrado y lo miraba desde el grupo como si nunca se hubiera separado de él. Búsquelo señor, busque el Uturunco.

El miedo y la esperanza lo atravesaron como flechas. Volvió a su casa. Presa de un dolor impreciso y fuera del cuerpo no advirtió hasta cruzar el umbral de su puerta que sus manos sostenían el kero omagua. Lo colocó sobre la mesa de noche, como un antiguo sacerdote lo hubiera hecho sobre un altar. Lo miró un instante y, agotado, se dejó caer en la cama y se durmió. Soñó que dormía en el lecho de un río. El río corría entre imponentes montañas, cuyas laderas cubría un verde nocturnal. Era un paisaje familiar. Quizás un recuerdo o quizás el vestigio de otros sueños. Sabía que en él podía dormir y soñar lejos de cualquier pesadilla, pues allí la paz era inalterable. El sueño duró toda la noche hasta que al amanecer lo despertaron unos pasos sigilosos en el salón. Los pasos avanzaron rozando el silencio, llegaron hasta la puerta entreabierta del dormitorio y percibió detrás de ella un jadeo de sombra. La puerta se abrió de golpe y justo antes de salir del sueño alcanzó a ver un jaguar lanzándose a través de la ventana. Encendió la luz y todo volvió a su inmovilidad. Nada había sucedido, salvo que el jarro omagua se hallaba roto a la orilla de su cama.

Una semana después, su mirada sobrevolaba las mesas cubiertas de diarios, revistas, manuscritos y fotos, y las cabezas de sus compañeros inclinadas sobre sus máquinas de escribir o semi ocultas detrás del periódico que leían. El bajó sus ojos al diario que tenía ante sí y leyó una vez más: Hallan el cuerpo de una mujer asesinada. Según la policía, el cadáver, descubierto en la habitación de un céntrico hotel, presentaba dos impactos de bala en el pecho. Al parecer...

Sabía que era ella, pero aún así quiso comprobarlo. Asegurarse de que había vuelto y lo había buscado. Fue a la morgue. Siguió los pasillos viciados por la acidez de la muerte con la sensación de caminar sobre el vacío. Avanzó ajeno de sí, como un montón de movimientos y gestos que esa gravedad inerte que dominaba el lugar arrojaba contra el tiempo. Una y otra vez, a cada paso, fue golpeado por esa fuerza hueca contra el muro de horas hasta que se abrió en él una grieta por donde la memoria comenzó a irse en paisajes, palabras, encuentros, gestos y una siesta blanca. Una siesta extendida sobre la pálida llanura y Liliana desnuda sobre ella, estremeciéndose a cada caricia suya. El ansia y el goce. Una luz fugaz en un universo de silencio. Un mundo sin amaneceres ni ocasos, donde las visiones acabaron por ablandarse dejando el cuerpo de mármol de Liliana tendido en la camilla y el suyo flotando a su lado como un fantasma de carne. La reconoció cuando el forense descubrió su busto horizontal. El rostro, el cuello. Era ella. Era su cuerpo con un pequeño jaguar en el hombro derecho. Desconocido tatuaje de un recuerdo común. Liliana, la nombró para sí y el forense volvió a cubrir el cadáver.

Salió a la calle y la realidad de la ciudad le pareció indestructible. Sin embargo, el tiempo arrastró su alma y la carne fue un vértigo de días y noches. No caminaba solo. Liliana iba a su lado. Atravesaron la avenida y entraron en el monte, doblados por sus mochilas y armas. Un indio omagua los precedía guiándolos a través de la selva que cubría los valles y cerros de la cordillera. A medida que ascendían por el abrupto sendero sentían sobre sus espaldas el peso de ese cielo cada vez más azul cuanto más se aproximaban a la frontera de las altas cumbres. El territorio de las visiones pensó él, y el indio se detuvo en la cima. Señaló hacia donde el sol parecía enrojecer anticipándose al ocaso y una ráfaga de aire frío les golpeó los rostros. El indio se volvió hacia ellos y los miró intensamente con sus ojos de pájaro. Hay sangre en el cielo, han matado el uturunco, dijo continuando la marcha. Una mancha roja comenzó a extenderse sobre el cielo y poco a poco el azul cedió a la presión de las tinieblas. Al amanecer reanudaron el camino y cuando las sombras aún se resistían en el seno de los valles, se abrió ante ellos una profunda quebrada entre las nubes y el centro de la tierra. Humahuaca, les indicó el indio y desapareció. Descendieron solos, hacia el oscuro fondo por donde corría un río, como atraídos por una fuerza poderosa y protectora, que los obligó a desembarazarse de todo peso antes de entrar en el pueblo de casas de adobe. Han matado al último jaguar, dijo él. Lo sé, pero volverá, respondió ella a modo de saludo y cada uno siguió caminos distintos. Y ahora el jaguar está en el hombro de Liliana muerta.

Salió a la calle y antes de cruzar la avenida se detuvo. Volvió sobre sus pasos. Una agitación inmediata lo animaba. El presente era esa realidad que se abría a cada paso como las puertas de un pasillo interminable que olía a muerte. Pidió al forense que le mostrara de nuevo el cadáver de Liliana. Esta vez no miró su rostro. Sabía que ella ya era la piedra, el tiempo geológico que informa de la vida. Se enfrentó al jaguar. Buscó sus ojos y supo que todo él era el mapa y las cifras que revelaban los secretos lugares donde yacen, desnudos de nombres, los huesos de los condenados al olvido.

jaguar

Barcelona, 8 de octubre de 2003

 
         
         
         
         
         
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