P O R T A D A    

Norberto Olaizola
Composición de Eldígoras.    
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Cuando Ariel entró, por fin, en el stand de la Editorial, ya tarde, ya casi a la hora del cierre, vio al gran escritor, sentado, con los ojos cerrados, pensando una dedicatoria. Despreciaba a ese gran escritor, con toda su alma.

Y ahora estaba a cinco metros de él.

Le pareció ver debilidad en su manera. La misma debilidad que percibía en sus trabajosos poemas y en sus estúpidos cuentos. Sin embargo, quería conocerlo. Quería ser hipócrita. Quería pedirle su firma en el único ejemplar adquirido, con fastidio, años atrás, del librito Manual de amores, una serie de poemas que circulaban en boca de mujeres.

Porque el gran escritor era, fundamentalmente, un escritor para mujeres.

Pero no era esa su debilidad. Por el contrario; esa era su fortaleza. La debilidad consistía en otra cosa, un poco indefinible. Una sensación, se decía Ariel. La sensación de que, en el fondo, hacía trampa. Se vendía. Caro, pero se vendía.

De todos modos estaba allí, en la Feria, con el librito en las manos y afuera llovía. Sería un trámite, a esa hora. Maestro, por favor; luego, estrechar la mano y llevarse un pedazo del tipo, un poco de su vanidad inflada, de su ego.

Llovía, eso sí.

Eso era un fastidio.

El lugar estaba despoblado y el escritor seguía pensando la dedicatoria, con los ojos cerrados. Parecía dormir, salvo por el hecho de que la mano que sostenía la lapicera se movía, como dibujando algo. Ariel prefirió esperar sin acercarse.

¿Qué estaría pensando? ¿Algún ridículo poema?

Tan absorto en el viejo, ni se había percatado de la chica a su lado.

 

La frase lo perseguía desde el final de la adolescencia. Como un sueño recurrente. Más de una vez la estampó entre sus fáciles poemas pero, a veces, horas antes de enviar las pruebas a la Editorial, quitaba el poema entero. Como si el hecho de que la frase hubiera tocado al resto de los pensamientos los involucrara también. Los vedara. Porque esa frase, en principio, estaba vedada para él. Era una espina.

Siempre le había resultado sencillo escribir poemas. De joven lo catapultaban con una facilidad asombrosa a la intimidad de ciertas mujeres. Jóvenes y no tanto.

Tardó años en acostumbrarse a su suerte. Siempre sentía que lo iban a descubrir, que un buen día — o una buena noche — alguna mujer sensata le diría lo cierto: tus poemitas me importan poco, sólo quiero carne joven en mi cama.

Pero no sucedió. Nunca. Cuando una relación terminaba, entre lloros y desgarros, la amante se complacía en poner a salvo sus frasecitas de circunstancias. Lo mandaban al diablo o amenazaban con el suicidio cuando lo encontraban con otra.

Pero siempre, una y otra vez, repetían lo mismo:

— Tus poemas me acompañarán hasta la tumba.

¡Menudo destino!

Semejantes fidelidades, a las que él mismo consideraba absurdas, terminaron por convencerlo, andando el tiempo, de que su destino estaba... escrito. Su familia era pobre, sus ancestros habían sido pobres. La pobreza parecía unida a su apellido. Campos humildes en un país humilde. Un cielo humilde sobre su cabeza.

Apetitos humildes.

Tuvo un impulso.

En una prolija carpeta juntó los poemas que consideraba mejores —los que sus mujeres habían considerado mejores— y los envió a aquella Editorial tan importante, tan de la Capital. Sin ilusiones desmedidas.

Probablemente, ellos se darían cuenta.

 

 

Quizás uno de los motivos de su odio, Ariel lo tenía bien presente, lado a lado en el flanco principal del stand. Rodeando a una foto inmensa, en la que el escritor miraba un poco torvamente, hacia abajo, como si estuviese pensando, se apilaban la multitud de volúmenes que había publicado en una carrera de cuarenta años.

Todos los volúmenes con la foto; una especie de colección nueva, que amalgamara en un solo formato años y años de publicaciones. Obra completa, decían. Todos.

Sobre un mostrador desocupado se apilaban facturas de venta. Muchas.

La empleada, al parecer, había dejado todo allí para ir al baño, o a comer algo.

Ariel se acercó a espiar. Detrás del mostrador, en los estantes, más boletas. ¿Cuántos ejemplares habían vendido? ¿Cuántos seguirían vendiendo? ¿Por cuánto tiempo más la gente compraría, como una fatalidad, esos estúpidos libros?

Receloso, volvió la mirada hacia el viejo escritor.

Vio que estaba escribiendo, sobre la portada del libro, su dedicatoria.

La chica que esperaba, lo miró.

Como si estuviera molestando.

 

 

La chica se llamaba Clara. Lo recuerda bien. No a ella, sólo su nombre. Recuerda cuando su madre, agitada, dejó las ollas y la gallina a medio pelar para entrar en su cuarto, al grito de:

— Vino Clara. Levantate. Te llegó un sobre de la Capital.

Se acuerda de Clara por eso. También recuerda qué pensó, mientras se levantaba, sin apuro, buscando las alpargatas debajo de la cama. Pensó que la Editorial le mandaba sus papeles de vuelta, con alguna nota sarcástica.

Pensó que la burbuja se había roto, como era de esperarse.

Ni siquiera había dado su verdadera dirección, la del rancho perdido a media hora del pueblo. Como una travesura, había dado la dirección de aquella Clara.

La chica estaba en el recibidor, nerviosa. Lloraba. Él la miró, bastante perplejo. ¿Por qué lloraría? Vio el sobre apoyado en la mesa. No era su sobre Era otro, más chico. Y estaba abierto. La chica, Clara, a quien él le había dicho tantas cosas para llevarla a la cama, había leído. Como una buena chica de pueblo. Metereta.

Había leído con devoción, Clara. Las palabras que esa gente tan importante decían a su joven novio, al sueño de su vida. A ese milagro que la acariciaba con palabras tiernas, con frases como nunca había escuchado, mientras le hacía el amor.

Esa gente tan importante decía cosas importantes de su novio.

Y Clara —a quien casi ni recuerda— se sintió importante.

¿Cómo no llorar, entonces?

 

 

El gran escritor terminó de escribir, cerró el libro y lo entregó a su joven admiradora. Parecía cansado; menos por las horas transcurridas que por esa dedicatoria en especial. O por otra cosa, cómo saberlo.

La chica, con cierto desparpajo, le decía algo al oído y el escritor sonreía.

Ariel consideró que debía seguir esperando.

Pero el escritor, mientras seguía escuchando lo que aquella chica murmuraba, mientras sonreía de una manera que Ariel no solía ver en sus fotos, o en las entrevistas que le hacían en la televisión, mientras tomaba a la chica de la cintura, guardaba su lapicera en un bolsillo de la camisa y ya salía del escritorio.

Ariel miró su libro, el pequeño Manual de amores al que había dedicado nada más que una lectura distraída. Lo miró, pequeño y rotundo, entre sus manos.

¿Valía la pena conseguir esa firma? ¿Para qué?

Por detrás apareció la empleada, con un vaso de café.

A mitad de camino entre el escritor y la empleada, Ariel vaciló.

Lo suficiente para ver cómo la chica se llevaba al viejo, cuchicheando, demasiado entusiasta, demasiado sensual. Se lo llevaba, sin prisa pero sin pausa.

Ariel se dijo eso: se lo estaba llevando.

— Ya estamos por cerrar, muchacho —dijo la empleada.

— Ah —dijo Ariel.

 

 

Debió convencerse de que la cosa iba en serio cuando aquellas personas, tan afables, tan charlatanas, pusieron delante de él un largo contrato. Firmó, un poco avergonzado. No sabía qué otra cosa hacer. Hubo fotos, hubo vino y palmadas.

Bien. Ya estaba. Un mes y el libro estaría a la venta.

No podía quejarse. Había escrito un libro. Sueños azules.

Eso le había dicho a su primer chica, en medio de un campo que, aunque conocido, se le había antojado demasiado grande. No sabía cómo quitarle la ropa. Estaba nervioso y excitado. Había dicho un montón de tonterías y la chica le pedía más.

Él no sabía bien qué era lo que estaba pasando.

Le dijo, mirándola a los ojos, que sus dientes eran sueños azules. Apenas lo dijo comprendió que era una idiotez. Ya iba a explicar algo, a tratar de enmendarse.

Pero la chica le tapó la boca con la mano.

Y con un gesto que no pudo calificar de otra forma que admirable, se quitó el vestido. Y se echó hacia atrás, apoyando la hermosa espalda en el trigo fragante.

Y diez años después, otra mujer, un poco mayor que él, también echaba su espalda hacia atrás, esta vez sobre una cama mullida y confortable, recitando, con los ojos cerrados, los poemas de su libro.

Sueños azules.

 

 

Alto pero nítido, Ariel escuchaba el traqueteo de la lluvia sobre el inmenso espacio, similar a un gran invernadero. Casi no había gente y la mayor parte de los stands ya estaban cerrados. Adelante, a una veintena de metros, pachorrientos, caminaban el escritor con aquella chica. Algunas personas, a su paso, lo saludaban.

El viejo andaba un poco encorvado. Y, además, no era alto.

En realidad, no era una fisonomía especial; un típico hombre común, con su bigotito ya canoso y su sonrisa de bancario. Medianía, por donde se la mirara.

Ariel también escribía. Con la sólida convicción de que jamás sería un escritor de éxito. Con resignación, también. Pero no vinculaba su afición con la escena que estaba mirando. No odiaba al viejo escriba porque tuviese éxito. Un éxito sostenido y envidiable, claro. No, no era por eso. Había más autores de éxito y, a varios, incluso los admiraba. No, no era el éxito. Ni siquiera la baratija de esos poemas.

Era otra cosa.

En eso venía pensando mientras ya salían a la noche, a la lluvia, al frío de la ciudad. Pensó que el viejo se iría en auto y la chica, pobre, quedaría desamparada. También pensó, con un poco de remordimiento, que se lo merecía.

Pero no fue así. Cruzaron, bajo la lluvia, la gran avenida.

Seguían charlando, apretados para cobijarse del agua.

Charlando se metieron en la pizzería.

 

 

Formó una familia, al amparo de su prestigio.

Pero no podía estarse quieto. Quizás, porque desconfiaba de su suerte.

La Editorial parecía encaprichada con él. No terminaba un libro que ya le estaban pidiendo otro. Le ofrecían mejoras importantes, lo mimaban, lo adulaban. Él se retraía bastante, con ciertas excusas. Y, a cada excusa, a cada demora, mayores eran las zalamerías de aquella gente. ¿Cómo decirles que podía inventar centenas de libros iguales a lo que ellos halagaban tanto? ¿Cómo decirles que estaban locos?

Pero eso no era lo más grave.

En realidad, sus libros se agotaban y el público también exigía más y más.

Lo visitaban asiduamente, le pedían reportajes, publicaban sus zonceras como si fuesen saberes ancestrales, lo homenajeaban, maestro de aquí, maestro de allá. Veía poemas suyos, poemas que apenas le habían llevado el tiempo necesario para escribirlos, colgados en los transportes públicos, en los quioscos de revistas. Los escuchaba, en boca de cantores, de periodistas, de funcionarios, de políticos.

Parecía que sus palabras se multiplicaban por todos lados.

Lo consultaban sobre política, le pedían su apoyo a las causas más inverosímiles, lo citaban oficialistas y opositores, estudiaban su obra sesudos profesores de literatura y hasta recibía cartas ardientes de admiradoras —a veces, también de admiradores— que veían en su trabajo una luz...

Era demasiado.

Por eso se decidió a escribir cuentos.

A la Editorial le pareció bien. Esperaron, pacientemente, el primer libro de cuentos. Incluso lo anunciaron, como si fuese un evento especial, un fenómeno que todo el mundo debía esperar a la manera de una gran revelación.

Pero, él no sabía escribir cuentos. Le llevó bastante tiempo encontrar una manera. Inseguro, mostró un primer trabajo a uno de los editores de mayor confianza. Era una simple historia de amor, real, algo que había sucedido en su pueblo.

Era nimia, tonta. Pero a él le gustó escribirla, porque sentía, de esa manera, una mejor vinculación con su verdadera realidad. Él era ese muchachito de campo, humilde, a media hora de un pueblo chico, testigo de historias chicas.

El editor, emocionado, le dijo que no veía la hora de tener el libro completo.

Un poco azorado, terminó, al cabo de un mes, un libro con historias distintas contadas de la misma manera. Tardó más en elegir el título que en escribirlo.

Cuando se editó, se convirtió en el mejor cuentista de su país.

La sencillez, la sabia sencillez, decían todos.

Él, entonces, aceptó su destino.

Y siguió disfrutando de las mujeres.

 

 

Al cruzar la avenida, y a falta de paraguas, Ariel usó el librito para protegerse de la lluvia, colocándolo sobre su cabeza. Valiente resguardo, pensó.

La pizzería estaba casi vacía, a causa del tiempo.

Sin embargo, todos los escasos parroquianos reconocieron al viejo escritor y lo saludaron con reverencia. La chica lo arreó hasta una mesa apartada.

Ariel pudo sentarse a una cierta distancia.

Ambos, la extraña pareja, y él, comieron sin apuro, con disfrute, dejándose estar. La lluvia arreciaba y eso parecía dar más sabor a la pizza y a la cerveza. Un café, después. Cigarrillos. Las dos de la mañana.

La chica hablaba, enseñando papeles que llevaba en una carpeta. Estaba de frente a Ariel, pero en ningún momento desvió su mirada del escritor. Este, fumando sus tradicionales habanitos, leía los papeles de la chica y luego hacía comentarios.

En un momento la chica puso su mano sobre la del viejo.

Ariel observó que el viejo se erguía un poco, que miraba a los costados. Dijo algo y la chica asintió. Entonces, pidió la cuenta.

La chica guardaba sus papeles.

¿Sería lo que estaba pensando?

 

 

 

Hubo un año, en especial, que lo aburrió de sí mismo.

Se aburrió de la estatua que el humilde país había levantado con su cara, sus palabras, hasta sus chistes pícaros y un poco molientes. Ese año se aburrió de todo. De su mujer, de sus hijos. De las mujeres que siempre encontraban la manera de llevárselo a la cama.

De los viajes frecuentes al extranjero. De los amores en el extranjero.

Pensaba, a solas, cultivando el jardín o escuchando la radio, que había hecho un largo camino desde su modesto pueblito de campo. Pero no estaba orgulloso. No.

Ese año conoció a una mujer.

Una mujer que amaba sus cuentos pero no cedía a la simpleza de los poemas. Una mujer que lo rodeó con un aura de aquiescencia y no poco de remilgo. Una mujer que lo cautivó, lo dejó prendado, llenó sus noches, sus ensueños.

Pero que no se acostó con él.

Mira, se dijo, la única que me importa...

A ella dedicó uno de sus mejores libros.

Y se lo envió, con cierta inocente expectativa. Se lo envió con una dedicatoria especial, íntima, una docena de palabras que, alguna vez, le habían salido del corazón y no de la inconciencia. Esa dedicatoria —o, mejor dicho, esas palabras que él había decidido como un mensaje a esa mujer— era su verdadera estirpe.

La mujer le agradeció, desde luego.

Y nada más.

 

 

Ariel estaba indignado.

Su indignación no tenía en cuenta la veracidad de las cosas. La chica, por las razones que fueran, se estaba llevando al viejo a la cama. Era tan claro como que continuaría lloviendo toda la noche.

Pero él estaba enojado con el gran escritor.

Como si, por fin, se le hubiera interpuesto, ante los ojos, la exacta dimensión de tantas cosas, y entre ellas, la de la gente, en general, y entre la gente, la de las mujeres, en particular. Sí, las mujeres.

Quien ama a las mujeres no puede admitirles una debilidad tan ominosa.

Por delante del escritor y la chica, a unos metros, vio el foco rojizo de un albergue. Llovía con furia. Y él, fastidioso, caminaba detrás de la pareja. Molesto, enojado.

Apuró el paso.

Justo para llegar junto a ellos cuando ya ingresaban en el hotel.

Llamó al viejo escritor por su apellido. El hombre, campechano y sin temor, se volvió, curioso. Lo miró, a la expectativa.

Ariel tragó saliva. Hubiera querido irse. Pero, explotó:

— ¿Por qué?

El viejo, asombrado, bajó el escalón. La chica, indiferente, esperaba, alta, parada junto a un gran macetero, iluminada débilmente por la luz rojiza.

— ¿Por qué, qué, joven?

Ariel lo hubiera estrangulado.

— ¿Por qué tiene tanto éxito con las mujeres? ¿Por qué —y señaló a la chica— se abusa de ellas?

El viejo, más tranquilo, lo miró con cierta benigna picardía. Ariel hubiese jurado que, por primera vez, sentía el peso de una mirada especial. El viejo se lo llevó, del brazo, al medio de la vereda. Llovía fuerte, pero no parecía importarle.

— Tiene razón —le dijo.

— ¿Qué?

— Eso mismo, joven. Usted tiene razón. Pero, ¿sabe qué?

La chica, molesta, lo llamó. Por su apellido. El viejo le hizo una seña, breve.

— Esta chica, aunque usted no me crea, es la primera...

La chica volvió a llamarlo. El viejo sonrió.

— ¿La primera qué? —gritó Ariel, bajo el estrépito de la lluvia.

El viejo lo miró, esta vez con cierta severidad. Vio el libro —su libro— empapado, retorcido, en las manos de Ariel.

—No importa —dijo.

Y de un salto entró en el albergue.

 

   
             
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