P O R T A D A    
María de Lourdes Massimino
Composición de Eldígoras.    
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Esa tarde durmieron la siesta. “Un verdadero milagro”, pensó la abuela. Era la primera vez en años que lo hacían sin quejarse. Aún cuando los chicos eran grandes, para la anciana era una satisfacción verlos devorar su torta de nueces y chocolate. “Las nueces hacen bien, el chocolate da energías”, opinaba frente a la mesa de la cocina.

Cuando aquella mañana tocaron el timbre con sus caritas inocentes y sus rasgos apenas desdibujados por el paso de los años, Matilde reconoció de inmediato el saludo familiar.

—¡Abuelita, tanto tiempo!

¡Qué alegrón! Hacía años que la bruja de la nuera los había apartado de ella. No quiso preguntar; sólo aceptó de buen talante la sorpresa de la visita.

—Pasen, chicos, llegaron justo para tomar un rico café con leche.

Los muchachos se miraron de forma cómplice y no desobedecieron la orden cariñosa. Primero el exquisito desayuno con torta casera, luego las milanesas con puré para almorzar a las doce y treinta en punto. Ni se les cruzó por la cabeza rechazar el ofrecimiento de una cama limpia para dormir un rato. La gentil anfitriona los acompañó al cuarto que había sido de sus hijos, ahora ausentes, y les anunció que se recostaría una horita.

Idas y venidas en la vetusta casa de principios de siglo. Revuelo de cajones.

—No tiene nada… ¡pobre vieja…! Tan sólo recuerdos.

—¡Calláte, Nacho! Seguí buscando… alguna joya… el sobre con la guita de la jubilación… con eso y semejante morfi, ya estamos hechos…

La puerta chirrió quejosa en la sala de paredes cenicientas mientras manos expertas profanaban las pertenencias de la anciana.

Entre tanto alboroto, irrumpió una voz trémula:

—¡Estos chicos…! Como de costumbre… buscan los caramelos de leche que les compro siempre en el almacén de Don Tito…

Mentes veloces frente a la inocencia con arrugas.

—¡Siempre tan pícara esta abuelita…!

Risas nerviosas acompañan la claridad serena de la mirada de color verde.

—Pasa el tiempo pero, no han perdido las mañas. Vamos para la cocina, los guardo en el frasco azul de florcitas.

“¿Cómo no se nos ocurrió?”, mascullan entre dientes. Siguiendo los pasos inseguros de la mujer entrada en años, los amantes de lo ajeno acechan como hienas hambrientas.

—Dame una mano, hijo… Están detrás del azúcar… Sí, es ese… alcánzamelo…

Una voz entusiasta, revela en sordina, la existencia de un robusto sobre con membrete en la parte posterior del estante de los platos.

—Déjeme prepararle un rico té con miel, abuela…

—¿Qué hacés, flaco? (la vieja se va a apiolar)

—Seguíme la corriente, gilún…

—No vas a aflojar justo ahora, ¿no? (¡¡este y sus ideas brillantes!!)

La anciana de cabellos grises está conmovida.

—¡Qué dulzura estos nietos!

La abuela está sentada a la mesa, el agua rompió el hervor en la pava. En la pequeña taza las hebras tiñen con paciencia siniestra el líquido humeante, las gotitas adicionales darán por concluido el trabajo.

La sonrisa luce plácida en el rostro de porcelana. El cuerpo laxo de la mujer fue acomodado con delicadeza sobre la cama de roble. Pasarán días hasta que alguien descubra el deceso. “Muerte natural”, nadie podrá sospechar lo contrario; la casa está en orden, la cerradura intacta. Además, la sustancia letal no dejará la más mínima huella.

 

Mención de honor: Fundación Cátedra, noviembre de 2004
   
             
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