Fui atrapado en el hechizo de Don Quijote por primera vez y para el resto de mi vida en el mes junio de 1958. Sólo que mi relación de esos años con la obra cumbre de Cervantes empezó —como suele suceder con los amores tempranos— de manera prematura y clandestina. Pero, al contrario de lo que casi siempre ocurre con los noviazgos de adolescencia, mi vínculo con ese libro maravilloso, lejos de haber sido efímero, resultó duradero.
No tenía por aquellas épocas más de trece años y cursaba, junto con mi hermano gemelo, hoy profesor de literatura y escritor, el primer año de bachillerato en el Preseminario San Luis Gonzaga , de Elías. Empezaban las vacaciones de mitad de año. El informe de calificaciones que del colegio enviaron para la casa era tan alarmante, que no sólo echó a perder la algarabía que familiares y amigos armaron con motivo de nuestro regreso, sino que fue suficiente para arruinar el almuerzo de bienvenida que nuestra madre había cocinado aquel día para agasajarnos. El reporte de notas decía sin atenuantes que íbamos reprobando, a esas alturas del año, las asignaturas de aritmética, geometría y educación física.
Consumido más que de prisa y de la peor manera el sancocho de congratulación; enrarecido hasta lo insoportable el ambiente de la mesa familiar a causa del desastrado informe escolar, y sin importar los seis meses de reclusión en el rigor monástico del internado, nuestros padres diseñaron de inmediato un plan de contingencia para tratar de revertir lo que ya parecía inevitable: la pérdida del año. Para el efecto, y apelando más a la fuerza de su autoridad aún intacta que a los argumentos de nuestro escaso gusto de aquel entonces por esas disciplinas, nos confinaron durante ocho horas diarias en la soledad de nuestra alcoba a resolver restas soporíferas, divisiones laberínticas, así como a tratar de descifrar sin éxito teoremas herméticos. Lo que jamás estuvo en los cálculos de su premonición de padres ejemplares, fue nuestra afición secreta por la biblioteca de un tío viejo, sacerdote de reconocidos méritos pastorales y de grave talante levítico, con quien vivíamos por aquellos años, de cuyos anaqueles magníficos sustrajimos a hurtadillas, a fin de hacer más digerible el tedio de las horas de estudio, un libro primoroso, bellamente editado e incomparablemente ilustrado, sobre cuya pasta azul zafir, podía leerse en generosas letras doradas, de antiguo cuño heráldico: EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
El cambio de los manuales matemáticos por la lectura del libro dichoso marchó de maravillas hasta que el escándalo de las carcajadas que nos producía la lectura de algunas aventuras, junto con su exótico lenguaje, terminaron por delatarnos. Nos ahogábamos de la risa al tratar de leer en voz baja, a fin de no ser descubiertos, expresiones tales como " follón", "refocilarse", "este vuestro cautivo caballero", "fementida canalla", "bizmas, duelos y quebrantos". También contribuían a nuestros ataques de buen humor oraciones del siguiente calibre: "En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio..." ¿ Y qué les parece esta deliciosa maravilla?:
"Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido.."[1].
Aunque —fuera de lo anecdótico de las aventuras que, por lo demás, nos parecían divertidísimas— casi nada entendiéramos del fondo insondable de la obra, y mucho menos de la casi milagrosa técnica de su composición, el libro nos envolvió desde el primer momento en el prodigio acústico de su lenguaje, en la asombrosa musicalidad de sus frases, en la cadencia hechizante de sus palabras, y nos sumergió hasta la fascinación en la magia de lo que mucho más tarde entenderíamos como la percepción estética de lo grotesco y el desenmascaramiento de algunas de las formas en las que suele camuflarse la estupidez humana. No éramos capaces, por supuesto, a esa edad temprana de interpretación filosófica, histórica o literaria alguna y, en tanto no sospechábamos siquiera la existencia de esos significados recónditos y mucho menos de las herramientas indispensables para su esclarecimiento, jamás nos la formulamos. Nos limitábamos a leer y a reír hasta el agotamiento de nuestras fuerzas y, lo que ya resultó alarmante, al de la paciencia de nuestros padres, a quienes les pareció en algún momento que, en lugar de preocuparnos por nuestra deplorable situación académica en el colegio, habíamos decidido, a juzgar por nuestras risas, burlarnos de manera desafiante de su orden de repasar las matemáticas.
Alarmados el par de viejos y más que puestos sobre aviso sobre lo que se les venía encima si no corregían a tiempo el escándalo de nuestras carcajadas clandestinas, recurrieron entonces a la inapelable autoridad eclesiástica del tío monseñor, el cual, con el ceño adusto y la dicción severa, nos ordenó ir hasta su biblioteca y, una vez allí, llenados los preámbulos formales que son de rigor en caso de amonestación canónica, nos reprendió con acritud por nuestra, a su parecer, conducta reprobable, y nos advirtió en términos perentorios acerca de los peligros teológicos, filosóficos y morales que implicaba la lectura inconsulta y ligera de la obra de Cervantes para un niño de nuestra edad. " Hay en ese libro sabio y peligroso — nos dijo con su magnífica voz de predicador— pasajes inconvenientes, situaciones escabrosas; abundan, por desgracia, en esa obra expresiones inmorales, locuciones obscenas, términos sicalípticos, ofensivos a los oídos limpios de niños que, como ustedes, aspiran a la dignidad del altar". Como sospechó por la perplejidad de nuestros ojos y la suspensión de nuestro gesto que, tal vez, no entendiéramos el alcance y sentido de sus palabras, prosiguió: En cierto pasaje, cuya ubicación no recuerdo (y con razón, pues Cervantes jamás tal cosa escribió), don Quijote llegó a una venta donde un palurdo, vulgar y analfabeta, golpeaba con brutalidad a su concubina. Cuando, como era de esperarse, el hidalgo la defendía del jayán, no sólo con la fuerza de su brazo, sino con el argumento gentil de que una dama de su inteligencia, de su celestial hermosura y de su linaje limpio y encumbrado, no merecía enredarse en amores torpes con un canalla de tan soez condición, sino que, por el contrario, era merecedora de un pretendiente joven, bello, rico, letrado pero, sobre todo, óiganlo bien, buen cristiano, ella —remató el tío con oblicua sonrisa- dizque le respondió: "Para lo que lo necesito yo éste sabe más que Aristóteles". Cuando nos retirábamos de sus aposentos impregnados por el aroma intemporal de tantos libros, abrumados por la dureza de la reprensión, pero sobre todo porque nos dábamos cuenta de que aquella vez tampoco alcanzamos a entender el significado de " ciertas cosas " de El Quijote, y, muchísimo menos, en dónde estaba la malicia, el peligro moral, el error doctrinal del ejemplo que había traído a cuento nuestro tío, le escuchamos susurrar, como si de manera brusca hubiera pasado del rigor del enojo a un estado de beatífica contemplación; como si en ese breve lapso, que por el brillo de sus ojos viejos intuimos era de placer, hubiera sufrido una súbita transfiguración; como si, olvidado ya de sus sobrinos, estuviera en el plan de hablar consigo mismo, recitó en voz baja, lenta y muy sonable, en una especie de murmullo tenue y acariciador:
"—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban de él;
princesas, de su rocino"[2].
Ya en la Universidad Pedagógica Nacional, en 1971, y en el marco de mis estudios de licenciatura, volví a encontrarme con Cervantes, esta vez en la clase de don Pepe, un chapetón republicano de rostro seráfico y lengua de alacrán, prófugo a última hora de la carnicería brutal que fue la guerra civil española y virulento contradictor de la dictadura del Generalísimo Franco, de quien era fama —contaba él— se complacía en adornarse ante las multitudes que lo vitoreaban con el título discreto de Caudillo de España, por la gracia de Dios.
Esta segunda aproximación a la creación maestra de don Miguel, y primera a la de sus Novelas Ejemplares y obra de teatro, ocurrió, pues, como era de esperarse en la universidad, de manera más o menos seria y sistemática, aunque algo despistada. Ocurre que don Pepe , pese a su simpatía contagiosa y a su bonhomía; no obstante ser él mismo un notable lector, no era propiamente un maestro de literatura en el sentido profesional del término. Era más bien un librepensador culto, un conversador delicioso, un político y humanista de izquierdas, escampado bajo el alero de la cátedra universitaria a causa de las urgencias del exilio y aquerenciado en el abrevadero de la literatura, más por necesidad de supervivencia que por opción profesional. En consecuencia, sus conocimientos literarios del Siglo de Oro —no obstante su entusiasmo por la obra de Cervantes— no iban más allá de los del aficionado erudito, aunque —él sabrá perdonar mi franqueza- poco actualizado.
Con don Pepe aprendimos casi todos los lugares comunes sobre El Quijote , los tópicos clásicos más socorridos que la crítica tradicional suele ofrecernos sobre Cervantes y su obra. Me refiero a esa crítica literaria antediluviana, que todavía en los años setenta se permitía y —lo que ya resulta deplorable— se permite aún por parte de algunos profesores, presentar sin rubor alguno el complejo problema cervantino a través de las opiniones de ciertos críticos, más escuchados de lo conveniente, de los que nos ocuparemos luego, adscritos, como ya lo insinué, a la prehistoria de los estudios cervantescos.
Tales profesores, entre los que lamento incluir al querido maestro español, solían y suelen orientar la visión y análisis de Don Quijote ignorando el giro radical que dio la crítica literaria en relación con la obra de don Miguel a partir de los aportes definitivos que Américo Castro hizo en dos obras fundamentales: El pensamiento de Cervantes, cuya primera edición data de 1925 y, Hacia Cervantes , impreso en Madrid en 1957. Estos estudios y análisis de la novela de Cervantes, anteriores a la aparición de la trascendental obra crítica de Castro, se mueven por lo general dentro de un ambiente hostil a todo intento de situar al manco insigne en una zona de lúcida conciencia artística y de nítida ubicación intelectual en relación con los problemas más lacerantes y de mayor pertinencia en la España y en la Europa de los años seiscientos, y en sintonía con los acontecimientos e ideas matrices que hacen parte esencial del entramado económico, sociopolítico, filosófico, científico, estético y literario de esos años convulsos, en los que está aún en juego la suerte definitiva del mundo de la modernidad.
En efecto, los años prósperos, alegres y optimistas de la Europa renacentista se han ido transformando en las últimas décadas del siglo XVI y a medida que avanza el XVII, en crisis de enormes proporciones. A causa del mutuo accionar de la Reforma de Lutero por un lado y de la Contrarreforma del Concilio de Trento por el suyo, la unidad religiosa de Europa, paradigma hasta entonces del sentido de absoluto propio del mundo católico medieval, estalla en mil pedazos. La arremetida ideológica ultraconservadora y nefasta de la Contrarreforma no tardará en hacer sentir sus efectos nocivos, hasta incidir de manera notable en las actitudes religiosas, filosóficas y artísticas de Europa, pero muy especialmente de España, y frente a cuyas consecuencias e implicaciones, como veremos, Cervantes de ninguna manera pudo ser ajeno.
En el ámbito económico español soplan vientos de tormenta: mientras crece de manera importante la población, la economía sigue siendo esencialmente agraria, con la consiguiente secuela de carestías y de hambrunas. Las clases sociales se distancian cada vez más: el enfrentamiento entre la antigua nobleza terrateniente y la burguesía en ascenso se torna insostenible. La solución que se pretende, a fin de evitar la catástrofe, es complicada y difícil. Desde la autoridad del estado se intenta una mezcla explosiva: lo político, en contubernio con lo religioso, pretende en vano enderezar la vida económica y social de la nación. El otrora glorioso imperio español, en cuyos dominios, según proclamaba el Emperador Carlos V, jamás se ponía el sol, empieza su melancólico declive hacia el fondo del abismo, hacia la vergüenza de la bancarrota total y hacia el umbral mismo de su disolución, no obstante el enorme prestigio literario y artístico de su Siglo de Oro, con don Miguel de Cervantes a la cabeza, y flanqueado de cerca por los pesos pesados de las letras barrocas hispanas: don Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Pedro Calderón de Barca y don Luis de Góngora.
Mientras el protagonismo mundial de España se desvanece poco a poco, Inglaterra, Francia y otros países, naciones que no en vano asumieron en forma más coherente la infraestructura y la ideología burguesas de la modernidad, empiezan a mostrar sus dientes como futuras potencias europeas, a contrapelo, inclusive, de la agudización de sus propias contradicciones sociales y cuyo desenlace definitivo lo veremos unos años más tarde en la pavorosa conflagración en la que abrasaría a Francia la revolución de 1789.
En el campo político el panorama no es mejor: las modernas naciones surgidas en el siglo XVI luchan por romper la férrea hegemonía de los Habsburgo de los años quinientos y de los Borbones de los seiscientos, sin perder de vista la aspiración al dominio comercial y militar de los mares del mundo. El desastre de la Armada Invencible es un ejemplo elocuente.
De todas maneras, y a pesar de ser una época especialmente turbulenta, la sociedad europea del siglo XVII logra avances significativos en las ciencias, en las artes, en la filosofía: es el siglo de los grandes ingenios en todos los ramos del saber y de la cultura. Es el gran siglo de Leibniz, de Spinoza y de Isaac Newton. Es la época esplendorosa de Velázquez, pero también del impresionante estro musical de Haendel y, sobre todo, del genio oceánico de un alemán de resonancias, cósmicas llamado Juan Sebastián Bach. Shakespeare deslumbra al mundo con su dramaturgia desde la Inglaterra isabelina. Los avances de la ciencia positiva y de la filosofía modernas -a despecho del estancamiento y aun del retroceso que éstas sufrieron en territorio hispano a causa, sobre todo, de la Contrarreforma— empiezan a dar sus frutos con la aparición de una tecnología incipiente, que hará eclosión años más tarde en Inglaterra bajo la forma de revolución industrial y que redundará, con sus más y con sus menos, en un mejor nivel de vida para las gentes de esos países, hasta dibujar la fisonomía definitiva con la que serán conocidos en adelante los pueblos y naciones modernos de la tierra. Y, para rematar, para beneficio de ella y para calamidad de buena parte del resto del mundo, a la que pertenecemos nosotros, Europa, como civilización y como cultura, impondrá de manera definitiva y aplastante su llamada civilización cristiana de occidente.
Lo curioso, por decir lo menos, es que frente a este panorama del que seguramente deberían estar enterados a través de la historia estos críticos despistados de don Miguel, nada de esto infirieron con respecto a su vida, nada sospecharon en relación con su escritura, muy a pesar de las pistas y rastros, sutiles pero significativos, que él dejó regados a lo largo y ancho de todo su libro. No en vano la crítica más actualizada, posterior a don Américo, está de acuerdo en que no sólo no hay en la obra de Cervantes aspecto y detalle que no hayan sido cuidadosamente pensados por él, sino, y esto es lo más importante, que el alcalaíno —como lo demostrará de manera convincente el propio Castro— nos ha dejado el plano preciso de sus construcciones[3].
Cierto sentido de la suspicacia o, al menos, la ausencia de prejuicios y lugares comunes, tal vez les hubiera permitido a estos analistas poner en relación el convulso y apasionante mundo del que Cervantes hizo parte con las claves magistrales de su escritura. ¿Miopía intelectual? ¿Falta de luces suficientes? Posiblemente ambas cosas. Porque lo que sí cuesta trabajo entender, mas de ninguna manera descartar al menos en algunos casos, es que tamaña injusticia con el escritor y cortedad de vista tan alarmante frente a los alcances de su novela, fueran tan sólo producto de oscura, aunque humana, mezquindad. Lo que sí está ahí, de bulto, tan grande y evidente como una catedral, es el hecho de que a esos críticos desorientados jamás se les ocurrió que don Miguel pudiera ser un escritor de singular lucidez y de vastísima cultura literaria, habida cuenta del hombre de armas y de letras que fue al servicio de un imperio que él supo defender con sinceridad, ardentía y entusiasmo, no sólo al alto precio de infinidad de sinsabores, entre los cuales no es de los menores su cruel cautiverio en Argel, sino a costa de su mismísima mano izquierda; imperio de cuyo derrumbe aparatoso alcanzó a ser testigo, hasta el punto de dejar impresos en su Don Quijote los signos de tan colosal naufragio entreverados como luminarias celestes en el firmamento de su vastísima erudición. Y lo hizo como correspondía a su muy original talante humano y a su formidable personalidad creadora: con sorna y con disimulo, como entre en broma y en serio; con la sutil y amarga ironía del desilusionado que deviene en la sonrisa ambigua del escéptico, que ya no está para permitirse la estridencia obvia de la carcajada; todo ello con destino a lectores capaces de leer entre líneas , de la catadura de aquellos que, como nos dice el evangelio, " si pueden entender, que entiendan ".
Volviendo a nuestros analistas de marras, se trata de las conocidas opiniones de don Marcelino Menéndez y Pelayo, tanto en sus Ideas Estéticas (1896) como en sus Orígenes de la novela, pero en lo relativo estrictamente a los alcances socio-históricos, políticos, filosóficos y científicos de Cervantes; de ninguna manera en lo que respecta a su erudición literaria, aspecto sobre el cual el crítico español no parece abrigar duda alguna; de Morel-Fatio, en sus Études sur l' Espagne (1895) y, sobre todo, de don Miguel de Unamuno, en Vida de don Quijote (1905). La visión crítica de estos autores, en su conjunto, podría resumirse —haciendo abstracción de matices particulares de apreciación— en la tristemente célebre, injusta y delirante tesis del "Ingenio lego", término acuñado, en opinión de Mirta Aguirre, por Tamayo de Vargas[4]. Tal embeleco, desmontado de manera lúcida por don Américo, ha contribuido a difundir la idea de un Cervantes inferior a su obra[5]. Según esos autores, resulta que después de viejo don Miguel, si es que se puede llamar viejo a un hombre de 57 años, sin mayores pergaminos literarios qué mostrar, toda vez que llevaba veinte años justos de silencio después de publicada de la primera parte de su Galatea, nos sale de la noche a la mañana con una novela formidable, sin que nadie acierte a saber a ciencia cierta de dónde, cómo, ni por qué, habida cuenta de que, según esos analistas, antes de publicar su Don Quijote , el autor había demostrado con creces ser un escritor mediocre, "... un español más de su época, no de los más cultos, sino de los más vulgares, que no tuvo tiempo de instruirse mucho, y que por milagro del genio tutelar de los grandes vates, produjo una maravillosa obra de fantasía, que no necesitaba para su elaboración sino eso, fantasía"[6]. "Nos hallamos, pues , (sigue comentando Castro) ante un Cervantes vulgar en cuanto al intelecto o a la cultura, pero inconscientemente genial"[7].
En otras palabras, a ese tal Cervantes, modestísimo escritor —qué hombre tan de buenas— le sonó la flauta con su Don Quijote. ¿Y cómo pudo ocurrir tan singular prodigio? Pues seguramente, pensarían aquellos, por alguno de esos arcanos insondables del destino con los que de tiempo en tiempo las musas suelen aparejar de inspiración —ya que no de talento ni de sabiduría— a muy contados de sus elegidos.
Pero este panorama cambió para mí de manera definitiva cuando me encontré por tercera vez con El Ingenioso Hidalgo en 1978, en el marco de mis estudios de postgrado en la Universidad del Norte de Iowa, bajo la experta baquianía del doctor George Zucker, un brillante como profundo conocedor de la obra de Cervantes. Este maestro de Literatura del Siglo de Oro, hoy jubilado, típico ejemplar de la academia norteamericana, quiero decir, puntual, estricto, meticuloso, muy bien informado, perfectamente bilingüe y nada emocional, nos hizo leer de nuevo Don Quijote, pero esta vez en una pulcra edición del texto cervantino impresa en el español del siglo XVII, que, como todos sabemos, fue el original en el que lo compuso su autor, a despecho de esas adaptaciones del libro a nuestro español de hoy, cuando no de atroces mutilaciones sinópticas de la novela, que avezados mercachifles del agache en complicidad con traficantes de editoriales piratas, suelen ofrecer a colegiales y universitarios para escarnio de Cervantes, beneficio de sus bolsillos y regocijo de la haraganería escolar.
Pues bien, este genuino profesor anglosajón, perfeccionista y flemático, con cara de niño viejo y cuerpo de gigantón, capaz de devolver una tesis de grado por una coma mal puesta, además de ubicarme con toda claridad y precisión en el inconmensurable mapa de los estudios cervantinos, me hizo el grande favor de ponerme en el camino correcto hacia la comprensión del sentido más profundo y perturbador de la novela, del arte prodigioso de su composición y de las claves fundamentales para descifrar el complejo universo en el que nació, vivió, leyó, sufrió y escribió don Miguel de Cervantes Saavedra.
El doctor Zucker nos mostró de manera diáfana que una obra como Don Quijote , con un éxito editorial tan arrollador desde el momento mismo de su aparición —no importa que los lectores de 1605 no hubieran podido ver en ella más que el río de gracia y de comicidad que brota de sus páginas— como quiera que en el mismo año de su aparición hubo ya otra edición madrileña, dos valencianas y tres portuguesas; que muy pocos años después, desde cuando Thomas Shelton la tradujo al inglés y hasta nuestros días, ha sido capaz de producir una avalancha editorial en todas las lenguas y formatos, con destino a millones de lectores de las más diversas culturas y países, de tal manera y a tal punto que, en cuanto al número de ediciones, Don Quijote sólo cede su primer lugar en occidente al que ocupa la Biblia, y obra que, como si no fuera suficiente, ha sido capaz de producir —sin temor de caer en tentación de hipérbole— una verdadera montaña de estudios críticos, de análisis y de comentarios de toda índole y calidad con el fin de ser sometida, tal vez como ninguna otra en la historia de la literatura universal, al escrutinio de la lupa analítica, capítulo por capítulo, párrafo por párrafo, y hasta frase por frase, y cuyo corpus crítico total rebasa en mucho la capacidad de lectura y estudio del más avezado y tenaz de los especialistas... Una obra así, nos decía una y otra vez Zucker en su español correcto y agringado y sin rastro de emoción alguna ni su cara ni en su voz, no puede ser jamás, bajo ninguna condición, producto del azar y sí creación original de una poderosísima personalidad literaria, singularmente lúcida y bien informada, plenamente consciente, en su conjunto, de lo que finalmente escribió, en apoyo de todo lo cual solía remitirnos a las siguientes palabras de Leo Spitzer:
No fue Italia con su Ariosto y su Tasso, ni Francia con su Rabelais y su Ronsard, sino España la que nos dio una novela que es un canto y un monumento al escritor en cuanto escritor, en cuanto artista. Porque no nos llamemos a engaño: el protagonista de esta novela no es realmente Don Quijote(...), ni mucho menos ninguna otra de las figuras centrales de los episodios ilusionistas intercalados en la novela: el verdadero héroe de la novela es Cervantes en persona, el artista que combina un arte de crítica y de ilusión conforme a su libérrima voluntad. Desde el instante en que abrimos el libro hasta el momento en que lo cerramos, sentimos que hay allí un poder invisible y omnipotente que nos lleva a donde y como quiere[8].
La creencia ingenua según la cual Don Quijote es una novela de fácil construcción episódica, desprovista de complicaciones mayores en cuanto a la creación conceptual, armazón estructural y técnicas narrativas se refiere; de carácter unívoco, quiero decir, para ser leída sólo en el sentido que nos propone su lectura textual, sin que nos sea posible ir más allá de él a fin de desenterrar algunas pistas que nos conduzcan a la elucidación y crítica de la compleja realidad de su tiempo, a no ser -nos advierten con severidad esos críticos— que queramos violentar el texto hasta obligarlo a extremos de inadmisible como esotérica interpretación, es hoy en día radicalmente insostenible, pues ya están identificadas y muy bien estudiadas por la crítica contemporánea, tanto la asombrosa complejidad de la escritura cervantina, como las múltiples y originales habilidades técnicas con las cuales Cervantes se solaza --casi que de manera juguetona— en orientar, y, en no pocos casos, despistar la atención de su, como dice el prólogo con el que empieza su libro, desocupado lector .
Que Cervantes fue hombre de muchas lecturas no cabe la menor duda. Un seguimiento cuidadoso no sólo de su Don Quijote sino del resto de su producción literaria, nos llevará a la conclusión de que el hijo de Alcalá de Henares se había leído la casi totalidad de las obras de la literatura universal que valían la pena, y otras que no valían tanto, desde los griegos hasta el momento en el que escribió. Vicente de los Ríos, Fernández de Navarrete, Pellicer, Clemencín, Rodríguez Marín, Adolfo Bonilla, Rodolfo Schevill y Paul Hazard, entre otros, están más que convencidos de que no hay en El Quijote nada inocente, nada gratuito ni espontáneo; ningún pasaje que no tenga en sus entrañas profundas resonancias de la cultura antigua y medieval, ecos memorables de los grandes clásicos, y cuyos antecedentes no seamos capaces de descubrir en Ariosto, Tasso, Homero, Horacio, Séneca, Virgilio, Platón, Aristóteles, Dante, Petrarca, Garcilaso, De Rojas o León Hebreo.
Este presunto indocto —nos dice Mirta Aguirre en alusión al aporte cervantesco- llevó a cabo, entre burlas y veras, una suprema lección para letrados. Puso la dignidad de la prosa a alturas épicas, haciendo que el español llevase, antonomásicamente, su propio nombre. Reveló que, revestida por ropajes nuevos, podía existir la epopeya moderna, y que el vehículo idóneo para ello era la novela. Liquidó las balbuceantes ejecuciones parciales obtenidas por ésta hasta su día —pastoril, bizantina, caballeresca, sentimental- para reconducir lo novelístico al campo de los grandes temas y de los viejos grandes recursos epopéyicos, inyectándoles sangre contemporánea. ...Demostró lo que podía extraerse al fundir la tradición realista y nacional del Libro de buen amor, del Corbacho, del Lazarillo, del romancero y de los dichos de las 'viejas tras el fuego', con la línea culta, renacentista, italianizante, inaugurada por Garcilaso y por Boscán. Trazó rutas a la novela psicológica y a la novela filosófica. Superó a la Celestina, Maduró para los románticos, que mucho después arribarían, tipos como el del soñador estrellado contra la realidad... Desenvolvió como nadie el tema barroco del desengaño, haciendo del binomio verdad mentira -ilusión y realidad, lucidez y locura, experiencia y fe, cobardía y coraje, duda y certidumbre, ridiculez y grandeza-un girasol inagotable para decenas de generaciones. Elevó el pequeño cuadro instantáneo de costumbres a gran lienzo dinámico social. Acuñó el grotesco. Y enseñó a los que vendrían más tarde cómo se trazan y se trenzan caracteres, y cómo la acción novelística no es, no debe ser, mera yuxtaposición acumulativa de sucesos sino, sobre todo, devenir evolutivo de esos caracteres o pretexto que ponga a flote su esencialidad.
Aunque dicho así, a vuela pluma - remata bellamente Mirta Aguirre - cualquiera puede ver que el Manco de Lepanto fue el egregio descubridor de un Nuevo Mundo literario[9].
Pero, si me preguntan ustedes dónde está, a mi juicio, la llave maestra que nos permita abrir y desplegar en todo el esplendor de su magnificencia la novela madre de todas las novelas, no dudaría en responderles, sin desmedro de lo dicho hasta ahora y más bien apoyándome en todo lo anterior a manera de premisas, que esa clave no es otra que su desconcertante y radical ambigüedad.
Para que empecemos a conversar sobre el particular, permítanme ustedes tomar en préstamo las palabras memorables con las cuales dio inicio Jorge Luis Borges a su no menos célebre conferencia sobre la poesía, aquella noche del 13 de julio de l977, en el teatro Coliseo de Buenos Aires. Dicen así:
El panteísta irlandés Escoto Erígena dijo que la Sagrada Escritura encierra un número infinito de sentidos y la comparó con el plumaje tornasolado del pavo real. Siglos después un cabalista español dijo que Dios hizo la Escritura para cada uno de los hombres de Israel y por consiguiente hay tantas Biblias como lectores de la Biblia. Lo cual puede admitirse si pensamos que es autor de la Biblia y del destino de cada uno de sus lectores. Cabe pensar que estas dos sentencias, la del plumaje tornasolado del pavo real de Escoto Erígena, y la de tantas Escrituras como lectores del cabalista español, son dos pruebas, de la imaginación celta la primera y de la imaginación oriental la segunda. Pero me atrevo a decir que son exactas, no sólo en lo referente a la Escritura sino en lo referente a cualquier libro digno de ser releído [10].
He citado estas extraordinarias palabras de Borges porque Don Quijote, por derecho propio, así como la Comedia o como Cien Años de Soledad, para citar sólo otros dos ejemplos excelsos, es uno de los pocos libros digno de ser releído. Desde hace ya bastante tiempo, tal vez desde mis clases con el doctor Zucker, empecé a sospechar, y años más tarde a confirmar, que el libro de Cervantes, a la manera del plumaje tornasolado del pavo real, es susceptible de al menos tres interpretaciones o sentidos posibles, gracias a tres potenciales lecturas, cada una de las cuales, como veremos, depende del ángulo o perspectiva desde la cual nos ubiquemos, bien sea para observar la cambiante iridiscencia en las plumas espléndidas del pavo, bien para "leer" los varios sentidos que esperan allí escondidos, entre las líneas centelleantes y policromas del texto cervantino. Me voy a referir con brevedad a cada uno de ellos.
Ya sabemos que la primera y única impresión que a partir de l605 y, tal vez, hasta el Romanticismo, se llevaron los contemporáneos de Cervantes acerca de su obra, era la de que se trataba de una sátira llena de gracia y de comicidad, rebosante de humor, destinada a atacar sin tregua ni compasión las todavía por aquellos años populares aunque ya desprestigiadas novelas de caballería, de las cuales, no lo olvidemos, el mismo don Miguel fue consumado lector. Estamos, pues, en presencia de una primera lectura cuyo nombre más apropiado, tal vez, sea el de lectura o interpretación paródico-humorística. Esta primera manera de "leer" Don Quijote , la más obvia y aparentemente elemental de las tres, está articulada a partir de una intención explícita de su autor en el sentido de acabar de una vez por todas con este género de novela; intención que toma forma, se materializa, a través de una lectura estrictamente textual, cuya estructura narrativa es de naturaleza paródica. En efecto, lo que hace Cervantes en este primer plano o nivel de escritura no es cosa diferente a la de parodiar, quiero decir, remedar de manera burlona el universo narrativo, esto es, la cosmovisión, las aventuras, el lenguaje y el estilo de dicho género de novelas. El artificio no puede ser más original y sorprendente, si ponemos atención al mecanismo de su funcionamiento y al resultado final de semejante juego: una explosión de humor incontenible, capaz no sólo de doblar de la risa a cualquier lector atento y bien sintonizado con la época, sino con la dinamita suficiente como para pulverizar, en su momento, no sólo la afición por la lectura de los tales libros, sino cualquier intento de escritura de ese género por parte de algún otro posible escritor. No en vano —¡Qué maravilla!— Cervantes escribió, así fuera al revés, la última de las novelas de caballería. ¿Y cómo lo hizo? Pues sin querer queriendo , como diría el Chavo del Ocho. En efecto, la clave para explicarnos el demoledor y explosivo efecto de la risa sobre la existencia y la consistencia de este tipo de novelas, no es otra que la violenta contraposición mental que supone por parte del lector, la comparación entre el aparatoso, ridículo y patético desastre en el que se convierte la pretensión de don Quijote de convertirse en caballero andante, frente a las brillantes ejecutorias de que supuestamente era capaz la estirpe de caballeros y superhéroes que, como Amadís de Gaula, Tirante el Blanco, Belianís de Grecia, Florismarte de Hircania, Palmerín de Inglaterra o el Caballero Platir poblaban esa literatura fantasiosa. En esencia el mismo artificio que —con mil perdones de Cervantes y más que guardadas las debidas proporciones- nos permite reírnos de Superman a costa del Chapulín Colorado y, si queremos ser no tan sutiles, burlarnos de Chapulín a costa de Superman.
Y, ¿bajo qué presupuestos teóricos escribió el autor de Don Quijote sátira tan fenomenal? Ya quisiera tener el tiempo suficiente para responderles. Permítanme, sin embargo, una breve aproximación. El punto de partida de Cervantes en estas materias, nos advierte Américo Castro, es la clásica distinción estética entre armonía y disonancia[11], en los sentidos grecolatino y renacentista de estos dos términos, que dicen relación de identidad o de contradicción de nuestra razón frente a lo que percibimos, suponemos, pensamos y nombramos como lo real. En otras palabras, y para el caso de la literatura, es la concordancia o discrepancia de lo real posible, esto es, de lo verosímil, materia por excelencia de la poesía, con las leyes aristotélicas de la lógica. En este sentido, Cervantes adhiere con firmeza a las ideas filosóficas y estéticas de una época que ya no reconoce fuero alguno al instinto, que tiene sus reservas frente a las llamadas "verdades de fe", por estar el escritor literalmente impregnado del amor a la divina razón, conquista suprema del Renacimiento e impronta inconfundible del espíritu racionalista de la modernidad. ¿Y a qué fuentes inmediatas debe Cervantes esta herencia? Pues a la filosofía poética del Pinciano y de León Hebreo, para quienes la imitación de la naturaleza, por supuesto que no en el sentido ingenuo de copia, la verosimilitud y la poesía, entendida ésta como suma y compendio de todas las ciencias, constituyen el predicamento básico sobre el que se edifica toda literatura que aspire a la perennidad.
Ya en la Italia del siglo XV, nos advierte Castro, convivieron de manera pacífica, al menos durante algún tiempo, dos formas de literatura, dos concepciones del arte diferentes: la idealista o heroico-trágica y la realista o histórico-cómica. La primera aspiraba a lo mítico universal, a lo eterno, y de ella se ocupaba de manera exclusiva el poeta, a quien estaba reservado el excelso destino de mostrarnos lo ideal posible, lo verosímil, lo incorruptible; esa chispa de eternidad que puede advertirse desde Platón en el deber ser como posibilidad absoluta del Ser, frente a los seres comunes y corrientes de este mundo sensible, prosaico, imperfecto y circunstancial. Es el deber ser, materia de lo poético universal, frente al devenir de los entes en la contingencia diaria de la realidad cotidiana, en la circunstancia particular de la vida concreta de los hombres, y cuya memoria escrita es competencia, ya no del poeta, sino de la pluma más modesta del historiador.
Pero, en determinado momento, ya cerca del siglo XVI, vino un punto de quiebre, el cual, por supuesto, hay que vincular de manera muy fuerte con lo que conocemos como el nacimiento de la modernidad. Es el punto de fractura en el cual la visión crítica e inmanente, vulgar y prosaica de la vida se abalanzó sobre la visión supraterrena, trascendente e idealista, propia de los siglos medios, para que, como dice don Américo, "agarrándola por sus propios pies", le diera un violento jalón hacia abajo. En gracia de esta dinámica, el ideal poético ya desacralizado, esto es, desmitificado, se precipita por la vertiente de lo cómico, a través de lo que el mismo Castro llama función de plano inclinado , y cuyo resultado podemos ver de manera palpable en La Celestina, en El elogio de la locura y, más tarde, en El Lazarillo de Tormes. Se trata, a mi entender, de la destitución del clásico héroe paradigmático medieval a manos del antihéroe, verdadero golpe de estado al orden literario, vigente todavía en aquellos años quinientos, y prerrequisito filosófico y estético de buena parte de la literatura de la modernidad.
Pero, precisamente a causa de la irrupción del espíritu moderno dentro del intenso y monolítico mundo medieval, otro peligro grave acechaba a la literatura idealista, hasta poco antes alter ego del espíritu católico feudal, cuyo centro de gravitación debería girar alrededor del talante, virtudes y gestas heroicas del clásico caballero cristiano. Ocurre que, en concepto de teólogos y moralistas, esta literatura profana, antropocéntrica y, en algunos pocos casos, hasta libidinosa y sensual, estaba causando verdaderos estragos en la moral y sentido de trascendencia de los fieles cristianos de aquellos tiempos; peligro tanto más grave por cuanto esa literatura non sancta , se adornaba con los prestigiosos arreos intelectuales del antiguo mundo grecolatino y con el genio de los más egregios espíritus contemporáneos. Esas sospechosas letras del más acá, con sus caballeros, damas, batallas, lances amorosos, palafrenes, castillos y escuderos, llevaban con demasiada frecuencia a los devotos creyentes, via distractionis, al olvido de las arduas e intangibles verdades del más allá. En consecuencia, la Contrarreforma vigilará en adelante y de manera muy despierta a la literatura profana, con esta severa advertencia: Libri qui res lascivas seu obcoenas ex professo tractant, narrant aut docent (Los libros que de manera intencional tratan de cosas lascivas u obscenas, narran pero no enseñan). A lo cual los autores aludidos respondían con estas otras sagaces palabras de Marcial: Lasciva es nobis lingua, sed vita proba. (Nuestra lengua es lasciva, pero nuestra vida es austera). Si el sentido de lascivo lo extendemos aquí, como debe hacerse dentro del contexto del siglo XVI, no sólo a la literatura libidinosa y erótica sino también a la meramente mundana, entenderemos, entonces, el por qué para el Concilio de Trento era interés de máxima prioridad ponerle freno a la sensibilidad y a la fantasía de la literatura, que por su misma naturaleza pudiera, eventualmente, desviar a sus lectores del camino de la salvación. Este, y no otro, es el sentido de la feroz censura católica a las novelas de caballerías, en las cuales los confesores solían ver toda clase de peligros para la honestidad de las doncellas. Muchas de estas censuras acentuaban más que la supuesta inmoralidad, la falta de veracidad, e invitaban a sus autores a escribir historias verdaderas y ejemplares, esto es, verisímiles , en lugar de obras fantasiosas, en donde, por ejemplo, un caballero con un solo golpe de su espada era capaz de pasar a mejor vida a más de cuatrocientos de sus enemigos.
Observemos, de paso y nada más que en un detalle, el sentido profundamente irónico de Cervantes, cuando de manera reiterativa y maliciosa llama "verdadera historia" (que era lo que le pedía que escribiera Trento) a las prosas que se ocupan de los despropósitos de su hidalgo. Ya Mirta Aguirre, como veremos luego, nos advertirá acerca de otro sentido mucho más profundo, diferente de éste, en servicio del cual el ladino y resabiado manco utilizará la misma expresión: "verdadera historia".
Por lo pronto, y retornando al cauce principal de nuestra disertación, digamos que se puso de moda por estos años, y de la mano de la preceptiva aristotélico-tridentina, darle tratamiento de cosa divina a las obras escritas a la manera humana. En este sentido la Contrarreforma afectará de manera importante, no sólo el fondo sino también la técnica misma de la obra literaria. ¿Cómo encarará Cervantes desde la novela problema tan espinoso? Pues de la forma más original, a base de un hallazgo literario suyo de tan sagaz, sutil y ambigua naturaleza, como quiera que fue capaz de darle un giro radical, sin precedentes, a la concepción y escritura de la novela moderna, cuidándose muy bien, por una parte, de caer en sospechas de heterodoxia por parte del Santo Oficio, y lo que resulta, tal vez, más trascendental, por otra, sin renunciar un ápice al espíritu de la modernidad. Se trata de la adopción por parte del novelista del sistema de la doble verdad, que consiste, parafraseando a Castro, en despeñar de manera violenta pero sutil el ideal heroico medieval representado de manera ambivalente en don Quijote, que es un caballero, aunque al revés, con toda su carga ambigua de verdad poética con aspiración a mítica inmortalidad, por el desfiladero inmisericorde de lo cómico, es decir, de la inmediata, prosaica aunque lacerante verdad histórica que representa su escudero Sancho Panza.
Pero, un momento, señor, estará a punto de interrumpirme alguno de ustedes, levantando la mano: ¿Luego no acaba de decirnos que esta tendencia desmitificadora de lo heroico-poético a manos de lo prosaico-histórico ya era cosa aceptada en las vísperas del siglo XVI? Si eso es así, —continuará interpelando el posible preguntón— ¿en qué consiste, entonces, la supuesta originalidad cervantina? Pues, no se impaciente, amigo, y escuche con atención mi respuesta: Sucede que el genial don Miguel, con plena conciencia del problema con el que debe lidiar, decide tomar el toro por los cuernos y, al colocar a don Quijote en la vertiente poética y a Sancho en la histórica, dejará que sean ellos mismos y no su autor quienes pugnen por defender sus posiciones respectivas, convirtiendo semejante antagonismo, teórico-literario hasta entonces, en formidable conflicto vital, henchido de posibilidades, preñado de modernidad. Si bien don Quijote es quien habla en nombre de la poética y verosímil verdad universal, y Sancho Panza, desde su prosaica verdad histórica particular es quien intenta agarrarlo por los pies para despeñarlo violentamente por el plano inclinado de la comicidad, ¿cuál será, preguntamos, desde la perspectiva del propio autor, el resultado final? Cervantes, al contrario de lo que, sin dudarlo un instante, se hubiera apresurado a hacer cualquier otro atolondrado desde la visión catequístico-escolástica de las directrices de Trento, ansioso por tomar partido, por darnos cartilla en la solución de tan sustancioso asunto, prefiere callar, dejarnos en suspenso, quiero decir, utilizar el modernísimo recurso de plantear el asunto a la manera de problema abierto. Deja, pues, la solución de tamaño predicamento, la elucidación del resultado final de tan agudo conflicto, nada menos que en manos de su desocupado lector, quien no tendrá más remedio que esforzarse por optar frente a un sinnúmero de posibilidades que Cervantes despliega ante sus ojos perplejos a la manera de un abanico multicolor.
Pero, por genial que nos parezca el artificio de Cervantes al estructurar desde una intención explícita y de manera tan contundente, erudita y lúcida la parodia burlesca de las novelas de caballerías, eso sólo no hubiera bastado para darle al novelista la inmortalidad. El problema de la inverosimilitud de los caballeros andantes en ese género de literatura quedó sepultado en el olvido, es decir, dejó de interesarnos, desde que el mismo Cervantes lo liquidó para siempre. ¿Por qué entonces, Don Quijote sigue inquietándonos de manera tan persistente? Tal vez la clave de la respuesta pueda estar en la segunda lectura, esto es, en otra zona importante del plumaje tornasolado del pavo real.
Es Mirta Aguirre quien nos hace caer en cuenta que en el capítulo XLVIII de la Primera Parte, Cervantes pone en boca del canónigo de la manera más sutil y aparentemente inofensiva, una frase de trascendental importancia, en la cual, según ella, casi nadie se ha fijado, y que constituye nada más ni nada menos que el basamento teórico-literario más importante de toda la novela moderna: " ...que la épica —dice- tan bien puede escrebirse en prosa como en verso"[12]. No se trata aquí, como pudiera pensarse a la ligera, de si la Épica, como la Ilíada, tradicionalmente escrita en versos heroicos, en majestuosos hexámetros de arte mayor, pueda o no escribirse en prosa. El fondo de la cuestión, agrega Aguirre, es que Cervantes " enclava sin titubeos lo novelístico en la Épica"[13]. Estas son sus palabras:
Al desenvolver su Quijote, Cervantes no se limitó a escribir Épica en prosa sino que hizo también de la novela, empeñosamente, verdadera épica, al fundir de manera muy estrecha lo individual con lo colectivo, y lograr dar a la historia de un individuo carácter de síntesis de la problemática de una nación[14].
Para Hegel, en su Estética, la esencia de lo épico radica "en el conjunto de las creencias y de las ideas de un pueblo, su espíritu desarrollado bajo la forma del suceso real que es su cuadro vivo". Y por esta vía, pues, tenemos que el libro de Cervantes, que no es epopeya sino novela, o lo que es lo mismo, pura obra de ficción, se constituye en el gran libro nacional de España, en el cual, según el mismo Hegel, "un pueblo adquiere conciencia de sí mismo". El gran hallazgo de Cervantes consistió, desde esta perspectiva, en convertir la historia ficticia y personal de dos individuos, don Quijote y Sancho, en la historia de toda una nación. ¿A quién representa, entonces, desde este punto de vista don Quijote, ese loco anacrónico que pretende resucitar con la sola fuerza de su brazo el trasnochado ideal perdido de la caballería medieval? Ese loco anacrónico no es alguien diferente de la misma España, loca de delirios pretéritos, enferma de anacronismo, de espaldas a la modernidad. No de manera impune, en pleno siglo XVII, esta patética España de la Contrarreforma seguirá empeñada bajo Carlos V y Felipe II en el imposible histórico, en el despropósito moderno, en la quimera delirante, en la quijotada medieval de un imperio católico universal. En algo no muy diferente es en lo que don Quijote se empeña al enfrentar unos molinos de viento, que en su locura pretende gigantes, pese a las impotentes voces de alarma y a los gritos desesperados de Sancho Panza, advirtiéndole sobre las consecuencias desastrosas de tan demencial ceguera. Mientras a don Quijote tal necedad le costó que las aspas de uno de los molinos lo izaran por los aires para después descargarlo con rudeza contra el áspero suelo castellano, a España, su locura anacrónica le costó que Inglaterra la derribara de su encumbrado pedestal de vasto y poderoso imperio mundial. Si hacemos el ejercicio de poner a España frente al espejo del hidalgo derribado por el molino, ¿no será posible advertir allí, en lugar de don Quijote, a Felipe II, campeón mundial de la aspiración ya ilusa en el siglo XVI a la hegemonía de un imperio católico universal, dueño hasta entonces de los mares del mundo, vapuleado sin compasión por Inglaterra, en el desastre naval de la Armada Invencible?
Si seguimos el plano cervantino de las construcción novelesca que nos propone Américo Castro y fijamos nuestra atención con cierta sutileza en los planteamientos de Aguirre, no nos quedará muy difícil llegar a la conclusión de que, siguiendo el hilo secreto de una intención implícita, esto es, leyendo entre líneas, lo que quiso don Miguel, no fue tanto burlarse de las novelas de caballería (intención explícita), sino como lo dice de manera muy hermosa doña Mirta: "darle un golpe mortal al espíritu feudal"[15].
Pero ocurre que tanto el imperio melancólico y caduco del rey Felipe como el de sus ineptos sucesores yace sepultado desde hace tiempos en el fondo de los siglos pasados y, en consecuencia, hace rato dejó de ser de interés prioritario para quienes hoy leemos Don Quijote, como sin duda sí pudo haberlo sido para los contemporáneos del escritor. Si esa segunda lectura, la que llamamos histórico-social, de alguna manera ya no está tan vigente, a menos que la tomemos como algo digno de nuestra curiosidad histórica, ¿por qué, entonces, esa novela, tan desconcertantemente viva, sigue siendo después de cuatrocientos años digna de toda nuestra atención? Sin duda la responsabilidad de ese renovado interés por la novela hay que atribuirlo a la tercera y, tal vez, definitiva lectura de Don Quijote, es decir, a la zona, si no la más vistosa y colorida, sí la más honda, sugerente y perdurable del plumaje tornasolado del pavo real. Se trata de la dimensión filosófica y profundamente humana del libro, a la cual debe Cervantes, aún en estos tiempos, su lugar protagónico como novelista, y el que su obra aparezca inscrita, como pocas, en lugar tan eminente del paraninfo de la inmortalidad.
De entre la multitud de aspectos filosóficos y humanos que esta tercera lectura sugiere, he escogido para esta ocasión uno que desde hace años ha llamado mi atención y que está en consonancia plena con el título, propósito y temas desarrollados en esta conferencia. Se trata de encarar con toda determinación la pregunta definitiva: ¿Cuál es -si es que acaso tiene alguno— el sentido o significado último de la novela?
En un breve trabajo aparecido en la revista Hispanic Review, Angel del Río afirma que lo que finalmente Cervantes hace en su libro " es dar forma poética a la visión riquísima de una realidad problemática. De ahí, lo problemático del libro mismo, su carácter equívoco"[16].
Del Río piensa que la ley íntima del Quijote consiste en un estado de tensión constante "o más bien en un equilibrio prodigiosamente mantenido por el autor entre oposiciones radicales: ser-parecer; realidad-fantasía; locura-discreción; drama-comedia; lo sublime y lo grotesco, etc."[17]. Y pone de relieve a renglón seguido dos componentes fundamentales del arte cervantino: su penetrante sentido del humor y su asombrosa conciencia artística. De la conjunción de estos dos componentes, piensa del Río, procede el juego sutil al que se entrega Cervantes en cada línea de su libro, "como si quisiera restar toda trascendencia" a lo que cuenta, como entre en broma y en serio, y permítanme ustedes, una vez más, recurrir a la socorrida pero sugerente frase del Chavo, como sin querer queriendo
. " Lo específicamente cervantino —continúa Del Río— parece ser que los contrarios no tanto se oponen o se armonizan, como que andan juntos, que son inseparables "[18].
Muchas son las veces en las que Cervantes se refiere al problema de la verdad. El novelista es plenamente conciente, como lo estamos ahora con un sentido tal vez más agudo que entonces, de lo problemático que resulta discernir entre la realidad y la ilusión, quiero decir, entre lo real de la ilusión y lo ilusorio de la realidad. Por si alguna duda abrigaran ustedes acerca de tan perturbador problema, no es sino que se lo preguntemos a los físicos más actualizados, los cuales por estas fechas ya están bien lejos del confortable concepto de realidad material que heredamos de Isaac Newton, y bajo el cual nos refugiamos la inmensa mayoría de nosotros, a fin de eludir o, tal vez, de ignorar tan inquietante asunto. También podríamos conversar sobre el particular con algunos de los chamanes americanos y antropólogos amazónicos más serios para que nos den su particular versión del problema. Y si leemos el libro de Rodolfo Llinás, El cerebro y el mito del yo (Bogotá 2002), acerca de cómo funciona el cerebro humano en el acto de lo que comúnmente llamamos percepción e intelección de lo que es o suponemos es el mundo real, estoy casi seguro de que, una vez cerrado el libro del célebre neurocientífico colombiano, volveríamos a consultar la inquietante novela de Cervantes. Para Angel del Río, toda la Segunda Parte gira en torno al problema de poner sobre la mesa la discusión acerca de la naturaleza problemática de lo real y de lo ilusorio, la cual, a su vez, se desarrolla alrededor de tres asuntos de la mayor importancia y, yo añadiría, actualidad: el significado de la locura, la verdad en su doble plano, historia y poesía, es decir, realidad-ilusión y, finalmente, el carácter evasivo de la realidad refractada en múltiples planos. Cervantes debió ser consciente no sólo de lo difícil que es aproximarse a eso tan misterioso que suponemos es la realidad, sino de la abigarrada fantasmagoría que puede advertirse en los intentos de los hombres por acercarse a la aprehensión y comprensión de lo real, cada una de cuyas variantes tiene su justificación propia, aunque todas ellas por igual, como nos lo dijo muchas veces Borges desde la literatura y más recientemente Llinás desde de la neurociencia, sólo sean reflejo de otro reflejo, apariencia de otra apariencia, sueño de otro sueño: "eso que a ti te parece bacía de barbero —dice don Quijote- me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa".
Cervantes siente que el destino de los hombres, locos o cuerdos, en un mundo incierto, no tanto consiste en moverse entre sombras o puras apariencias, como entre una multiplicidad de realidades, perceptibles unas, soñadas otras, que al ser interpretadas de acuerdo con anhelos vitales —ilusiones, deseos, ideas, apetitos- producen percepciones diversas, efectos inesperados. Mi perspectiva, es decir, mi visión particular de la realidad es verdadera en cuanto mía, y en ese caso el arte de vivir consiste en saber manejar el posible conflicto que pueda producirse entre mi punto de vista y el de los demás, sin que sea posible en todos los casos decir quién es el loco y quién es el cuerdo. No queda más remedio que acostumbrarse uno a vivir dentro de esta percepción múltiple de la realidad y ser conciente de que tan loco es aquel que cree poseer el secreto del mundo, la única verdad posible, ya sea desde la religión, la filosofía, la ciencia, el arte o desde las ideologías, como aquel que está convencido de poder transformarlo a la medida de sus delirios.
Permítanme terminar este para mí gratísimo encuentro con cada uno de ustedes, dejándoles para que flote en los dominios de su inteligencia y de su imaginación —a la manera de una pluma ligera y juguetona— la pregunta, tal vez, más intrigante de todas cuantas podamos formularnos acerca de la novela maestra de Cervantes: ¿Cuál es el significado final, definitivo, de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha? Ignoro si su respuesta coincida o no con la mía. No importa. Si su percepción es diferente de la que tengo, nada grave, nada dramático ha ocurrido, puesto que —y precisamente para hacer honor a Cervantes— no estaría dispuesto a cometer el despropósito de prenderle candela al pajonal con el fin de buscar y, tal vez, jamás encontrar la insignificante aguja de nuestra pobre, falible y provisional verdad. Pero si ustedes me devuelven la pregunta, no dudaría en responderles que el significado último de esta novela inolvidable, para mí no es otro que el de reflejar la esencial complejidad de la vida humana. En otras palabras, Cervantes en su Don Quijote descubre la manera de llevar a la gran literatura la extrema incertidumbre de nuestra existencia, la inimaginable impermanencia de eso tan esquivo que llamamos "realidad" y que solemos identificar, a veces de manera tan apresurada y ligera, con ese otro enigma insondable y resbaladizo que llamamos "la verdad", quiero decir, con los diversos visajes, con los innumerables reflejos de que es capaz el plumaje tornasolado del pavo real.
Neiva, 12 de abril de 2005
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