PREMIO
IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA
PARACHUTES
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Sparks
suena de manera poco usual en la morgue. El sonido, proveído
de cierta extrañeza por el frío de la sala,
no es sonido porque sea perceptible, sino por las impresiones
que despierta; ningún sonido se recuerda por el eco,
por el timbre o el volumen, eso es algo demasiado natural
para ser substancial en la asonancia; el sonido es por la
memoria, por los ángulos visitados al girar sobre un
recuerdo que congenia con la resonancia musical o artificial
del resorte auditivo.
Parece
que Sparks viniera por un tubo, es como si la muerte
cantara a través de un embudo cuya música se
profiriera como la lluvia cuando es escuchada al través
de las tejas de zinc en esas casas de bahareque que aún
pululan por la ciudad.
Mi
padre aseveraba que el hombre de antaño poseía
una extraña fusión de sentidos cuyo propósito
final se confinaba en un sentido suprasensorial que captaba
el lenguaje cifrado de las cosas.
En
la Morgue todo es posible. Hasta el angustioso zigzaguear
de un mosquito pasa a convertirse en un recuerdo recobrado
en la existencia o en alguna abstrusa preexistencia de la
cual no damos señas por más que nos esforcemos.
Aquí
da la sensación de que ciertos estertores del organismo
sólo son posibles en este momento y punto de la muerte.
Parece, si se quiere, que los muertos guardan cierto gimoteo
para un momento clave de la expiración. Es casi un
lamento, como un eco triste, yo mismo lo he escuchado en diversas
oportunidades. Al comienzo pensé que por alguna rara
circunstancia el muerto no estaba muerto, sino que había
permanecido en un estado intermedio y que posteriormente recobraba
su vitalidad para emprender la retirada, pero luego me percataba
que eran meras impresiones mías y que todos los muertos
seguían en una fila flemática, tocándose,
a veces, con sus pies o sus codos hasta entrar en una comunión
que quizás nunca hubiesen tenido al estar despiertos.
Uno,
dos, tres, cuatro. Los contaba -cuento- de acuerdo a su tamaño
o su volumen. En otras oportunidades levantaba las sábanas
que le servían de vestido y comprobaba si la última
mueca de sus rostros era la misma. No había duda: El
muerto continuaba -continúa- con ese rictus imperturbable
que había ganado un segundo antes de perder la luz.
La
cosa era distinta cuando la morgue no daba abasto y los muertos
se apilaban uno a uno hasta formar una gigantesca masa de
carne. Alguna vez me pregunté si el orden de la pirámide
obedecía a su rol en la existencia, a sus importes
lógicos, a su clase social o desempeño de trabajo,
pero luego me percataba de que esto no era sino un accidente
y que quizás estaban en ese lugar por un orden de llegada
(en este caso partida), o porque eran apiñados de acuerdo
a su estatura y peso.
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