P O R T A D A    
Winston Morales Chavarro
Fragmento de la cubierta de Dios puso una sonrisa sobre su rostro, de Winston Morales Chavarro.    
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una sonrisa
sobre su rostro

(fragmento inicial)
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PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

 

PARACHUTES

1

Sparks suena de manera poco usual en la morgue. El sonido, proveído de cierta extrañeza por el frío de la sala, no es sonido porque sea perceptible, sino por las impresiones que despierta; ningún sonido se recuerda por el eco, por el timbre o el volumen, eso es algo demasiado natural para ser substancial en la asonancia; el sonido es por la memoria, por los ángulos visitados al girar sobre un recuerdo que congenia con la resonancia musical o artificial del resorte auditivo.

Parece que Sparks viniera por un tubo, es como si la muerte cantara a través de un embudo cuya música se profiriera como la lluvia cuando es escuchada al través de las tejas de zinc en esas casas de bahareque que aún pululan por la ciudad.

Mi padre aseveraba que el hombre de antaño poseía una extraña fusión de sentidos cuyo propósito final se confinaba en un sentido suprasensorial que captaba el lenguaje cifrado de las cosas.

En la Morgue todo es posible. Hasta el angustioso zigzaguear de un mosquito pasa a convertirse en un recuerdo recobrado en la existencia o en alguna abstrusa preexistencia de la cual no damos señas por más que nos esforcemos.

Aquí da la sensación de que ciertos estertores del organismo sólo son posibles en este momento y punto de la muerte. Parece, si se quiere, que los muertos guardan cierto gimoteo para un momento clave de la expiración. Es casi un lamento, como un eco triste, yo mismo lo he escuchado en diversas oportunidades. Al comienzo pensé que por alguna rara circunstancia el muerto no estaba muerto, sino que había permanecido en un estado intermedio y que posteriormente recobraba su vitalidad para emprender la retirada, pero luego me percataba que eran meras impresiones mías y que todos los muertos seguían en una fila flemática, tocándose, a veces, con sus pies o sus codos hasta entrar en una comunión que quizás nunca hubiesen tenido al estar despiertos.

Uno, dos, tres, cuatro. Los contaba -cuento- de acuerdo a su tamaño o su volumen. En otras oportunidades levantaba las sábanas que le servían de vestido y comprobaba si la última mueca de sus rostros era la misma. No había duda: El muerto continuaba -continúa- con ese rictus imperturbable que había ganado un segundo antes de perder la luz.

La cosa era distinta cuando la morgue no daba abasto y los muertos se apilaban uno a uno hasta formar una gigantesca masa de carne. Alguna vez me pregunté si el orden de la pirámide obedecía a su rol en la existencia, a sus importes lógicos, a su clase social o desempeño de trabajo, pero luego me percataba de que esto no era sino un accidente y que quizás estaban en ese lugar por un orden de llegada (en este caso partida), o porque eran apiñados de acuerdo a su estatura y peso.

 

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Cubierta de Dios puso una sonrisa sobre su rostro, de Winston Morales Chavarro.

   
             
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