De
esa noche recuerdo, sobre todo, la sonrisa del arlequín.
Cada cierto tiempo doña Evelyn renovaba el decorado
de la casa de campo y en esa ocasión, por tratarse
de la época de carnaval, decidió que al cuarto
de visitas le vendría bien aquella figura de cerámica
cuyas pupilas resplandecían en la oscuridad.
Me gustaba pasar los fines de semana con Emilio porque su
madre, aparte de permitirnos beber durante todo el día
mientras nadábamos en la alberca, acostumbraba tomar
baños de sol portando bikinis de colores fosforescentes
que hicieran juego con su piel bronceada y sus collares de
madera. Nos sentábamos en las tumbonas de teka, a la
sombra de los cocoteros enanos, para platicar de cine mientras
la sirvienta se dedicaba a llenar nuestras copas con daiquirí
de fresa.
A doña Evelyn le fascinaba Marcello Mastroianni; decía:
el garbo, la mirada profunda, la elegancia, la seguridad en
sí mismo. ¿Garbo? ¿Seguridad? Me hubiera
encantado gritarle al rostro lo que el movimiento de su cuerpo
escondía detrás de sus palabras, pero prefería
escucharla a la vez que le oteaba los senos embadurnados de
aceite luchando por escapar del aprisionamiento del sostén.
La
primera vez que aparecí en la casa de campo, Emilio
no estaba. Fue doña Evelyn la que me recibió:
Así que tú, guapo, eres Andrés.
Mi hijo me ha hablado mucho de ti, no sabes el gusto que me
da conocerte. Pasa, ponte cómodo. Él debe de
llegar en un par de horas, ayer se quedó a dormir en
la ciudad con su padre, ¿te ofrezco algo?
Sin
poder hablar, como si en vez de garganta un resorte me sostuviera
la cabeza, hice varios movimientos afirmativos. No podía
creer que esa dama de melena rubia, ojos de tigre, pechos
grandes y soberbio culo fuera la madre del bueno de Emilio.
Tomamos asiento en un sofá en la terraza junto a la
piscina y ordenó a los sirvientes que pusieran música
y nos trajeran un par de cocteles. El sube y baja de los acordes
de un bossanova llegó hasta mis oídos. Al principio
ella estuvo seria, preguntando cosas del tipo que cualquier
señora hubiera platicado con el mejor amigo de su hijo,
pero cuando íbamos por el cuarto o quinto daiquirí
se quitó las sandalias, subió las piernas al
sofá y empezó a hablar de sexo con un atrevimiento
que en mi casa jamás habría sido posible. ¡Era
tan diferente a Emilio! Él, no obstante ser bien parecido,
un muchacho que hubiera podido salir con la que se le antojara,
era más bien solitario y prefería pasar la mayor
parte de su tiempo libre conmigo. No hablaba mucho, tal vez
por ser hijo único o por el divorcio de sus padres,
pero esto no era problema: para eso estaba yo. Desde que nos
conocimos, surgió entre nosotros un vínculo
que el paso del tiempo se iba a encargar de ir acrecentando.
Era yo quién conseguía las películas
pornográficas y organizaba las excursiones a la zona
de tolerancia para mirar de lejos a las putas. A veces, protegidos
por la seguridad del motor en marcha y los vidrios polarizados
del automóvil, nos acercábamos hasta ellas para
verlas de cerca, pero nunca nos atrevimos a perturbar la espera
de esas hetairas de rizos falsos y caras pintarrajeadas, tan
distintas de la mujer que en aquel momento se dirigía
a mí con una confianza inesperada.
Fue durante esa primera plática cuando me confesó
que Emilio le había comentado sobre otros de nuestros
juegos. ¿Se puede saber, jovencito, lo que se siente
hacerlo con una muñeca inflable?, dijo en voz baja,
sonriendo, acercando su boca hasta uno de mis oídos,
de tal forma que pudiera sentir, sobre mi lóbulo, el
vaho cálido de su aliento. Mientras conversábamos,
me era imposible desviar la vista de sus pechos. Las manos
me sudaban y no podía ocultar mi nerviosismo. Me sentí
como Dustin Hoffmann con la señora Robinson en El
Graduado y, por un instante, pasó por mi mente
la idea de acariciarle las piernas a Doña Evelyn, pero
luego imaginé el escándalo que se armaría
en caso de que ella me rechazara, así que preferí
seguir bebiendo en silencio. Además, el calor era insoportable
y las sienes me retumbaban con fuerza. No recuerdo en qué
momento ella cambió el tema (solía hacer esto
con frecuencia; de pronto fijaba la vista en el vacío,
movía de un lado a otro sus ojos esmeralda y empezaba
con otro asunto). El caso es que cuando comenzó con
lo de su pasión por el viejo Marcello Mastroianni (dijo
Marcheeello, alargando la segunda sílaba con un tono
ondulante, frunciendo los labios en una suerte de beso al
aire), Emilio aún no aparecía y yo estaba completamente
borracho.
Esa
tarde, sin habérmelo propuesto, tuve que quedarme a
dormir en la casa de campo. El cuarto de visitas, por ese
tiempo, estaba adornado con fotografías del Brasil.
Recuerdo haberme soñado desnudo, caminando a la orilla
de una playa de arenas blancas y aguas apacibles. De cuando
en cuando recogía guijarros y los lanzaba con fuerza
al mar. Mi piel brillaba al recibir los rayos del sol. El
camino parecía no acabarse nunca, la sed me abrasaba.
Y al acercarme al océano para beber del agua con la
cuenca de mis manos, el líquido me quemó la
lengua, los dientes, haciéndome arder el estómago
como si fuese el más corrosivo de los ácidos.
Entonces desperté; tenía la frente sudorosa,
la garganta seca y mis labios agrietados. Estaba desnudo:
alguien me había quitado la ropa antes de meterme a
la cama. Tratando de no hacer mucho ruido al caminar sobre
el piso de madera, me dirigí al baño. Tomé
agua del grifo y fui directo a mirar por la ventana. Hacía
una noche limpia acompañada de un concierto de ranas.
Estaba avergonzado. ¿Con qué cara me iba a presentar
a la hora del desayuno? Después de un rato y luego
de pensarlo bien, volví a la cama. No tenía
porque sentirme mal: finalmente, Doña Evelyn debía
de entender que a los quince años es difícil
aguantar el embate de tantos daiquirís.
A
la mañana siguiente aparecí en la terraza como
si nada. Allí habían servido fruta y huevos
con jamón. Emilio me estaba esperando; no tenía
camisa y sentí envidia de sus abdominales y bíceps
marcados. Al ver que Doña Evelyn no iba a tomar el
desayuno con nosotros, me pareció absurdo ser el primero
en hablar de lo sucedido, así que esperé a que
él tocara el tema.
De
lo de ayer, ni te preocupes soltó al cabo, interrumpiendo
nuestra charla, mamá es así, ella dice
que lo que aquí sucede, aquí se queda, agregó
en voz baja, acercándose hasta mí, con el mismo
gesto que utilizara su madre al inquirir sobre las inflables.
En ese instante pude darme cuenta del sutil parecido físico
que existía entre ellos dos.
Luego
nos metimos a la piscina y como siempre, jugamos a "cocodrilear",
una especie de lucha grecorromana que librábamos bajo
el agua. Se trataba de ver quien era el primero en sacar al
otro a la superficie.
Cuando
se acercaba el carnaval, Emilio me propuso pasar las vacaciones
en la casa de campo; mis padres irían a Las Vegas en
una excursión para gente mayor, así que me pareció
buena idea aceptar el ofrecimiento.
Esa
vez, encontré el cuarto de huéspedes adornado
con máscaras venecianas y el arlequín de colores.
A pesar de haber regresado en numerosas ocasiones a la casa
de campo, Doña Evelyn no me había vuelto a tratar
con la confianza de la primera ocasión. Se dirigía
a mí con seriedad; hablábamos, mayormente, de
temas relacionados con el cine. Supongo porque Emilio estaba
de por medio.
Pero nada me impidió, al momento de desempacar mis
cosas, observarla a gusto desde mi ventana, cuando en el jardín
se puso a bailar al ritmo de La chica de Ipanema antes
de zambullirse en el espejo de agua de la piscina. Cada uno
de sus movimientos invitaba a lamer las honduras de su cuerpo.
¡Qué no hubiera dado por morder las aceitunas
de sus pezones! Soñaba con encontrármela sentada
en la tumbona, sin ropa y abierta de piernas, enseñando
la raja velluda, haciéndome señas con el índice
de la mano derecha para que fuera a su encuentro. Estaba harto
de Emilio y las inflables. No iba a desperdiciar la oportunidad.
¿Qué podía perder? Ella me sedujo con
tanta fuerza que me mantenía en constante estado de
excitación. Y de todo esto Emilio era totalmente consciente.
Por eso no se extrañó cuando al caer la tarde,
después de haber disfrutado juntos la piscina y haber
bebido muchos daiquirís, le dije que necesitaba descansar
un poco y me dirigí al cuarto de su madre en vez de
ir a mi habitación.
Un rastro de huellas húmedas quedó grabado sobre
el parqué. Al llegar ante la puerta de doña
Evelyn me detuve; estaba nervioso y el corazón me latía
aprisa; cerré los ojos y la imaginé desnuda,
acostada en su cama, acariciándose para mí.
Sentí una fuerte erección y me sobé con
ansiedad. ¿Detrás de aquella puerta, cuánto
placer me hubiera esperado? Jamás pude saberlo. Antes
de abrirla descubrí que Emilio observaba desde hacía
un rato la escena. Lo único que acerté a balbucear
mientras él avanzaba hacia mí, era que me perdonara.
Abrí
los ojos. Emilio dormía con la cabeza apoyada sobre
mi pecho a modo de almohada. Con cuidado, retiré de
su frente un mechón de pelo y miré la tranquilidad
de su rostro. Fue entonces cuando me incorporé y percibí
en la penumbra la sonrisa del arlequín.
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