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Madre,
no me digas:
Hijo, quédate...
La calle me llama
y a la calle iré...
Baldomero
Fernández Moreno
Alma,
si tanto te han herido,
¿por qué te niegas al olvido?
¿Por qué prefieres
llorar lo que has perdido,
buscar lo que has querido,
llamar lo que murió?
Homero Manzi
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Luciano
Charleville contó tres pelos en su calva, eran tres,
los mismos de siempre, los más gruesos. Dio media vuelta,
dejó a sus espaldas el espejo frente al que siempre
se sonreía y salió del baño. El vapor
acumulado podía cortarse casi con un cuchillo. En el
espejo había un dibujito de un monigote que se parecía
a Luciano. Era el monigote que hacía siempre que iba
al baño, al de su casa y al de la oficina.
Envuelto
en la toalla deshilachada por el uso se sentó en la
cama y se miró fijamente los pies. Se detuvo en el
dedo gordo del pie izquierdo, tenía pelitos ahí,
chiquitos y grises. Luciano centró su atención
ahí, casi detuvo sus pensamientos, se dejó llevar
por la imagen de un jardín, el jardín de su
infancia de la casa del barrio de Villa del Parque, lleno
de enanos dónde él podía oler las rosas
que cultivaba doña Bernarda, su madre, mientras Luciano
se detenía en el canto de los pajaritos que cantaban
posados en los árboles, en el hermoso arrullo del pájaro
sietecolores, en las cigarras que acompañaban la tarde.
Pero
los enanos ya no estaban, ni estaba el jardín, ni las
rosas, ni doña Bernarda que había muerto hacía
poco tiempo. Se habían mudado a ese departamento del
barrio de Boedo, comprado con un préstamo del banco,
hacía casi un año y su madre había muerto
ahí, en esa misma casa donde él ahora, vivía
solo.
Luciano no quería pensar en eso, se dedicaba al trabajo,
y volvía a la noche, como siempre, para mirar televisión
y ordenar recuerdos, imágenes que se le presentaban
así, cómo ésta del jardín y los
enanos, el olor de las rosas y casi, casi, el olor de Bernarda.
Luciano pisaba las baldosas frías y sintió que
el frío se le trepaba por las plantas de los pies,
tiritó, le castañetearon los dientes, era invierno
y el invierno, éste, particularmente, había
que pasarlo.
Desde
que era chico había escuchado esa frase. Tenía
que pasar el invierno, los enfermos del corazón mueren
en agosto, hay que pasar agosto, hay que pasar tantas cosas,
pensaba, tantas cosas en la vida, es como un tren, si algo
falla no se sabe cuándo ni dónde se detendrá,
si descarrilla o si choca, se puede morir sin estar preparado.
Tantas cosas pensaba, tantas...en esa mañana fría.
En el tercer cajón de la cómoda Luciano encontró
varios pares de medias, eligió un par azul y se puso
una media en cada pie, siguiendo la rutina, sentado al borde
de la cama. El calcetín del pie derecho tenía
un agujero, se lo quitó y lo cosió.
Mientras cosía descubrió que un pájaro
posado sobre el balcón lo miraba, , seguramente buscaba
la tibieza de la habitación. Luciano calculó
el frío que hacía afuera, era tarde para prender
la radio.
Luciano se puso desodorante en aerosol, tal vez demasiado,
hasta que las gotitas quedaron prendidas de la selva de las
axilas. Su mirada se detuvo en esas pequeñas gotas
de perfume volátil, casi una lluvia que lo acompañaría
durante algunas horas, hasta que en la oficina empezara a
sudar.
Antes de salir se detuvo frente al retrato de Bernarda y la
saludó. Bernarda estaba seria en el retrato de su juventud,
había sido viuda durante casi toda su vida, el padre
de Luciano murió cuando él tenía dos
años.
A
las ocho y media Luciano estaba en la parada del ómnibus
con el diario en una mano y la plata para el boleto en la
otra. De la avenida San Juan hasta el centro tenía
un buen trecho.
En
el colectivo se sentó en el segundo asiento. Había
caras de sueño esa mañana, caras serias, Luciano
abrió el diario y a las dos cuadras se acordó
de que no recordaba si había apagado el calefón
y la estufa. Se bajó por la puerta de atrás.
Cruzó por las esquinas, por las líneas blancas,
respetando los semáforos que no le guiñaban
un ojo, ni siquiera una sonrisa amarilla en esa mañana
de pleno invierno. Los árboles despojados le hicieron
recordar a los cipreses del cementerio. La tumba de Bernarda
le quedaba lejos, en ella estaban enterradas Bernarda y su
tìa Flora, hermana de Bernarda. En la bóveda
quedaba un lugar vacío que Bernarda y Flora habían
pensado guardar para él.
Faltaban dos cuadras para llegar a la casa, Luciano se tocó
el bolsillo ¿estarían las llaves ahí
adentro? Sí, estaban, comprobó con cierta alegría,
en cambio había perdido el boleto del ómnibus.
La
llave de la puerta de calle, recubierta de plástico
rojo lo hizo sonreír por primera vez en el día.
Había elegido el rojo para encontrarla enseguida y
no demorarse al entrar. Luciano abrió la puerta, después
la puerta del ascensor que chirrió como el quejido
de un animal, y apretó el botón del séptimo.
Casi cuando llegaba al séptimo Luciano se acordó
de que no recordaba si había cerrado o no la puerta
de calle con llave. Detuvo el ascensor con el botón
parar. Se había quedado entre el sexto y el séptimo
piso. Había que elegir entre su casa y la puerta de
calle. ¿Dejaría abierta la posibilidad de que
entraran ladrones en el edificio? ¿o era mejor apurarse
para evitar una explosión de gas? Dejó la decisión
en manos del destino, se dejó llevar.
El
destino era el noveno piso y una chica con un perro. Luciano
se deslizó unos pasos al subir la chica y la saludó
apenas, como saludaba siempre. Dijo buen y se tragó
día. Le parecía que el perro tenía pulgas
porque se rascaba. Era un perro enorme, blanco como una espuma
de mar, con un pelo abultado, un abrigo como para pasar una
temporada en el Polo Sur, tenía unos ojos negros y
brillantes como una noche estrellada.
Habían
llegado al séptimo piso. Luciano buscó la llave
en el bolsillo y abrió la puerta. Caminó rápido
hasta la cocina y cerró las dos llaves de paso, la
de la cocina y la del calefón. La de la estufa estaba
cerrada. Se miró al espejo, se tocó los tres
pelos que acostumbraba a tocar todas las mañanas, volvió
a salir.
Cerró la puerta con llave, llamó el ascensor,
pasos, llave, puerta, pasos, baldosas, árboles. El
diario de nuevo y la plata para el boleto. Hacía poco
que lo habían nombrado apoderado. "Para que firme,
Charleville, para que firme". Había perdido cada
pelo de su cabellera en el banco. Había dejado sus
pelos en la caja, en el mostrador, en cuentas corrientes,
en el tesoro. Ahora era apoderado y tenía tres pelos
gruesos y un poco de pelusa atrás, sobre la nuca.
El
colectivo cimbroneó por Rosario, dio la vuelta por
Acoyte, Luciano ya iba por las policiales. Dos hombres murieron
ahogados remando el domingo en el Tigre. También había
un chiquito muerto, el bote se les había dado vuelta
en el Paraná al chocar con una lancha. Después
los había arrastrado la corriente. La frase le daba
vueltas, veía el agua llevándose esas tres vidas,
el agua traicionera, el agua origen de la vida se había
transformado en muerte. Y él, Luciano, no sabía
nadar.
Si algo de eso le pasara a él, si se cayera al agua
desde una lancha colectiva cuando iba algún fin de
semana invitado por ese compañero de la sonrisa seria.
Y Luciano iba, era entretenido ver cómo el sol hacía
reflejos en el agua, cómo aparecían en ese espejo
marrón claro pequeños soles fluorescentes. ¿Pero
si le ocurriera eso que había leído en el diario?
Sería una muerte tonta, una muerte vana, sin arrojo,
la muerte de un hombre débil, pusilánime. No
había aprendido a nadar, Bernarda
primero y después él tenían miedo a las
enfermedades de la pileta, adonde iban todos, a la pileta
del club. Ya habría tiempo, alguna vez podría
aprender a nadar.
Y si muriera ¿quién firmaría los papeles
en su lugar? ¿quién ocuparía su asiento?
Por la ventanilla vio la imagen del río Sarmiento,
caudaloso, turbulento, cuando crecía todo cambiaba
casi de golpe, los árboles, la vegetación exuberante
y verde, las hortensias con flores azules, violetas, metamorfoseadas
de distintos verdes a veces, el mismo verde de los árboles,
pasaban rápido mientras la lancha parecía ir
lentamente y sin embargo se movía mucho, demasiado,
con la carga enorme que traían los pasajeros los domingos
a la tarde, con la fruta comprada en el Tigre, los niños,
los bolsos, los frascos de miel, las naranjas... recordó
el agua, las canillas de su casa ¿estaban cerradas?
¿Y si se inundara el departamento? Miraba el reloj.
Las nueve y veinte. Faltaban casi diez cuadras para llegar
al centro. No comería, para asegurarse de que la casa
estuviera en orden.
Luciano
se bajó en la esquina de Hipólito Yrigoyen y
Perú. Cruzó la calle y se detuvo como siempre
en la farmacia. Compró aspirinas para mantenerse lúcido
durante el día, después se tomó un café
en Perú y Avenida de Mayo. Era un bar donde siempre
había gente y un murmullo constante.
En el banco habría muchos papeles para firmar. Las
baldosas de Florida se le hacían eternas, grises, como
el cemento de los edificios y la calle invadida por los turistas
que querían comprar todo más barato que en sus
países. Se oían palabras, conversaciones en
inglés, en portugués, en italiano, en alemán.
Compraban, compraban, pullóveres, artículos
de cuero, cosméticos, libros, andaban con las bolsas
de aquí para allá, con las cámaras de
fotos, mientras él, Luciano tenía por delante
una jornada de oficina completa y quién sabe qué.
Parecía
que todo ese cemento de Buenos Aires, concentrado en esas
dos cuadras de la calle Florida le encajonaba la cabeza. Eran
treinta años de recorrer siempre el mismo trecho, de
ir al banco un día tras otro sin faltar ni uno sólo.
Pero algo había conseguido: era apoderado. Le gustaba
oírse llamar así, apoderado, tenía un
poder. Entrar a la Galería Güemes
y lustrarse los zapatos era algo habitual y contribuía
a darle seguridad. Puso un pie en el cajón del lustrabotas,
en una caja de cartón aparte, a modo de anuncio decía:
"Se lustra económico". El lustrabotas era
un hombre viejo, encorvado gastado por los años y las
miserias, con los dedos y las uñas llenas de pomada
negra. Todavía cantaba mientras le daba lustre a los
zapatos de Luciano: "Alma, si tanto te han herido,¿por
qué te niegas al olvido? ¿Por qué prefieres
llorar lo que has perdido, buscar lo que has querido, llamar
lo que murió..."
Caminó
rápido por Perón hasta San Martín, entró
al banco cuando abrían la puerta e intercaló
una sonrisa entre sus labios finos y los ojitos azules se
contagiaron del gris del piso y las paredes de mármol
de adentro. Era un edificio viejo y remodelado por un estudio
de arquitectos que habían hecho un master en Londres.
Mientras caminaba cruzando el salón se decía
a sí mismo: apoderado y eso le daba empaque y fuerzas.
Tomó el ascensor, no le gustaba mirar a nadie que subiera
con él. Parecía ensimismado en algo muy importante
cuando lo miraban.
Apenas
se abrió la puerta del ascensor sus pies se deslizaron
por el camino de alfombra turquesa. Abrió el escritorio
con la llave chica que había individualizado con plástico
violeta. Sacó los papeles y los desparramó sobre
el escritorio y fue al baño.
Demoró como siempre. Luego se sentó a leer las
informaciones del día y como siempre firmó lo
que le dejaban para firmar. A las doce salió a la calle
y antes volvió al escritorio.
Comió el pebete de jamón y queso que se había
comprado en el comedor del banco. Mientras sacudía
la modorra de las piernas caminando por San Martín
miraba las pizarras con las cotizaciones. Le gustaba mirar
los numeritos, hacer los mismos cálculos todos los
días. Se acordó de que no recordaba lo del agua
en su casa, ya era tarde. Debía volver a la oficina.
Entonces se acordó de que no había firmado algunos
documentos. La voz del gerente empezó a zumbarle en
la oreja. Charleville ¿firmó las garantías?
¿revisó los poderes? ¿los acuerdos?¿las
escrituras? Le fritaba el cerebro. Le pagamos un sueldo de
apoderado para que firme, decía el gerente con la sonrisa
hueca con que siempre terminaban las reconvenciones y porque
le tenemos confianza. Así pasaban los días.
Hasta que llegó el vuelco de los datos. Y tuvo que
aprender a usar la terminal y a apretar las teclas con numeritos
y letras y a relacionar cosas distintas. Entonces se pasaba
la mitad del día jugando con la máquina y la
otra mitad con las palabras cruzadas del diario. Y ahora que
tenía más tiempo la empleada nueva, Magali,
le había enseñado como se manejaba la máquina
y había comenzado a acercársele y le hablaba,
lo invitaba a tomar café. Y él iba. Y le parecía
que estaba bien. Ahora, eso de salir con una mujer joven,
ella con minifalda y pelo largo, le sentaba bien. Ya no era
como siempre. Aunque de noche la cama estaba igual de fría
y el techo igual de blanco. Pero él pensaba en esa
chica, quería tenerla y la imaginaba junto a él,
mientras miraba la televisión, algún programa
estúpido, algún mamarracho que gesticulaba en
la pantalla. Quería tener una mujer, ya no le bastaba
pensar que era el apoderado del banco. Y ahora la duda se
le aparecía como una sombra nocturna y vigilante. ¿Debía
ir con ella al Tigre? El empleado de la sonrisa seria lo había
invitado a él, a Magali y a otros el domingo a su casa
del Paraná. ¿Qué le diría? ¿Podría
hablarle tal vez de sus desvelos? Y así, pensando en
eso se dormía mientras el televisor continuaba transmitiendo
noticias y algún sermón.
Hasta que llegó el sábado. Cuando el primer
rayo de luz llegó hasta los párpados de Luciano
se incorporó, buscó los calcetines y se los
puso. Se afeitó y se bañó, se puso desodorante
como siempre. Buscó una vestimenta especial, algo distinto
al traje gris del invierno. Al jean no se atrevía.
Se puso un pantalón camel y una camisa blanca. Se miró
varias veces al espejo y sonrió. Guardó en el
bolsillo de la campera el repelente para insectos y antes
de salir verificó varias veces que las canillas y las
llaves del gas estuvieran cerradas. Tendió la cama
y perfumó la casa con desodorante de ambientes. Cerró
la puerta. Ascensor, puerta, pasos, colectivos, abrió
el diario que siempre compraba los sábados por si había
alguna oferta. Leyó los copetes. No podía seguir
leyendo. Se imaginaba en el Tigre. A las once, había
dicho Magali, frente a la boletería de Retiro. Eran
apenas las diez y treinta. Llegaría antes y se tomaría
un café con una aspirina en el bar. Para estar más
lúcido, más relajado. ¿De qué
hablarían? Y mientras pensaba en algunos nombres de
acciones que cotizan en bolsa y los números de cuenta
corriente de cada uno se acordó de que no recordaba
si había cerrado la puerta del departamento. Eran las
once menos cinco cuando se acordó de esto. Magali estaría
ahí, parada en la estación, frente a la boletería,
esperándolo. Faltaban sólo cinco minutos para
la hora convenida.
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