P O R T A D A    

Norberto Olaizola
semáforo    
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de una noche
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El tipo siempre contaba lo mismo, decían, y nadie le hacía caso porque tenía una ferretería zafada. Yo escuché su historia, una noche perdida, lluviosa y fría, café de por medio.

El tipo contó esto, casi sin respirar:

Yo podría estar jodido. Pero no lo estoy. Yo podría estar muerto. Pero fue un tal Flores el que se murió. Y todo por un policía, que me paró por pasar un semáforo en rojo. Justo a mí, fíjese.

El caso es que el tirita me tuvo veinte minutos parado y, mientras tanto, en el bar donde Flores me esperaba, entraron dos tipos y le encajaron doce tiros. Si yo hubiera estado ahí, me hubiese ligado otro tanto. ¿Que quién mató a Flores? No se sabe. El muy gallina le debía plata a medio Buenos Aires y ya estaba ahorcado. No podía salir. En este laburo es así, si se mete, tiene que tener espaldas muy grandes. Si no, dura poco. Flores, parece, duró unos cinco o seis años. O más. Poco. Póngale diez años. ¿Qué son diez años? Yo entré en esto a los veintidós. Si hubiera durado diez años, como Flores, póngale, estaría muerto hace más de treinta años. ¿Se da cuenta?

Yo tenía un plan. Con este tipo Flores. Yo iba a sentarme con él en el bar, iba a decirle que tenía que aflojar un poco de la deuda a los hermanos. Por ahí salía bien. Por ahí Flores había agarrado unos mangos y largaba algo. Suele suceder y yo no perdía nada. Tenía tiempo. La oficina de Flores estaba a dos cuadras del bar. Yo, fíjese, me imaginaba la escena y todo. Me imaginaba a Flores diciendo: venga conmigo, tengo algo para Manuel. Se lo doy. Dígale que me tenga un poco de paciencia. Y otro montón de cosas, vaya uno a saber. Todos lo invocaban a Manuel, el menor, porque lo creían más blando, pero era al revés. No importa. Yo pensaba que Flores iba a aflojar cinco o diez mil pesos de ahora. O dos mil, no importa. Algo. Y, después, lo liquidaba, ¿entiende? Manuel ya estaba resignado y me había dicho: cagalo a tiros a ese infeliz. Así era Manuel. Cagalo a tiros. Aunque Flores me diese toda la plata, póngale, que eran unos treinta o cuarenta mil, de ahora, sin los intereses, yo lo cagaba a tiros. ¿Se da cuenta? Era una posibilidad.

Algo le iba a sacar.

Pero, justo a mí, me viene a parar ese policía. Justo ese día, a esa hora. A mí, fíjese.

Cuando llegué al bar y vi a toda la cana, y los bomberos, y toda la gente, me dije: Anselmo, te madrugaron. Y al pedo, viejo. Porque los que lo balearon no tenían mi plan, ¿entiende? Lo fusilaron ahí nomás, sin hablar. Así dicen. Doce tiros.

Pero había un problema, sabe. Y era que yo necesitaba esa plata. No importa cuanta fuera, si dos mil, tres mil o cinco mil de ahora. La que fuera. Yo la necesitaba. Porque cuando uno se mete en esto tiene que tener espaldas muy anchas. Si no, no dura.

La cosa es que Flores estaba más frío que un bacalao y yo sin plata.

Le digo algo, con Manuel, más valía estar muerto. Sobre todo yo. Por la piba, sabe.

Yo no sé qué me vio. Manuel estaba en la cama, con uno de esos ataques que le venían de vez en cuando. No me pregunte qué, pero lo dejaba frito. Yo estaba en la casa, de casualidad, cuando le vino. Y esa fue mi perdición, fíjese. Porque ver a este hombre a quien todo el mundo temía, ver a ese tipo que podía hacer lo que quisiera con quien quisiera; ver a Manuel, el menor, en mis brazos, pálido, con la respiración que se le iba, pidiéndome, rogándome, fíjese, que buscara las pastillas rojas en el botiquín del baño... Rogándome, entiende. Desesperado. Verlo así, hágase a la idea, me produjo una sensación extraña. Me dije, Anselmo, éste no es tan duro como parece. Me pareció una mariconada...

Hizo una pausa y esperó. Yo pedí otro par de cafés. Entonces, satisfecho, reanudó la historia, un poco más sosegado:

La cosa es que le metí las pastillas en la boca y a la media hora estaba roncando como un bendito en la cama y podrían haber entrado todos sus enemigos juntos, tocando campanadas, que no hubiera reaccionado. Ahora, quiere que le diga, él tuvo la culpa. Más allá del desmayo, la diabetes y toda esa mierda. Porque, mientras lo acostaba, como si fuera un bebé, me dijo: Anselmo, quedate, por las dudas.

Quedate, me pidió. Y yo, ¿qué iba a hacer?

Me tiré en el sofá del living y me dije: Anselmo, con esta vas a ganar puntos. ¿Acaso, no le había salvado la vida? De pedo, sólo por haber estado ahí. Porque el mayor, Ramiro, se había pegado una escapada a Brasil con una putita con la que andaba, una tal Moria, o Moira, no sé bien. Una yegüita que... Pero no importa.

Me tiré en el sofá ése, que era el doble de mi cama, y me dormí.

Al rato, un ruido, y yo, como un boludo, agarro la pistola y le apunto, al bulto, nomás. Por suerte encendió la luz y pegó el grito. Ya estaba por liquidarla. Pálida, sabe. Se llevó la mano al pecho, casi se desmaya. La puta madre. ¿Se da cuenta de que podría haberla liquidado? Una cuestión de segundos, sabe, porque yo estaba adormilado y en esto uno se sobresalta y primero tira. Qué me iba a poner a pensar. Siempre es así, usted tire primero y después se verá. Si no hace así, mi amigo, póngale la firma que el otro lo deja frito. Si la piba no hubiera encendido la luz...

No le dio el cuero para preguntarme nada. Así que le expliqué lo de Manuel, que el ataque, que me había pedido que me quedara... Me hizo un gesto, más calmada, y yo me callé. Y así, en silencio, se fue para el dormitorio a ver al padre.

A mí me habían contado algunas cosas, pero, usted comprenderá, en esto hay que ser muy cuidadoso, porque todo se sabe, a la larga o a la corta. Uno se tira un pedo y a la semana hasta el diarero le pregunta qué comió. Es fatal, entiende.

Pero yo estaba excitado, por el sueño, por lo del ataque, por el susto. Me sentía raro, como si no fuera yo mismo. Creo que no me hubiese durado; que, después de una buena noche de sueño, todo hubiera vuelto a la normalidad. Pero, justo tenía que venir, ella, de esa manera, esa noche, a las tres de la mañana, y justo esa noche a Manuel le tenía que venir el ataque y justo esa noche yo estaba allí para que ella...

Me fui a la cocina a prepararme un café.

Y en eso baja ella, más tranquila, un poco avergonzada, digamos, qué sé yo. Así me dijo después, que sintió vergüenza y no miedo. ¿Cómo era que decía? Vergüenza de haber sentido miedo. Sí, así decía, fíjese. El asunto es que ella baja, le convido un café y me quedo. ¿Entiende? Ese fue el problema: que me quedé. Lo que yo tendría que haber es hecho era decirle: bueno, Malena, ya que tu papá está descansando y vos estás para cuidarlo, yo me voy. Eso tendría que haber dicho. Así como se lo digo a usted. Tranquilito, haciéndome el boludo, tomá un café, cómo no, y chau, buenas noches, que descanses, cuidá a tu papá. Y no quedarme, como un idiota, mirándola mientras se sentaba en una de las sillas, con ese camisón que no le cubría nada.

Todos lo decían, que el psicólogo no le hacía efecto y las pastillas y las reuniones de no sé qué adonde iban otras locas como ella. Nada le hacía efecto. Así decían.

Pero yo tendría que haberme ido y no me fui. Me quedé y la miré. Y la dejé hacer. ¿Usted cree que es fácil pegar el portazo cuando Malena se agacha delante suyo y le abre el pantalón? ¿Cree que es fácil decirle que no a una piba de veinte años que tiene fama de come hombres? No es nada fácil, oiga. Somos así, entiende. Flojos.

El sofá del living era más grande que mi cama pero nos quedó chico.

Ella era así, no por mala ni por puta, era un problema que tenía en la cabeza. Por eso siempre salía acompañada. Con una mujer, acompañante no sé qué para locas como ella. Manuel la dejaba salir siempre y cuando fuera con esa mujer. La mujer, esa noche, esperó a que ella entrase y se fue a su casa. Qué podía saber, la mujer.

Con Malena era así, no te podías descuidar. Porque ella tampoco se cuidaba, sabe.

A los dos meses me llamó por teléfono. Embarazada. De mí, sin duda. O no. ¿Qué importa? Ella decía que era mío, sabe. ¿Por qué? Porque yo era uno de los pocos tipos que ella podía manejar y pedirle la guita para la cuchara sin que Manuel se enterase. Uno de los pocos Y como, de esos pocos, al único que había podido enganchar, para esas fechas, era a mí, bueno, agarró el teléfono y fue clarita como el agua: Anselmo, conseguí la guita para el aborto o le digo a mi papá. Clarita, fíjese.

Era una cuestión de vida o muerte. ¿Escaparme? No, no. Imposible. El polaco Wislocki, por ponerle un ejemplo que conocí bien, se fue a Italia, con el rabo entre las piernas y medio palito de ahora en una valija y a los dos meses lo encontraron flotando en la ribera del Garigliano. No, imposible.

Yo tenía que conseguir guita para el tordo.

Y me para ese tirita imbécil, me hace bajar, que los papeles, que el matafuego y la mar en coche. Vea, yo, por dentro, estaba tan desesperado, que casi le pego dos tiros. Pero, me la aguanté. Qué podía saber. Y, mientras el pendejito de la cana miraba las balizas del auto, a Flores lo estaban cagando a tiros. ¿Se da cuenta?

El caso es que me fui a verla a Malena, para pedirle más tiempo.

La puerta la abrió Manuel, con la cara un poco fruncida. Le digo la verdad, me cagué en las patas. Pero no era conmigo la cosa, era con el hermano. Manuel estaba furioso con el hermano. Con Ramiro, se acuerda que le dije. Porque, para Manuel, la familia era lo primero. Era viudo y, entre nosotros, aunque tenía muchos lugares donde ponerla, se cuidaba de mantener una condición, digamos, una fachada de padre ejemplar. El único problema era la piba. En cambio, al pibe, lo mantenía lejos, bien cuidado, estudiando. El pibe era más chico que Malena. Nosotros no lo conocíamos. Eran carne y uña con Manuel. Bueno, el caso es que, como ya le dije, para Manuel, primero la familia. Y este Ramiro, que le pide la plata porque se va con la tal Moria o Moira, a vivir a España. El tipo, el hermano, largaba a la mujer, a los hijos, todo, el negocio, por esa yegüita. Manuel estaba fuera de sí. Malena, desde el sillón que era el doble de mi cama, parecía perdida, como borracha. Así la dejaban los remedios.

Manuel ni me preguntó qué mierda estaba haciendo yo ahí. Dio algo por sentado, vaya a saber uno; o, quizás, necesitaba desahogarse, porque era un hombre muy violento. Gritaba como un condenado, se ponía rojo.

Y le vino otro ataque.

La mierda, pensé. Salgo de una y me meto en otra. Hice lo mismo que la noche aquella con la sola diferencia que, ahora, yo le gritaba a Malena para que me ayude y la piba ni la hora. Totalmente dopada. Cuando Manuel quedó en la cama, pasé por delante de Malena, fui a la cocina, y me hice un buen café. Necesitaba pensar.

Lo que yo pensaba, fíjese, era que Manuel me iba a perdonar. Digo, si usted fuera Manuel, si usted supera la hija que tiene, si usted se enterase que un tal Anselmo, un matón que usa para limpiar peces chicos, le preñó a la cría, pero, oiga bien, pero ese tal Anselmo, por obra del azar, le ha salvado la vida dos veces, fíjese lo que le digo, usted ¿no lo perdonaría? No digo que le dé un premio, a no joder. Pero...

Yo pensaba en eso.

Y ya casi tenía decidido encararlo yo mismo a Manuel, al día siguiente. Mejor decírselo uno, sabe. Me la iba a jugar, qué sé yo, estaba convencido. De frente, vio.

Y en eso oigo el ruido. Qué digo ruido. El estampido.

Ya no tenía ningún plan viable, fíjese. Ya estaba afuera. Ya estaba muerto, entiende, sin posibilidad de enmendar nada. Frito, cocinado, boleta.

Tan muerto como la piba. La guacha, vaya a saber si no fue por las porquerías que le daban a tomar a ella y a las locas como ella, se había pegado un tiro con mi propia pistola. En el medio de la frente. Un agujero como buchaca de pool, en la cabeza. Todo el sofá, ése que era el doble de mi cama, rojo de sangre y ella, pobrecita, un muñeco, una cosa, desmarañada, sin forma, un pobre animalito que no supo vivir.

Usted va viendo cómo se dieron las cosas. Porque si ella se hubiese pegado el tiro con Manuel en buenas condiciones, fíjese lo que digo, yo zafaba, Anselmo, afuerita del quilombo. Es más, si se lo hubiera pegado en otro lado, en la clínica, en la calle, o se hubiese tirado debajo de un auto, o de un séptimo piso, cualquier cosa, viejo. Cualquier cosa que hubiese hecho, Anselmo a salvo. Pero no. Se pega el tiro, embarazada, con mi propia arma. Sin testigos, sin nadie que pudiera decir nada.

Yo estaba frío, entiende. ¿Podía ser que no pegara una? ¿Podía ser que todos los tiros me salieran barracas? Estaba meado por una jauría con cistitis. No hubo otra, viejo. Se lo digo yo. No hubo otra posibilidad. Y mire que lo pensé. Mire que yo no soy atolondrado, que lo puse de una forma o de otra, lo analicé a fondo, digamos.

No me quedaba otra, mi amigo.

Se quedó callado. Pedimos otro café. El tipo siguió contando:

Hice lo que tenía que hacer. Usted me tiene que comprender. Subí al dormitorio de Manuel, rebusqué entre el cajón una de sus armas, una treinta ocho elegí, y le pegué cuatro tiros. Me dolió, sabe. Porque, en el fondo, le tenía aprecio. Y sabía que él, digamos, un poco, qué sé yo. Además, yo entendía que Manuel no era desagradecido. Sabía que si me mandaba a matar, o lo hacía él, era por un buen motivo. Entonces, mi amigo, era el dilema de fierro, vio. O él o yo. Tan simple.

Después bajé y le puse otros cuatro tiros a la piba, qué iba a hacer. Para tapar, un poco, lo de mi balazo. Digo, lo del balazo con mi arma. Ganar un poco de tiempo.

Y me fui. Lejos. Muy lejos. Con ventaja, porque Ramiro, el mayor, ya le conté, con eso de la yegüita, sabe, no estaba con todas a su favor y muerto Manuel, ¿quién me iba a buscar? ¿Quién podía saber que había sido yo y que Malena estaba preñada de mí y todo lo demás? ¿A quién le interesaría, una vez que el negocio quedaba en banda y los buitres se empezarían a pelear antes que a Manuel lo tiraran bajo tierra?

Y acá me tiene, contando esta historia. ¿Qué por qué la cuento? Qué sé yo. Será porque es lo último que me pasó en la vida. Porque, después de eso, no pude hacer otra cosa que durar, que no llamarme Anselmo, que no tener hijos... Será porque la piba, vio, en definitiva, no era mala. Y llevaba un crío mío. Será por ella, entiende.

Será porque usted me quiso escuchar, fíjese.

Será porque usted tiene los mismos ojos que Manuel.

 

   
             
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