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Di
bien alto que la literatura es uno de los más
tristes caminos que conducen a todo.
André Breton
Tienes
que disculparme no haber ido anoche. Soy tan distraído
que iba para allá y en el camino me acuerdo de
que me había quedado en casa.
Macedonio
Fernández
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Cuando
tía Jorgelina me abrió la puerta se confirmó
mi presentimiento. Me habían invitado a tomar el té,
pero más allá del convite había algo
que no sabía bien qué era. Los ojos de tía
Jorgelina brillaban más que nunca con ese fulgor de
fuego fatuo que la caracterizaba. La saludé con un
beso en la mejilla sintiendo en la mía esa piel aduraznada
y un poco fría y le entregué la planta de violeta
africana que llevaba siempre que me invitaban a tomar el té.
La planta venía envuelta en una bolsita de nylon con
las indicaciones para cuidarla, agua a una temperatura de
unos veinte grados por inmersión, sino no florece.
Enseguida me dijo que se la llevaría al cebú.
Ahí está, pensé, al fin, eso era, el
cebú. Así que tenían al cebú en
el jardín de la casa.
Nunca
les habían gustado las mascotas, ni siquiera un pájaro
y ahora se habían ido al otro extremo.
Nos
sentamos a la mesa tendida en la galería, al lado de
los bananos y de la gran palmera. A lo lejos se escuchaba
la voz de mi abuela Ermelinda, gritaba que le pusieran un
supositorio de espasmocibalena. Mi abuela Ermelinda estaba
por cumplir ciento cuatro años.
Tía Jorgelina acostumbraba cambiar de mantel en cada
estación así que en cada primavera ponía
el mantel blanco bordado con ramilletes de margaritas.
Mis
primas, las hijas de Jorgelina vestían el uniforme
del colegio inglés, lo cual me parecía muy ridículo
en mujeres que habían pasado los cuarenta años.
Hablaban en una lengua muerta con mío tío Eulogio,
su padre, complacido con ese juego que le agregaba una pizca
de excentricidad a su cara continuada en una calva lustrosa
que potenciaba los rayos de sol como una lupa.
Tía Jorgelina anunció que traería al
cebú para convidarlo con la violeta africana que yo
le había regalado. Realmente no sé para qué
había gastado tanta plata en el vivero si la planta
iba a parar al estómago del cebú y ni qué
decir cuando completara su ciclo natural.
Era inaudito aunque en casa de tía Jorgelina siempre
ocurrieron cosas por el estilo. Nunca me voy a olvidar las
reuniones de los 31 de diciembre. Había que ir vestido
según el dictado de tía Jorgelina. Si disponía
que los trajes fueran largos hasta el suelo, no importaba
desde dónde se viajaba, los kilómetros que había
que hacer para llegar hasta su casa. Eso no hubiera sido nada
si la fiesta se hubiera celebrado en ese tono y todos felices
y qué. No. Bastaba llegar a la casa con los paquetes
de regalos en las manos para darse cuenta de que se trataba
de una gran farsa, porque ella abría la puerta envuelta
en una salida de baño larga hasta el suelo y un turbante
encasquetado como una luz roja anunciando que no pasarámos
porque la pileta de natación, el eje de la fiesta,
se había vaciado la noche anterior por miedo de que
proliferaran la humedad y los caracoles. Hay que tener cuidado
con el verdín era su frase favorita. Así que
nos limitábamos a beber unos refrescos y a volver a
nuestra casa. No puedo dejar de mencionar sus memorables dolores
de cabeza ya que se trataba de una ceremonia tribal. Comenzaban
con un chistido parecido al de una lechuza que ordenaba silencio.
Todos debían caminar en puntas de pie mientras ella
descansaba en un cuarto especialmente preparado para el ritual.
Apoyaba las piernas sobre una almohada y se ponía una
bolsa de hielo en la cabeza.
Las únicas conversaciones permitidas hasta lograr alivio
debían referirse al dolor de cabeza y en tono bajo.
Tío Eulogio y las primas se encargaban de que así
se cumpliera. Pasado el dolor se podía jugar a las
cartas o comer pulpo a la gallega.
Pero
las ganas de jugar habían pasado y hasta las de comer
o de respirar, tía Jorgelina era así. La abuela
Ermelinda volvió a gritar y a pedir el supositorio
de espasmocibalena, la habían sacado del geriátrico
para la ocasión y no recordaba en qué lugar
se encontraba. Ni siquiera reconocía las caras de sus
hijos ni de sus nietas, nos confundía a todos.
Con sus ojos enormes y oscuros, los labios levantados esbozando
una sonrisa idiota, el cebú me miraba a los ojos como
si me conociera muy bien, como si fuera la única que
lo comprendiera o pudiera hacer algo por él. Pobrecito
pensé. Te han traido engañado, te darán
de comer y después te venderán, seguramente
no vas a ser su mascota.
Tía
Jorgelina le sirvió la violeta africana. Era notable
como el cebú manejaba las patas y el cuerpo sentado
a la mesa como todos los demás. Si no fuera por la
cara hubiera jurado que se trataba de una persona. Podía
agarrar una taza de té o limpiarse la boca con una
servilleta. Comprobé que no se comía la violeta
africana pero miraba fijamente las masitas de chocolate que
tía Jorgelina habia puesto en el otro extemo de la
mesa. No lo quería mirar pero sus ojos me lo suplicaban.
No pude más, en un descuido de tía Jorgelina
le acerqué el plato de masitas al cebú y miré
hacia otro lado. No me preocupé mucho por tío
Eulogio y sus hijas que mantenían una conversación
en lengua muerta. El cebú bebió una taza de
té y se limpió la boca con las margaritas del
mantel. Me sonrió, se levantó de la silla donde
se había sentado y se alejó retozando por el
pasto. Mi desconcierto crecía. Enseguida volvió
tía Jorgelina vestida con su típica salida de
baño larga, la que acostumbraba ponerse los 31 de diciembre.
Vi que abría la boca seguramente para anunciar un solemne
dolor de cabeza que no acabaría hasta el día
siguiente cuando en ese momento tocaron el timbre. Ahí
estaba la otra parte, la que faltaba en mi sueño del
que siempre despertaba cuando el cartero traía las
cartas por la mañana. Aparecieron dos hombres con pantalones
y camisas negras. Nadie dijo nada ni era necesario tampoco.
Venían a buscar al cebú pero éste se
había escapado. Lo buscaron durante unas horas y nada,
no aparecía. El pobre animal se había roto la
cabeza.
El
hallazgo no fue una sorpresa para mi porque sabía lo
que sucedería luego. Los sueños no se tienen
en vano. Tía Jorgelina había prometido entregar
ese cebú. Había que encontrar un reemplazante
pero que yo supiera otro cebú no había. No sé
si fue magia, contacto visual o comunicación entre
dos seres. Sólo sé que me miré las manos
llenas de pelos como las del cebú y me toqué
la cabeza. Mi pelo había desaparecido y en su lugar
había cerda. Los victimarios se acercaban hacia mi
y empecé a correr como nunca. Hasta que me desperté
cansada de correr y sobresaltada por los timbrazos del cartero
con el correo.
Mientras
desayunaba leí una noticia que me extrañó
aun más que mi sueño. Una mujer desnuda se había
presentado en la comisaría de la calle Potosí
para denunciar que dos extraños vestidos de negro la
habían despojado de la salida de baño y el turbante.
Pero lo más curioso era que el comisario queriendo
indagar el caso no encontró a la mujer en su despacho,
ignorándose hasta ese momento su paradero.
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