¿A un árbol cortado, qué le importa
la primavera?
Gesualdo Bufalino
El
hombre siente que son muchos años esperando
en vano. Lo piensa mientras la mira en una fisonomía
confusa. No recuerda cuántos, o no le importa saberlo
con exactitud. Su garganta es ahora la morada de un silencio
definitivo y placentero. Recuerda, sí, esa implacable
monotonía que lo viene atrapando día tras día,
año tras año, en una cadena de rituales insalvables.
Siente que su recia voz se ha transformado en una letanía
melancólica y angustiante. Parado en el quicio de la
puerta de la cocina contempla con odio a la mujer, la que
grita sin cansancio hiriendo la tranquilidad de la casa. Del
otro lado está la biblioteca, tenue y abundante, y
un poco más aparte el sombrío cuarto matrimonial.
No puede evitar transportarse allí, al recuerdo ingrato
de una mujer transpirando sexo en la penumbra de la noche,
celebrando luego sus orgasmos con un repetido agradecimiento
a la divinidad sin reparar siquiera en ese vacío desolador
que sobreviene y que los deja exánimes y a punto de
extinguirse. "¿Cómo no odiarla?",
se pregunta. El hombre sabe que en su interior crepita el
deseo de asesinarla cada vez que la sorprende suspendiendo
la música de Vivaldi para escuchar sus conciertos de
rock. La maldice en silencio. El olor que proviene de la cocina
le parece insoportable, lo envuelve lentamente mientras la
mira. Ya no la contempla, hace mucho tiempo que ha dejado
de hacerlo. Algunas luces se filtran desde la ventana matizando
un poco la oscuridad y destacando los cuerpos. Sabe que es
lunes y que la cena no le deparará ninguna sorpresa.
"Hasta eso ha sucumbido a la rutina", piensa mientras
la observa. La mujer se voltea como si saliera de un letargo
y repara con sobresalto en su presencia. Los ojos de ella
lo retan y él no hace nada por esquivarlos. Permanecen
atentos el uno del otro. La quietud se prolonga mientras las
primeras sombras anuncian la noche.
Me
voy dice la mujer. Me voy, Marcelo; ya no soporto
más tu maldita prepotencia de intelectual de tercera,
pensador de mierda.
Marcelo sigue despreocupado el movimiento de su boca. Se fija
en que sus labios han perdido la frescura de otros tiempos.
No ha gritado, ha sido más bien un susurro. Las palabras
de la mujer han traspasado el marco de la puerta y se fugan
en un rápido tropel de letras sueltas e incomprensibles.
Marcelo la recorre con la vista. Evoca a la bonita joven de
la librería que lo atendiera años atrás,
sonriente, solícita, con un cabello largo y suelto
cayendo con provocación sobre su cuello blanco y descubierto.
Le muestra los libros que él recibe y revisa sin prisa.
Por encima de las gafas contempla sus bellas piernas mientras
ella baja otros libros de un estante más alto. Las
ve torneadas, robustas, mucho más apetitosas que las
de las Venus renacentistas de sus cuadros preferidos. Recuerda
su mirada inocente, llena de pudor. Recuerda también
la suya, intrépida, dispuesta a profanar el límite
demarcado por unas pocas prendas. Marcelo sale del recuerdo
y advierte que está nuevamente frente a la mujer, "qué
diferente", piensa. La nitidez del día se ha perdido
y él sólo ve una sombra agrandada en el fondo
de la cocina. La exageración de las formas lo lleva
a reflexionar sobre el deterioro que el tiempo ocasiona en
la materia. "Tiempo asesino, tiempo confabulador contra
la belleza", piensa. Sabe que si algo atenta contra la
armonía de la materia son los años. Quizás
por eso su inclinación por el arte, el contacto eterno
con lo bello, el escape transitorio de un universo plagado
de figuras discordantes. La voz de ella lo devuelve a la realidad.
Me
voy, ¿me oíste Marcelo? Me voy para siempre.
Me cansé de esperarte en todo lado y a toda hora, me
cansé de rogar, me cansé de pedir que dejaras
tus malditos libros y vinieras a reunirte conmigo, me cansé
de ser la casta mujer de un escritor nocturno, la que se duerme
sola copulando con la almohada.
Vete
responde Marcelo. Lo hace despacio, sin mirarla,
sin detenerse a reflexionar un instante en lo que ha dicho.
La oscuridad de la casa hace que los objetos se pierdan y
se oculten unos con otros. El olor vuelve y agita los sentidos
de Marcelo. Voltea la cabeza y aspira el aroma a incienso
que proviene de su biblioteca. Reflexiona sobre lo que le
ha dicho la mujer. Sabe que no es a ella a quien corresponde
irse, sino a él. Otra vez llegan a su memoria los versos
de Lorca que quisiera convertir en realidad: "pero yo
ya no soy yo. Ni mi casa es ya mi casa". Siempre se ha
esforzado por acogerse a los mandatos de la literatura, en
algo lo ha cumplido. El ya no es el mismo; ella tampoco. Recuerda
que sonreía, andaba semidesnuda por la casa cada vez
que él se lo pedía , escuchaba hasta la madrugada
sus primeros escritos sin atender al tiempo, escapaba con
osadía a cualquier asomo de rutina y convertía
los pasillos en lugares de placer con carcajadas repletas
de júbilo. "¿Cuándo cambió?",
se pregunta Marcelo. Duda un poco si de pronto ese cambio
no ha sido imaginario. Pero no, es verdad. Allí está
ella, cerca de sus ojos, con un vestido raído que se
desliza hasta sus rodillas y que transporta con resignación
los olores del lugar que despierta su odio. Allí está
ella inundada de años. De la amada Afrodita a pasado
a convertirse en la Boule de suif. Se pregunta por
qué ella nunca entendió cuando la llamaba mi
Venus, luego mi Ofelia, mi Laura, mi Cordelia, mi helena o
mi Carlota. Siempre se sintió suplantada por ellas,
celosa de personalidades literarias de dudosa reputación
que por algo desataban tanto entusiasmo entre los hombres.
Prefería que la llamara Inés, su verdadero nombre,
asignado por medio del Sagrado Sacramento en la iglesia a
la que nunca había dejado de asistir, aun en contra
de los argumentos incrédulos de Marcelo, como desafiándolo.
La voz de Inés lo vuelve intempestivamente a sacar
de sus pensamientos:
Me
voy con otro hombre Marcelo, creo que debí hacerlo
mucho antes. Con uno que me dice Inesita al oído, que
promete acariciarme a diario, sin rogarle, sin suplicarle.
Un hombre de esos que te desagradan porque todo lo hacen con
rutina : se levantan, desayunan, trabajan, regresan cansados,
follan a oscuras, duermen y sueñan con progresar Inés
hace un alto para ver si Marcelo la mira. A través
de la noche divisa una silueta que la sigue sin interrumpirla.
¿ Por qué, te preguntarás?. Llevo diez
años, diez, óyelo bien Marcelo, intentando explicártelo,
hablar contigo. Pero para ti sólo existen Platón,
Cortázar, Nietzsche y otros cuantos fantasmas que te
importan más que tu intonsa y domesticada mujer.
Marcelo
sonríe un poco desde la puerta imaginando el semblante
adolorido de la mujer.
Me
voy solloza Inés. Cenamos y me voy, Marcelo.
Para que veas y no olvides que ni en el último momento
has estado solo.
El
siente que esta vez su malestar suena diferente. Lleva tantos
años soportando amenazas de separación que ya
no cree que sean ciertas. Siempre ha creído que eso
de no engendrar hijos le ha facilitado las cosas : escribir
y leer con dedicación y despreciar los favores de varias
mujeres. Marcelo piensa un poco y se imagina que esta vez
ella puede estar hablando en serio. Entonces cree que resultará
más simple emigrar a otro país en donde el arte
sea importante, en donde las personas, además de alimentar
el cuerpo, se dediquen a fortalecer las necesidades del espíritu.
¿
Qué dijiste? dice la mujer. Le parece haber
escuchado la voz de Marcelo.
Que
te vayas.
¿
No te importa?
No,
no me importa. Me importaría si fueras la niña
tierna y bella de hace algunos años, la novia complaciente,
la joven que de pronto un día amaneció convertida
en mujer.
¿
Y tú no has cambiado, Marcelo?, haz un esfuerzo y piensa
en cómo eras antes.
No
me importa tampoco, y poco me importa en realidad lo que pase
conmigo.
Eres
un cretino, Marcelo, ¿lo sabías? Nada te interesa,
es como si no existieras.
Llevas tanto tiempo diciéndolo que suena a coro celestial,
a mensaje proveniente de tu maldito dios, Inesita.
Marcelo sabe que otra vez ha caído en la trampa. De
una serenidad aparente ha avanzado hasta terminar exaltado
con una blasfemia, así ha sido siempre. Se percata
con preocupación de que nunca la había llamado
Inesita, con un diminutivo empalagoso y falaz. El fogón
de la pequeña cocineta continúa humeando y el
vapor se derrama incansable por la casa, opacando el aroma
a sándalo que emana del incienso. La noche es plena.
La oscuridad ha derrotado a la luz. Ella contra él;
el sándalo contra el denso aire que brota de la cocina;
Vivaldi contra los cantos divinos; su silencio contra los
gritos de ella; el hombre contra la mujer; Adán contra
Eva; Marcelo contra Inés; "esto es el matrimonio
piensa Marcelo, la unión de dos malos humores
en el día y dos malos olores en la noche, lucha de
contrarios, dos representantes de la especie humana batiéndose
por la hegemonía del poder". Inés parece
adivinar sus pensamientos a través de los olores que
los separan.
Pues
aunque te duela, así me llama, Inesita.
No
me importa dice Marcelo.
Qué
te va a importar, prepotente de mierda.
Vete
al carajo, Inés.
Me
voy, pero para otro lado, Marcelo.
¿Cómo
se llama dice Marcelo, Raulito, Carlitos o Jaimito?
¿Sabías que todos los diminutivos conducen sin
excepción a retrasados mentales?
Retrasado
tú, Marcelo, que impones al mundo el orden que escoges
de forma arbitraria así todos opinemos lo contrario.
Marcelo ha perdido la cuenta de cuántas veces ha evadido
sus intentos de ofensa. Poco le importa ya, como poco le ha
interesado el alejamiento gradual de sus padres y hermanos
con los que ha perdido contacto hace mucho tiempo. Piensa
en qué harán, nómadas deambulando hace
años de una ciudad a otra en procura de un empleo que
nunca aparecerá, incapaces de triunfar en una sociedad
que les cobra su poca calificación. Por eso él
fue diferente, entendió aquello y se habituó
a estar solo, de aquí para allá, en un cine,
una tertulia, un café, un teatro o un prostíbulo,
hasta que cayó en la celada que le tendieron un buen
trasero, unas buenas piernas y una agradable conversación;
esa había sido Inés, la Inés fresca y
amena de la librería.
Si
al menos supiera lo que piensas lo interrumpe Inés.
Pienso
en ti, en tu Raulito o Carlitos, pienso en otro nuevo ciclo
de contrarios, Inesita, listos a enfrentarse, pienso en la
más atroz y disimulada de las luchas.
Piensa
mejor en ti, cabrón, en tu soledad, en lugar de andar
con tus asquerosas eyaculaciones filosóficas.
La
filosofía es mi forma de ser, Inés, mi forma
de vivir, mi forma de caminar con placer en un mundo plagado
de dolor.
Tú
no sabes de dolor, Marcelo, tu dolor es imaginario, puramente
mental, pues siempre has conseguido lo que has querido, has
desdeñado a todos con tu aparente inteligencia, incluso
a mí.
Marcelo calla y siente que ella se acerca. Cree que en esta
ocasión la conversación ha ido demasiado lejos.
Ahora ella está a tan sólo un metro de él.
En la proximidad Marcelo advierte que la mujer no ha perdido
su encanto del todo. Imagina que debe tener algo menos de
treinta años, una edad aún apetecible para muchos
hombres. Por primera vez prevé la posibilidad de que
sea cierto lo de un amante. La verdad fue que a él
no le importó nunca lo que pasara con ella. Por eso
no la celó, ni la siguió, ni le incomodó
verla al lado de otros hombres. El había sido el primero
en su vida, el dueño de una virginidad reservada para
un hombre tierno e inteligente que apareció un día
buscando un libro llamado Tirant lo Blanch, que ella
leyó con avidez para granjearse su simpatía.
Pero la verdad era que no le había gustado. Lo encontró
igual de tedioso que el pasaje del Quijote que leyera
por obligación en el colegio de monjas donde había
estudiado. Por supuesto, algo había existido de engaño
en todo eso. El se entusiasmó con su figura juvenil;
pero también con el comentario que ella le hiciera
sobre el libro, y sobre Joanot Martorell, el escritor valenciano
por quien Inés indagó para regalarle a él
todo cuanto encontrara sobre dicho autor. Luego se fue apartando
poco a poco del arte y la literatura. Era conciente de que
había aceptado sin mayor resistencia la imposición
de la monotonía, el encierro en una casa que la fue
carcomiendo hasta dejarla cosificada. Eso quizás la
hacía culpable; pero no menos que a él, pues
siempre se negó a aceptar que su relación con
el arte no aceptaba intromisiones, eran él y sus libros,
y aun así se enfrascaron en una relación en
la que ella cumplía el papel de simple objeto decorativo,
usurpando espacio en un lugar destinado, según Marcelo,
al culto del saber. Esta vez es Marcelo quien la saca de sus
pensamientos :
¿
Y para dónde vas, Inés?
No
lo sé, Marcelo. Lo más lejos de ti y del arte,
a un mundo en el que el arte no exista para no tener que recordarte,
a un mundo sin conciertos, sin teatros, sin librerías,
sin bibliotecas, a un mundo en el que sólo hayan estúpidos
normales.
Marcelo entiende que lo del otro hombre ha sido una mentira
inventada por ella para provocarlo. Nunca lo había
hecho de esa manera. Lo había amenazado muchas veces
con dejarlo para irse con su madre, y él jamás
se lo había impedido. Se iba y regresaba sonriente
a los pocos días, sin vestigios de rencor, con un nuevo
libro como regalo para él. Hacían el amor con
algo de novedad y sorpresa y al otro día reasumían
puntuales la rutina. "Por qué nunca pudieron escapar
de eso", piensa Marcelo. Había creído que
todas las personas vivían bajo el mandato del tedio,
fingían ser felices en pareja, lo gritaban a rabiar
mientras complacían su insatisfacción fornicando
desaforadamente con otras personas en la clandestinidad. Por
supuesto que intentaron hablar muchas veces; pero todas habían
sido en vano. Le aburrían esas conversaciones que se
dilataban interminablemente y que lo alejaban de los libros.
Marcelo se imagina ese universo poblado de estúpidos
al que ella quiere ir. Recuerda que Papini ha sido un maestro
en el oficio de pensar mundos alternos al de la razón
humana, mundos levantados sobre la atractiva idea del absurdo.
Marcelo camina silencioso hacia el comedor y siente que el
desagradable olor se desvanece. Piensa que de igual manera
se desvanece su vida. Porque él sabe que tampoco es
joven, lo sabe con certeza. Las mujeres no aprecian como antes
su barba venerable y su voz de rapsoda infatigable. No le
importa mucho que lo hagan. Cree que ha dejado atrás
los sobornos de la belleza femenina y que sólo asume
los que le sugiere la literatura. Quizás su desdén
por Inés no es un hecho aislado, no es el deterioro
gradual de una figura otrora bella sino algo más profundo,
la ascensión a un terreno espiritual, ese anhelo griego
de buscar la verdadera belleza en la esencia misma de las
cosas, la virtud, la paideia. Entonces piensa que no
valdría la pena asesinarla, pues ya no le importa,
como tampoco las demás mujeres. Marcelo come despacio,
sin mirarla. Ella sigue el ritmo lento de su cuchareo y espera
impaciente que salga de sus reflexiones. Sabe que él
es así, de pocas palabras, preocupado más por
sus pensamientos que por lo que pasa en el mundo real que
lo circunda. No obstante, es el último día y
cree que no debe seguir esperándolo.
Acaba
ya que me voy, Marcelo dice Inés con voz entrecortada.
Marcelo levanta los párpados. Su mirada firme deja
entrever todavía algo de ternura hacia ella. Irrevocable
es la decisión de Inés, irrevocable lo que le
pasa a los hombres en sus ridículas obligaciones de
adultos. Mientras piensa la ve levantarse, dirigirse lentamente
hacia la cocina conservando los movimientos habituales. Cree
que ni siquiera en el último día ha resultado
fácil escabullirse de la rutina. Mira la casa, los
corredores, las paredes llenas de pinturas al óleo.
Lo ve todo vacío. "Los hechos son recipientes
vacíos", repite las palabras de Onetti. Vacío
está él, vacía su búsqueda interminable
de un algo que nunca encontrará, vacía estará
Inés inventando nombres masculinos para consolarse.
"¿O será cierto?", piensa Marcelo.
Muchas veces le había dicho que esperaba ansioso el
día en que otro hombre se fijara en ella y se la llevara
lejos, a un territorio en el que la costumbre fuera soportable
para las personas. Y otras tantas veces ella le había
respondido que el problema no eran los otros hombres, sino
él mismo, pues más que su compañera,
era la protectora de un ser descuidado a quien hasta su vida
le importaba poco con tal de tener lápices para escribir
y libros para leer.
Inés retarda su partida en la cocina. Acomoda los trastos
con la pulcritud habitual mientras piensa en él. El
ceremonial se torna más inquietante para Marcelo que
la espera. Se levanta y se dirige hacia allí. La noche
ha descendido plena sobre ambos y sus cuerpos empiezan a reflejar
las primeras sombras. Marcelo se fija en ellas y calcula que
ya han pasado algunas horas en lo agónico de la despedida.
El olor a sándalo ha regresado a refrescar su respiración.
Con ese aroma retorna la belleza a todo lo que mira Marcelo,
menos a la cocina, el rincón de la casa que siempre
ha odiado, donde hieden los alimentos en cocción, donde
está ella, Inés, su compañera de tantos
años, la atractiva joven de la librería que
un día lo sedujera con su sonrisa angelical y lo adentrara
en el sórdido ambiente de la convivencia. Calcula que
falta poco para que ella salga de allí definitivamente
y esto le depara un consuelo temporal. Se apoya otra vez en
el marco de la puerta y la mira de espaldas, la contempla
como lo hiciera mucho antes. Ella siente el calor de su mirada
y recuerda la placentera sensación que experimentara
cuando él descubrió sus piernas bajo las insinuantes
minifaldas. Marcelo no piensa en su cuerpo. Piensa en que
todo lo que hay en la casa le pertenece a ella, incluso sus
libros y sus pinturas. Cree que con el paso de los años
han pasado a convertirse en parte del mobiliario de la casa,
o del hogar, como lo llamaban en un comienzo. Para él,
todo terminará cumpliendo el fin último para
el que se construyen los objetos : estorbar.
Adiós
dice Inés desde la cocina.
Marcelo
no contesta, espera que Inés salga, voltea su cuerpo
y se dirige a su biblioteca.
Adiós
dice Marcelo mientras camina.
Inés solloza y evita mirar hacia el lugar de donde
proviene la voz. Las sombras se alargan dentro de la cocina
y reflejan con vaguedad los múltiples objetos que la
habitan. Por primera vez Inés se siente ahogada, respira
con dificultad, se atraganta con un cúmulo de olores
que la rodean y la penetran. Sus sollozos aumentan y los disimula
con recelo para no enterar a Marcelo. El se aleja y la oscuridad
le sigue los pasos.
Adiós,
Marcelo dice Inés. La soledad es un premio
para los que la desean, para los que se niegan a envejecer,
así se sientan arrinconados por los años, protegidos
con su encierro inútil.
Marcelo no le responde. Inés siente que sólo
las paredes le contestan devolviéndole su misma voz
duplicada en el espacio.
Me
voy dice Inés levantando la voz; porque
con el paso de los años todo ha cambiado, mi figura,
tu figura, así lo de ser joven o viejo sea algo aparentemente
superficial para ti; ocupado de las cosas trascendentales,
de la música, de la pintura, del arte, de un maldito
arte que siempre se ha entrometido entre el hombre y la mujer.
Ocupado de todo, menos de vivir, Marcelo, Inés
calla, balbucea y continúa hablando por supuesto
que no hay otros hombres, no los hay, porque yo también
creo que los artistas representan lo mejor de la especie humana,
así esté contra ellos. Pero me voy, Marcelo,
porque sí, porque tal vez eso también está
dentro de la rutina.
Inés calla, camina hacia la puerta y ve que Marcelo
se ha alejado. Cree que quizás él no ha escuchado
sus últimas palabras y corre a repetírselas.
La oscuridad se hace inmensa y vuelve a esconder los cuerpos.
Inés recorre la casa en busca de Marcelo para decirle
el último adiós, un adiós sin reproches,
solidario. Cada paso se hace pesado, lento, se interna por
lugares sombríos que se niegan a aceptar la mediación
de la luz. Su respiración recorre los cuartos con la
complicidad del silencio. Experimenta un placer desconocido,
el de la soledad completa y el sosiego que tanto reclamara
Marcelo y que se le antojan agradables. Pero la decisión
es irreversible, ya se lo ha dicho a él y se lo ha
repetido a sí misma en el transcurso del día.
Una tufarada de incienso se expande ante la ausencia de otros
olores y se confunde con los aromas de la noche apropiándose
de la casa. Inés olvida que busca a Marcelo, ve sus
libros, sus cuadros, muchas otras cosas que le indican que
ese sigue siendo su hogar. Lo recuerda y continúa con
su búsqueda. Sabe que su recorrido es estéril,
pues presiente que ya no habrá a quién decirle
adiós. Marcelo camina por las calles; las luces de
la ciudad lo acogen de nuevo con delectación, como
tiempo atrás, cuando andaba solo, cuando seleccionaba
por capricho un lugar en donde aplacar la monotonía,
esa rutinaria monotonía que cada cierto tiempo se repite
inexorable en su vida.
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