P O R T A D A                 Noche    
      Betuel Bonilla Rojas   punto de encuentro
  31 tierra - prosa    

Mientras llega
la noche

Relato del libro Pasajeros de la memoria

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¿A un árbol cortado, qué le importa la primavera?
Gesualdo Bufalino

 

El hombre siente que son muchos años esperando en vano. Lo piensa mientras la mira en una fisonomía confusa. No recuerda cuántos, o no le importa saberlo con exactitud. Su garganta es ahora la morada de un silencio definitivo y placentero. Recuerda, sí, esa implacable monotonía que lo viene atrapando día tras día, año tras año, en una cadena de rituales insalvables. Siente que su recia voz se ha transformado en una letanía melancólica y angustiante. Parado en el quicio de la puerta de la cocina contempla con odio a la mujer, la que grita sin cansancio hiriendo la tranquilidad de la casa. Del otro lado está la biblioteca, tenue y abundante, y un poco más aparte el sombrío cuarto matrimonial. No puede evitar transportarse allí, al recuerdo ingrato de una mujer transpirando sexo en la penumbra de la noche, celebrando luego sus orgasmos con un repetido agradecimiento a la divinidad sin reparar siquiera en ese vacío desolador que sobreviene y que los deja exánimes y a punto de extinguirse. "¿Cómo no odiarla?", se pregunta. El hombre sabe que en su interior crepita el deseo de asesinarla cada vez que la sorprende suspendiendo la música de Vivaldi para escuchar sus conciertos de rock. La maldice en silencio. El olor que proviene de la cocina le parece insoportable, lo envuelve lentamente mientras la mira. Ya no la contempla, hace mucho tiempo que ha dejado de hacerlo. Algunas luces se filtran desde la ventana matizando un poco la oscuridad y destacando los cuerpos. Sabe que es lunes y que la cena no le deparará ninguna sorpresa. "Hasta eso ha sucumbido a la rutina", piensa mientras la observa. La mujer se voltea como si saliera de un letargo y repara con sobresalto en su presencia. Los ojos de ella lo retan y él no hace nada por esquivarlos. Permanecen atentos el uno del otro. La quietud se prolonga mientras las primeras sombras anuncian la noche.

—Me voy —dice la mujer—. Me voy, Marcelo; ya no soporto más tu maldita prepotencia de intelectual de tercera, pensador de mierda.

Marcelo sigue despreocupado el movimiento de su boca. Se fija en que sus labios han perdido la frescura de otros tiempos. No ha gritado, ha sido más bien un susurro. Las palabras de la mujer han traspasado el marco de la puerta y se fugan en un rápido tropel de letras sueltas e incomprensibles. Marcelo la recorre con la vista. Evoca a la bonita joven de la librería que lo atendiera años atrás, sonriente, solícita, con un cabello largo y suelto cayendo con provocación sobre su cuello blanco y descubierto. Le muestra los libros que él recibe y revisa sin prisa. Por encima de las gafas contempla sus bellas piernas mientras ella baja otros libros de un estante más alto. Las ve torneadas, robustas, mucho más apetitosas que las de las Venus renacentistas de sus cuadros preferidos. Recuerda su mirada inocente, llena de pudor. Recuerda también la suya, intrépida, dispuesta a profanar el límite demarcado por unas pocas prendas. Marcelo sale del recuerdo y advierte que está nuevamente frente a la mujer, "qué diferente", piensa. La nitidez del día se ha perdido y él sólo ve una sombra agrandada en el fondo de la cocina. La exageración de las formas lo lleva a reflexionar sobre el deterioro que el tiempo ocasiona en la materia. "Tiempo asesino, tiempo confabulador contra la belleza", piensa. Sabe que si algo atenta contra la armonía de la materia son los años. Quizás por eso su inclinación por el arte, el contacto eterno con lo bello, el escape transitorio de un universo plagado de figuras discordantes. La voz de ella lo devuelve a la realidad.

—Me voy, ¿me oíste Marcelo? Me voy para siempre. Me cansé de esperarte en todo lado y a toda hora, me cansé de rogar, me cansé de pedir que dejaras tus malditos libros y vinieras a reunirte conmigo, me cansé de ser la casta mujer de un escritor nocturno, la que se duerme sola copulando con la almohada.

—Vete —responde Marcelo—. Lo hace despacio, sin mirarla, sin detenerse a reflexionar un instante en lo que ha dicho.

La oscuridad de la casa hace que los objetos se pierdan y se oculten unos con otros. El olor vuelve y agita los sentidos de Marcelo. Voltea la cabeza y aspira el aroma a incienso que proviene de su biblioteca. Reflexiona sobre lo que le ha dicho la mujer. Sabe que no es a ella a quien corresponde irse, sino a él. Otra vez llegan a su memoria los versos de Lorca que quisiera convertir en realidad: "pero yo ya no soy yo. Ni mi casa es ya mi casa". Siempre se ha esforzado por acogerse a los mandatos de la literatura, en algo lo ha cumplido. El ya no es el mismo; ella tampoco. Recuerda que sonreía, andaba semidesnuda por la casa cada vez que él se lo pedía , escuchaba hasta la madrugada sus primeros escritos sin atender al tiempo, escapaba con osadía a cualquier asomo de rutina y convertía los pasillos en lugares de placer con carcajadas repletas de júbilo. "¿Cuándo cambió?", se pregunta Marcelo. Duda un poco si de pronto ese cambio no ha sido imaginario. Pero no, es verdad. Allí está ella, cerca de sus ojos, con un vestido raído que se desliza hasta sus rodillas y que transporta con resignación los olores del lugar que despierta su odio. Allí está ella inundada de años. De la amada Afrodita a pasado a convertirse en la Boule de suif. Se pregunta por qué ella nunca entendió cuando la llamaba mi Venus, luego mi Ofelia, mi Laura, mi Cordelia, mi helena o mi Carlota. Siempre se sintió suplantada por ellas, celosa de personalidades literarias de dudosa reputación que por algo desataban tanto entusiasmo entre los hombres. Prefería que la llamara Inés, su verdadero nombre, asignado por medio del Sagrado Sacramento en la iglesia a la que nunca había dejado de asistir, aun en contra de los argumentos incrédulos de Marcelo, como desafiándolo. La voz de Inés lo vuelve intempestivamente a sacar de sus pensamientos:

—Me voy con otro hombre Marcelo, creo que debí hacerlo mucho antes. Con uno que me dice Inesita al oído, que promete acariciarme a diario, sin rogarle, sin suplicarle. Un hombre de esos que te desagradan porque todo lo hacen con rutina : se levantan, desayunan, trabajan, regresan cansados, follan a oscuras, duermen y sueñan con progresar —Inés hace un alto para ver si Marcelo la mira. A través de la noche divisa una silueta que la sigue sin interrumpirla—. ¿ Por qué, te preguntarás?. Llevo diez años, diez, óyelo bien Marcelo, intentando explicártelo, hablar contigo. Pero para ti sólo existen Platón, Cortázar, Nietzsche y otros cuantos fantasmas que te importan más que tu intonsa y domesticada mujer.

Marcelo sonríe un poco desde la puerta imaginando el semblante adolorido de la mujer.

—Me voy —solloza Inés—. Cenamos y me voy, Marcelo. Para que veas y no olvides que ni en el último momento has estado solo.

El siente que esta vez su malestar suena diferente. Lleva tantos años soportando amenazas de separación que ya no cree que sean ciertas. Siempre ha creído que eso de no engendrar hijos le ha facilitado las cosas : escribir y leer con dedicación y despreciar los favores de varias mujeres. Marcelo piensa un poco y se imagina que esta vez ella puede estar hablando en serio. Entonces cree que resultará más simple emigrar a otro país en donde el arte sea importante, en donde las personas, además de alimentar el cuerpo, se dediquen a fortalecer las necesidades del espíritu.

—¿ Qué dijiste? —dice la mujer—. Le parece haber escuchado la voz de Marcelo.

—Que te vayas.

—¿ No te importa?

—No, no me importa. Me importaría si fueras la niña tierna y bella de hace algunos años, la novia complaciente, la joven que de pronto un día amaneció convertida en mujer.

—¿ Y tú no has cambiado, Marcelo?, haz un esfuerzo y piensa en cómo eras antes.

—No me importa tampoco, y poco me importa en realidad lo que pase conmigo.

—Eres un cretino, Marcelo, ¿lo sabías? Nada te interesa, es como si no existieras.

— Llevas tanto tiempo diciéndolo que suena a coro celestial, a mensaje proveniente de tu maldito dios, Inesita.

Marcelo sabe que otra vez ha caído en la trampa. De una serenidad aparente ha avanzado hasta terminar exaltado con una blasfemia, así ha sido siempre. Se percata con preocupación de que nunca la había llamado Inesita, con un diminutivo empalagoso y falaz. El fogón de la pequeña cocineta continúa humeando y el vapor se derrama incansable por la casa, opacando el aroma a sándalo que emana del incienso. La noche es plena. La oscuridad ha derrotado a la luz. Ella contra él; el sándalo contra el denso aire que brota de la cocina; Vivaldi contra los cantos divinos; su silencio contra los gritos de ella; el hombre contra la mujer; Adán contra Eva; Marcelo contra Inés; "esto es el matrimonio —piensa Marcelo—, la unión de dos malos humores en el día y dos malos olores en la noche, lucha de contrarios, dos representantes de la especie humana batiéndose por la hegemonía del poder". Inés parece adivinar sus pensamientos a través de los olores que los separan.

—Pues aunque te duela, así me llama, Inesita.

—No me importa —dice Marcelo.

—Qué te va a importar, prepotente de mierda.

—Vete al carajo, Inés.

—Me voy, pero para otro lado, Marcelo.

—¿Cómo se llama —dice Marcelo, Raulito, Carlitos o Jaimito? ¿Sabías que todos los diminutivos conducen sin excepción a retrasados mentales?

—Retrasado tú, Marcelo, que impones al mundo el orden que escoges de forma arbitraria así todos opinemos lo contrario.

Marcelo ha perdido la cuenta de cuántas veces ha evadido sus intentos de ofensa. Poco le importa ya, como poco le ha interesado el alejamiento gradual de sus padres y hermanos con los que ha perdido contacto hace mucho tiempo. Piensa en qué harán, nómadas deambulando hace años de una ciudad a otra en procura de un empleo que nunca aparecerá, incapaces de triunfar en una sociedad que les cobra su poca calificación. Por eso él fue diferente, entendió aquello y se habituó a estar solo, de aquí para allá, en un cine, una tertulia, un café, un teatro o un prostíbulo, hasta que cayó en la celada que le tendieron un buen trasero, unas buenas piernas y una agradable conversación; esa había sido Inés, la Inés fresca y amena de la librería.

—Si al menos supiera lo que piensas —lo interrumpe Inés.

—Pienso en ti, en tu Raulito o Carlitos, pienso en otro nuevo ciclo de contrarios, Inesita, listos a enfrentarse, pienso en la más atroz y disimulada de las luchas.

—Piensa mejor en ti, cabrón, en tu soledad, en lugar de andar con tus asquerosas eyaculaciones filosóficas.

—La filosofía es mi forma de ser, Inés, mi forma de vivir, mi forma de caminar con placer en un mundo plagado de dolor.

—Tú no sabes de dolor, Marcelo, tu dolor es imaginario, puramente mental, pues siempre has conseguido lo que has querido, has desdeñado a todos con tu aparente inteligencia, incluso a mí.

Marcelo calla y siente que ella se acerca. Cree que en esta ocasión la conversación ha ido demasiado lejos. Ahora ella está a tan sólo un metro de él. En la proximidad Marcelo advierte que la mujer no ha perdido su encanto del todo. Imagina que debe tener algo menos de treinta años, una edad aún apetecible para muchos hombres. Por primera vez prevé la posibilidad de que sea cierto lo de un amante. La verdad fue que a él no le importó nunca lo que pasara con ella. Por eso no la celó, ni la siguió, ni le incomodó verla al lado de otros hombres. El había sido el primero en su vida, el dueño de una virginidad reservada para un hombre tierno e inteligente que apareció un día buscando un libro llamado Tirant lo Blanch, que ella leyó con avidez para granjearse su simpatía. Pero la verdad era que no le había gustado. Lo encontró igual de tedioso que el pasaje del Quijote que leyera por obligación en el colegio de monjas donde había estudiado. Por supuesto, algo había existido de engaño en todo eso. El se entusiasmó con su figura juvenil; pero también con el comentario que ella le hiciera sobre el libro, y sobre Joanot Martorell, el escritor valenciano por quien Inés indagó para regalarle a él todo cuanto encontrara sobre dicho autor. Luego se fue apartando poco a poco del arte y la literatura. Era conciente de que había aceptado sin mayor resistencia la imposición de la monotonía, el encierro en una casa que la fue carcomiendo hasta dejarla cosificada. Eso quizás la hacía culpable; pero no menos que a él, pues siempre se negó a aceptar que su relación con el arte no aceptaba intromisiones, eran él y sus libros, y aun así se enfrascaron en una relación en la que ella cumplía el papel de simple objeto decorativo, usurpando espacio en un lugar destinado, según Marcelo, al culto del saber. Esta vez es Marcelo quien la saca de sus pensamientos :

—¿ Y para dónde vas, Inés?

—No lo sé, Marcelo. Lo más lejos de ti y del arte, a un mundo en el que el arte no exista para no tener que recordarte, a un mundo sin conciertos, sin teatros, sin librerías, sin bibliotecas, a un mundo en el que sólo hayan estúpidos normales.

Marcelo entiende que lo del otro hombre ha sido una mentira inventada por ella para provocarlo. Nunca lo había hecho de esa manera. Lo había amenazado muchas veces con dejarlo para irse con su madre, y él jamás se lo había impedido. Se iba y regresaba sonriente a los pocos días, sin vestigios de rencor, con un nuevo libro como regalo para él. Hacían el amor con algo de novedad y sorpresa y al otro día reasumían puntuales la rutina. "Por qué nunca pudieron escapar de eso", piensa Marcelo. Había creído que todas las personas vivían bajo el mandato del tedio, fingían ser felices en pareja, lo gritaban a rabiar mientras complacían su insatisfacción fornicando desaforadamente con otras personas en la clandestinidad. Por supuesto que intentaron hablar muchas veces; pero todas habían sido en vano. Le aburrían esas conversaciones que se dilataban interminablemente y que lo alejaban de los libros. Marcelo se imagina ese universo poblado de estúpidos al que ella quiere ir. Recuerda que Papini ha sido un maestro en el oficio de pensar mundos alternos al de la razón humana, mundos levantados sobre la atractiva idea del absurdo.

Marcelo camina silencioso hacia el comedor y siente que el desagradable olor se desvanece. Piensa que de igual manera se desvanece su vida. Porque él sabe que tampoco es joven, lo sabe con certeza. Las mujeres no aprecian como antes su barba venerable y su voz de rapsoda infatigable. No le importa mucho que lo hagan. Cree que ha dejado atrás los sobornos de la belleza femenina y que sólo asume los que le sugiere la literatura. Quizás su desdén por Inés no es un hecho aislado, no es el deterioro gradual de una figura otrora bella sino algo más profundo, la ascensión a un terreno espiritual, ese anhelo griego de buscar la verdadera belleza en la esencia misma de las cosas, la virtud, la paideia. Entonces piensa que no valdría la pena asesinarla, pues ya no le importa, como tampoco las demás mujeres. Marcelo come despacio, sin mirarla. Ella sigue el ritmo lento de su cuchareo y espera impaciente que salga de sus reflexiones. Sabe que él es así, de pocas palabras, preocupado más por sus pensamientos que por lo que pasa en el mundo real que lo circunda. No obstante, es el último día y cree que no debe seguir esperándolo.

—Acaba ya que me voy, Marcelo —dice Inés con voz entrecortada.

Marcelo levanta los párpados. Su mirada firme deja entrever todavía algo de ternura hacia ella. Irrevocable es la decisión de Inés, irrevocable lo que le pasa a los hombres en sus ridículas obligaciones de adultos. Mientras piensa la ve levantarse, dirigirse lentamente hacia la cocina conservando los movimientos habituales. Cree que ni siquiera en el último día ha resultado fácil escabullirse de la rutina. Mira la casa, los corredores, las paredes llenas de pinturas al óleo. Lo ve todo vacío. "Los hechos son recipientes vacíos", repite las palabras de Onetti. Vacío está él, vacía su búsqueda interminable de un algo que nunca encontrará, vacía estará Inés inventando nombres masculinos para consolarse. "¿O será cierto?", piensa Marcelo. Muchas veces le había dicho que esperaba ansioso el día en que otro hombre se fijara en ella y se la llevara lejos, a un territorio en el que la costumbre fuera soportable para las personas. Y otras tantas veces ella le había respondido que el problema no eran los otros hombres, sino él mismo, pues más que su compañera, era la protectora de un ser descuidado a quien hasta su vida le importaba poco con tal de tener lápices para escribir y libros para leer.

Inés retarda su partida en la cocina. Acomoda los trastos con la pulcritud habitual mientras piensa en él. El ceremonial se torna más inquietante para Marcelo que la espera. Se levanta y se dirige hacia allí. La noche ha descendido plena sobre ambos y sus cuerpos empiezan a reflejar las primeras sombras. Marcelo se fija en ellas y calcula que ya han pasado algunas horas en lo agónico de la despedida. El olor a sándalo ha regresado a refrescar su respiración. Con ese aroma retorna la belleza a todo lo que mira Marcelo, menos a la cocina, el rincón de la casa que siempre ha odiado, donde hieden los alimentos en cocción, donde está ella, Inés, su compañera de tantos años, la atractiva joven de la librería que un día lo sedujera con su sonrisa angelical y lo adentrara en el sórdido ambiente de la convivencia. Calcula que falta poco para que ella salga de allí definitivamente y esto le depara un consuelo temporal. Se apoya otra vez en el marco de la puerta y la mira de espaldas, la contempla como lo hiciera mucho antes. Ella siente el calor de su mirada y recuerda la placentera sensación que experimentara cuando él descubrió sus piernas bajo las insinuantes minifaldas. Marcelo no piensa en su cuerpo. Piensa en que todo lo que hay en la casa le pertenece a ella, incluso sus libros y sus pinturas. Cree que con el paso de los años han pasado a convertirse en parte del mobiliario de la casa, o del hogar, como lo llamaban en un comienzo. Para él, todo terminará cumpliendo el fin último para el que se construyen los objetos : estorbar.

—Adiós —dice Inés desde la cocina.

Marcelo no contesta, espera que Inés salga, voltea su cuerpo y se dirige a su biblioteca.

—Adiós —dice Marcelo mientras camina.

Inés solloza y evita mirar hacia el lugar de donde proviene la voz. Las sombras se alargan dentro de la cocina y reflejan con vaguedad los múltiples objetos que la habitan. Por primera vez Inés se siente ahogada, respira con dificultad, se atraganta con un cúmulo de olores que la rodean y la penetran. Sus sollozos aumentan y los disimula con recelo para no enterar a Marcelo. El se aleja y la oscuridad le sigue los pasos.

—Adiós, Marcelo —dice Inés—. La soledad es un premio para los que la desean, para los que se niegan a envejecer, así se sientan arrinconados por los años, protegidos con su encierro inútil.

Marcelo no le responde. Inés siente que sólo las paredes le contestan devolviéndole su misma voz duplicada en el espacio.

—Me voy —dice Inés levantando la voz—; porque con el paso de los años todo ha cambiado, mi figura, tu figura, así lo de ser joven o viejo sea algo aparentemente superficial para ti; ocupado de las cosas trascendentales, de la música, de la pintura, del arte, de un maldito arte que siempre se ha entrometido entre el hombre y la mujer. Ocupado de todo, menos de vivir, Marcelo, —Inés calla, balbucea y continúa hablando— por supuesto que no hay otros hombres, no los hay, porque yo también creo que los artistas representan lo mejor de la especie humana, así esté contra ellos. Pero me voy, Marcelo, porque sí, porque tal vez eso también está dentro de la rutina.

Inés calla, camina hacia la puerta y ve que Marcelo se ha alejado. Cree que quizás él no ha escuchado sus últimas palabras y corre a repetírselas. La oscuridad se hace inmensa y vuelve a esconder los cuerpos. Inés recorre la casa en busca de Marcelo para decirle el último adiós, un adiós sin reproches, solidario. Cada paso se hace pesado, lento, se interna por lugares sombríos que se niegan a aceptar la mediación de la luz. Su respiración recorre los cuartos con la complicidad del silencio. Experimenta un placer desconocido, el de la soledad completa y el sosiego que tanto reclamara Marcelo y que se le antojan agradables. Pero la decisión es irreversible, ya se lo ha dicho a él y se lo ha repetido a sí misma en el transcurso del día. Una tufarada de incienso se expande ante la ausencia de otros olores y se confunde con los aromas de la noche apropiándose de la casa. Inés olvida que busca a Marcelo, ve sus libros, sus cuadros, muchas otras cosas que le indican que ese sigue siendo su hogar. Lo recuerda y continúa con su búsqueda. Sabe que su recorrido es estéril, pues presiente que ya no habrá a quién decirle adiós. Marcelo camina por las calles; las luces de la ciudad lo acogen de nuevo con delectación, como tiempo atrás, cuando andaba solo, cuando seleccionaba por capricho un lugar en donde aplacar la monotonía, esa rutinaria monotonía que cada cierto tiempo se repite inexorable en su vida.

 

   
             
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