BUCEO
I
El
primer aviso fue un ruido, de mañana bien temprano,
cuando él se inclinaba para escupir agua y pasta de
dientes en el lavabo. Pensó que fuese el chorro de
agua del grifo y no prestó mucha atención: siempre
olvidaba puertas, ventanas y grifos abiertos por las casas
y baños por donde andaba.
Entonces
cerró el grifo para oír, como todos los días,
el silencio medio azulado de las mañanas, con los periquitos
cantando en el balcón y los rumores diluidos de los
automóviles, pocos todavía. Pero el ruidito
continuaba. Fuente chorreando: agua clara de cántaros,
ánforas, grutas y a él le pareció
bonito y se acordó (sólo un poco, porque no
había tiempo) remotos paseos, infancias, encantos y
enamoradas.
Cuando se agachó para amarrar el cordón del
zapato percibió que el ruidito venía del suelo
y, más atentamente agachado, exactamente de dentro
del propio pie izquierdo. Volvió a no prestar mucha
atención; encontró hasta bonito poder sacudir
de vez en cuando el pie para oír el ruidito trayendo
mares, memorias. Cuando amarró el cordón del
zapato del pie derecho, volvió a oír el mismo
ruidito y sonrió para las obturaciones reflejadas en
el espejo: dos pies, dos fuentes, dos alegrías.
Al
abotonar el pantalón, sintió el ombligo saltar
exactamente como una concha empujada por una ola más
fuerte y, luego, el mismo ruidito, ahora más nítido,
más alto. Se sentó en el excusado y encendió
un cigarrillo, pensando en la feijoada del día
anterior. Antes de dar la primera tragada, pasó la
mano por el cuello, previniendo la áspera barba por
hacer, y la nuez dio un salto, ombligo, concha, como si tragase
aire seco, y no tragó nada, apenas esperaba, el cigarrillo
parado en el aire.
Se
irguió para mirar la propia cara en el espejo, los
pantalones caídos sobre los zapatos desamarrados, y
abrió la boca liberando una especie de eructo.
Fue entonces que el agua comenzó a chorrear boca afuera.
Primero en gotas, después en flujos más fuertes,
olas, mareas, hasta que un casi maremoto lo arrastró
afuera del baño. Espantado, intentó aferrarse
al pasamanos de la escalera, llegó a extender los dedos,
pero no había dedos, sólo agua derramándose
escalones abajo, atravesando el corredor, el despacho, la
pequeña sala de helechos desmayados. Antes de llegar
al zaguán él todavía pensó que
sería bueno, ahora, no ser más riachuelo, ni
fuente, ni lago, sino río harto, caminando en dirección
a la calle, tal vez al mar.
Pero
cuando las olas más fuertes reventaron la puerta de
entrada para inundar el jardín, él se contrajo,
se relajó y cesó, entero y vacío. No
pasaba de una gota en la inmensa masa de agua que bajaba de
las otras casas inundando las calles.
___
Título original "Mergulho I", publicado
en Pedras de Calcuta, São Paulo: Companhia
das Letras, 1996, pp. 1112. Traducción:
Carlos Bonfim.
Juanito & Marita
Cuando
tuvo conciencia de lo que hacía, sus dedos ya habían
aplastado el botón del portero electrónico.
No conocía aquel edificio ni nadie que viviese ahí.
Tampoco conocía la calle y si ocurriese algo, como
un policía preguntando qué-hacía-allí-aquella-hora,
no sabría responder. Sabía que era noche, que
era domingo, y no estaba siquiera un poco borracho. Sabía
también que no sentía nada especial, ni aun
una vaga gana de aventura. Pero eso lo supo muy tarde, pues
sus dedos (unos dedos algo gruesos y medio rojizos, que, vistos
ahora, parecían raramente independientes) ya habían
aplastado el botón, y su voz (una voz también
raramente independiente, también gruesa y como que
enrojecida por el frío) preguntaba:
¿Está María?
Con la misma oyó la voz femenina y sonriente
saliendo distorsionada por los orificios del aparato.
Fue sólo en el elevador, aplastando el botón
del séptimo piso, que se le ocurrió que no conocía
a ninguna María (conocía muchas Marías,
pero ninguna en especial), que podría no haber entrado,
no haber abierto la puerta del elevador, no haber aplastado
el botón. Pero nuevamente era muy tarde. El elevador
subía, la fórmica amarilla doliendo un poco
en los ojos. Cuando abrió la puerta, un rayo de luz
en el corredor lo orientó hasta el departamento. Y,
todavía entonces, podría haber regresado. De
la misma forma que los dedos y la voz, ahora eran sus piernas,
independientes, cargándolo hacia la puerta y hacia
la mujer que lo saludaba sonriendo:
Buenas noches dijo él. Y antes de poder
contenerse: Yo soy amigo de Paulo.
¿Paulo? (Pero él tampoco conocía a ningún
Paulo, o conocía varios, como todo el mundo, ninguno
en especial) Claro, Paulo. ¿Y cómo va?
La mujer se apartó para que él entrase. Había
una lámpara prendida en un rincón, un sofá
de plástico rojo imitando cuero, dos sillones iguales,
una mesita con ceniceros y ningún cuadro en las paredes.
Está bien, está muy bien. La voz seguía
diciendo cosas que él no pretendía decir.
Aprobó el examen, está muy contento. Vio
las cortinas un poco mugrientas y, detrás de ellas,
el bloque de edificios tapando la visión. Agregó:
Incluso está pensando en cambiar el auto por
uno más nuevo, del año.
Qué maravilla la mujer sonrió
nuevamente. ¿No quieres sentarte?
Él
se sentó en uno de los sillones. El plástico
frío. Ahora controlaba los gestos, cruzando las piernas
despacio y mirando a la mujer por primera vez. Debía
tener un poco más de treinta años. Tal vez sea
una puta de clase, pensó, acostumbrada a recibir visitas
a esta hora. Sacó con cuidado la cajetilla de cigarrillos
del bolsillo del saco.
¿Fumas?
Ella cogió un cigarrillo. Él revolvió
los bolsillos buscando fósforos. No los encontró.
Ella cogió sonriendo (sonreía mucho) un enorme
encendedor de acrílico morado transparente de la mesita
y encendió los dos cigarrillos, primero el de él.
Me parece que es muy tarde dijo él.
¿Tienes la hora?
No.
Ella volvió a sonreír, mirando los propios puños.
Yo tampoco. Hace unos cinco años que dejé
de usar. Lo encontraba demasiado neurotizante, nunca lograba
estar en un lugar mucho tiempo, siempre queriendo saber si
era muy tarde.
Él
hizo un movimiento hacia adelante con el tronco, estiró
el brazo para alcanzar el cenicero. Ella se adelantó
y empujó el cenicero. Después se sentó
delante de él.
Ahora cogí cierta práctica siguió.
Esté donde esté, sea la hora que sea,
soy siempre capaz de adivinarlo. ¿Quieres verlo?
Él
hizo que sí con la cabeza, tratando de encontrarlo
divertido. Grave, ella cerró los ojos, fingiendo concentración.
Son las doce y veinte.
Puede ser dijo él ¿No hay
como confirmarlo?
Sólo prendiendo la radio.
Él
pensó que ella se iba a levantar para coger el radio
(debería haber uno, probablemente a pilas). Pero ella
no se movió.
Yo tenía ganas de tener uno de aquellos radios
con reloj incluido, ¿los conoces?
Él
hizo que no con la cabeza.
Es así: pones el despertador para una determinada
hora y eliges una radio. Entonces, en la hora que elegiste,
en lugar de hacer ¡trrrrrrrrrriiiiiiimmmmmmm!, el radio
se enciende automáticamente y empieza a sonar música.
Debe ser bueno.
Es maravilloso. Pero puede coincidir justamente con
una propaganda, entonces no es así tan bueno. Pero
creo que hay unas emisoras que sólo ponen música,
¿no es cierto?
No lo sé. Nunca oigo la radio.
Yo tampoco. Quisiera uno de esos repitió.
Pero es tan caro. Creo que es cosa importada. Japonesa,
americana. Aquí no hay eso suspiró.
¿Tomas algo?
¿Cómo?
Te pregunté si quieres tomar algo.
Pensé que todavía estabas hablando del
radio.
No, ya no estoy hablando más de eso ella
volvió a sonreír, despistada. Ahora estoy hablando
de bebidas. Tengo coñac, whisky y chachaza. Con este
frío debería tener vino. ¿No te parece
que debería tener vino?
No lo sé. Tal vez.
Así es, pero no tengo. De repente la
voz sonó medio seca. ¿Qué prefieres?
Coñac dijo. Y se quedó mirando
mientras ella se levantaba para ir a la cocina. Tenía
movimientos mansos, el cabello oscuro un poco desalineado,
usaba un vestido largo, de una tela que él imaginó
caliente y suave. Miró alrededor, rápido, como
si no quisiera que lo sorprendieran. No había casi
nada que mirar. El sofá, los sillones, la mesita (superficie
blanca de fórmica, piernas de madera), las cortinas,
la puerta a la cocina, la puerta al pasillo y la puerta hacia
adentro. Cuando volvió la cabeza, ella estaba nuevamente
delante suyo, con los dos vasos de coñac. Él
bebió.
Está muy bueno dijo.
Calienta un poco, ¿no?
Sí.
¿Tienes frío? Él iba a
decir que no, que ya no tenía, pero ella ya no atendía.
Miraba por la ventana antes de que llegaras e imaginaba
el frío que debe estar haciendo allá afuera.
Las calles están vacías, ¿no?
Sí que están.
Y debe haber una pequeña capa de hielo sobre
los autos parqueados, ¿no?
Creo que sí, no me fijé bien en eso.
Y cuando uno habla debe salir humo por la boca, así,
mira. Ella fumó el cigarrillo, lo apagó
y soltó el humo despacio hacia arriba. Pero
allá afuera es aire condensado, no humo rió.
Lo aprendí en el colegio.
Es cierto él concordó. Y apagó
el cigarrillo.
Ella dejó de hablar. O loca, pensó él.
O puta o loca. Pero ella era discreta y mansa, los cabellos
caían en mechas desalineadas sobre la frente, el rostro
un poco gastado, las cejas depiladas y corregidas en arco.
Las uñas sin pintura, roídas observó
mientras ella llevaba otra vez el vaso a la boca, luego volvía
a sonreír, los dientes irregulares, pero claros y pareciendo
naturales. Se movió incómodo en el sillón.
Si ella no dijese nada en el próximo momento, no sabría
cómo actuar. Ella pareció adivinarlo. Puso el
vaso sobre la mesa y preguntó:
¿Cómo era mismo tu nombre?
Juan mintió, la voz brotando antes de
cualquier pensamiento.
Es un nombre simpático. Medio antiguo, ¿no
te parece? Nadie más se llama Juan hoy en día.
Los chicos suelen llamarse Marcelo, Alexandre, Fabiano, cosas
así. Las chicas son Simone, Jacqueline, Vanesa. Lo
leo siempre en aquellos partes de nacimiento en el periódico;
es lo que más me gusta leer.
Él
no dijo nada.
Hay cada vez menos Marías siguió
ella. Y cada vez menos Juanes y Paulos. Excepto nosotros,
claro. ¿Quieres otro coñac?
Fue entonces que él empezó a sentir como un
peligro rondando. Ella había avanzado el busto hacia
él. De repente tuvo certeza: ella también estaba
mintiendo. Pensó preguntarle, pero la certeza fue tal
que no era necesario. Además, la sospecha de que una
pregunta así deshiciera todo ¿Qué?
Se levantó.
Creo que ya me voy.
Ella no dijo nada.
Es muy tarde.
Ella siguió sin decir nada.
Tengo que trabajar mañana temprano.
Ella acomodó una de las mechas del cabello. Él
se encaminó hacia la puerta. Estiró la mano
para abrirla. Pero ella fue más rápida. Antes
de que él pudiera completar el gesto ella estaba a
su lado, y muy cerca. Tan cerca que sintió contra su
cuello un aliento tibio de tabaco y coñac. El dorso
de su mano izquierda rozó la tela del vestido largo.
Caliente, suave. Bastaba menos que un gesto. Pero ella ya
abría la puerta:
Dicen que si el visitante abre él mismo la puerta
no regresa jamás.
Él
salió. El corredor de mosaicos helados.
Vuelve cuando quieras ella sonrió.
Él
dio algunos pasos hacia el elevador. Ella seguía en
la puerta. Antes de entrar en el elevador se volvió
para encararla una vez más. Y no pudo contenerse.
No conozco a ningún Paulo dijo.
Yo tampoco ella sonrió. Ella siempre
sonreía.
Él
aplastó el botón de la planta baja. Pudo retener
la puerta un momento antes de que se cerrase para gritar:
Yo no me llamo Juan.
Yo tampoco me llamo María creyó
oír.
Pero
no estaba seguro. Difícil separar la voz sonriente
del ruido de hierros del elevador. Ruidoso, jalando hacia
abajo.
En la puerta del edificio, volvió a aplastar el botón
del portero electrónico:
Oye preguntó ¿no tienes
un radio despertador?
Por supuesto, en mi cabecera.
La risa llegó distorsionada a través de los
pequeños orificios del aparato.
Y tengo también una botella de vino. Pero ahora
es muy tarde.
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Título original "Joãozinho e Mariazinha",
publicado en Pedras de Calcuta, São Paulo:
Companhia das Letras, 1996, pp. 1824. Traducción:
Carlos Bonfim.
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