P O R T A D A                 Playa de la República Dominicana    
      Pedro Granados   punto de encuentro
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de amor


(fragmento inicial de la novela)
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Puerto Príncipe, 17 de agosto de 2001


Querido hermano Germán:

Desde el lunes 13 estoy en la capital de Haití, Puerto Príncipe, que es como un Tacora sin límites, salvo en los cerros donde mora la gente rica. Todos son negros aquí, y todo es también de este mismo color en la noche porque en las calles no hay luz. Sin embargo, una vez superado el miedo ante tanta oscuridad —la de la gente y la de la ciudad— te das cuenta de que son personas incluso las que viajan amontonadas como papas o gallinas yendo o saliendo del mercado de pulgas que es —hasta la puesta del sol— toda esta agitadísima capital. No te imaginas lo difícil que es hacer cualquier cosa en Haití. Hay muy pocos restaurantes, y los más lujosos parecen pollerías poco concurridas del distrito de La Victoria. No hay taxis. Pero lo peor es que no existe ni recojo de basura ni alcantarillado; la gente camina literalmente sobre la mierda. En fin, todos parecen choros, pero no te roban. En Haiti estoy acompañado de una haitiana bonita que responde al nombre de Elimane. Nos conocimos en la República Dominicana, aunque nos enamoramos en un pasadizo que podría corresponder a cualquiera de un país subdesarrollado. Salvo por un enorme árbol de mango que daba deliciosos frutos y aun más sabrosa sombra. De tanto entrecruzarnos en este pasadizo nos enamoramos. Para solaz nuestro y desagrado de sus padres militantes del fundamentalismo moreno. No te describo a Elimane por tu corazón, ya que me cuentan que lo tienes últimamente un poco delicado. Pero te digo nomás que si a ese culo lo pones a rodar por Lima te aseguro que toda la paisanada se me ataranta, se me atraganta y se me ahoga.

Nada más por ahora mi hermano querido. Pronto regreso a trabajar a Boston.

Juvenal.

 

 

Así podría recomenzar la novela de mi vida. Efervescente, transparente y ligera. Pero resulta que mi hermano Germán ya falleció y Elimane cuida un niño de otro ahora; uno que probablemente fue saliendo de su entraña como un coco. Y emprendérmelas cual un barco rompehielos contra mi propio desamor resulta guerra avisada que puede matar gente. Para empezar, a mí mismo. Desaparecer bajo el triturador de mi cocina primero con un ruido áspero, pero después como un sonido uniforme, tan uniforme como el agua que lava y tan humilde desaparece.

De pura casualidad estoy en Santo Domingo. Una vez que no fui requerido para continuar como instructor de español en la University of North Florida, hice planes de irme cuatro meses a México a pasar el rato y escribir un ensayo sobre la poesía mexicana penúltima. Pero la visa que me daban iba a ser sólo por un mes y, entonces, decidí —el viernes 1 de agosto de 2003 y en el mismo aeropuerto internacional de Miami— marcharme a cualquier país que no requiriera a un peruano hacerse notar demasiado. Comencé por casa, por supuesto, pero no hallé vuelos para ese día y, los pocos que había para el día siguiente, estaban literalmente por los cielos. Así que me vine a República Dominicana, lugar donde no tengo amigos, pero sí conozco gente amable y, cómo podríamos denominarlo, algunas lindas muchachas que aún no conozco pero que muy pronto voy a conocer.

Ahora mismo, entonces, empiezo la novela. Son como las seis de la tarde de un jueves. Día harto lluvioso que me ha tenido —hasta hace pocos minutos— tendido en la cama escuchando a Barry White. Curiosa música que (lo pude leer en el folleto adjunto al CD) de antemano volvía elegante al customer; estaba expresamente editada para que el comprador se sintiera guapo y elegante. Quizá es por este motivo que de un salto nos hemos puesto directamente a escribir: perdonados y bellos frente a nuestra iluminada pista de baile.

 

 

Juvenal Agüero aspiraba parsimoniosamente el perfume de su mujer. Lo interrumpía, encandilándolo más aún, el resplandor que emergía de aquel mar tan moreno.

—¡Qué bonita es la vida, por la crica de la madre!, decía para sus adentros

Recordaba que no esperó a que Isabel se deshiciera de su bien entallado sastre pantalón. Lino azul claro que le ceñia el toto como si éste fuera un bien estudiado mohín, la osada travesura de unos labios ávidos y carnosos. Allí mismo, en el taxi que los conducía al hotel del peruano, palpó concienzudamente ese lino y —en silencio y con todo detalle— le dijo a los ojos muy abiertos de la morena lo que les esperaba a ambos en toda aquella vasta noche.

 

 

El artículo que Juvenal Agüero escribiera sobre poesía dominicana reciente, lo había indispuesto con casi todos sus poetas. La poesía en República Dominicana, pensaba Juvenal, existía por todas partes menos en su poesía. La increíble y cotidiana creatividad del lenguaje de sus calles, todavía no constaba —filtrada o hecha un pastiche— en la literatura culta. En los poetas dominicanos existía una fundamental inhabilidad para hacer del habla un evento, una fabulación de lo real, y sólo se limitaban a darle un uso costumbrista en textos que necesitaran una gran dosis de efecto de realidad. En el panorama nacional, por lo común, la adquisición de cierta cultura sólo acrecentaba el complejo de alejarse de la gente donde, paradójicamente, residía la mayor dosis de invención con la lengua. Taras del colonialismo, de seculares luchas intestinas entre caudillos por el poder, de una dictadura de cuarenta años y de una falta de libertad de expresión —que perdura hasta hoy en día— quizá podrían representar el inicio de una explicación. Haber sido alfabetizado y, mejor aún, ser poseedor de un verbo elocuente todavía constituye un símbolo de distinción social en la República Dominicana. Para nada, ni a nadie, le interesa la literatura: tomar distancia de la ficción en que se vive, del juego local y planetario en el que uno está inmerso; mucho menos, proponer la alternativa de otros juegos, de otras lecturas.

Pero frente a toda esta irrealidad, piensa Juvenal, el dominicano es un ser bendito y, en este sentido, debe tomarse atento ejemplo del varón local. Es proverbial que nadie mama el toto como él; ningún otro sabe prenderse tan bien de allí; aquél es un buceador nato. Conexiones con la realidad más fuertes que ésta existen muy pocas. Frente a la absoluta irrelevancia, e inexistencia de sus poetas y de su poesía, está una buena mamada de toto. Sin embargo, tampoco esto es ninguna novedad para la gran poesía. Como le sugirió alguna vez su amigo Alan Smith, extraordinario lector de César Vallejo, no a otra cosa alude el famoso verso final de Trilce XIII: “¡Odumodneurtse!”, sobre todo tratándose de un contexto de complicidad dichosa —goce carnal y plenitud espiritual— entre el yo poético y el Sol (Padre), y que tendría su ápice expresivo en aquella oportunísima onomatopeya. En Vallejo, en su poesía, un gesto es más elocuente que mil palabras; aquí reside el misterio de su honda antipoesía: crear cosas, situaciones, emociones con las palabras, jamás hacer un fetiche de estas últimas. Y es por este motivo que el poeta peruano es tan diferente al resto, su poesía no está hecha de palabras; más bien, digamos que se vale de éstas sólo para empezar una tarea de tipo harto manual: radicalmente espiritual y corporal. Es más, César Vallejo ha hecho ascender el alma a los genitales y, viceversa, descender los genitales al alma. El espíritu (el Verbo) habita ahora en la pinga y en la chocha. Es quizá inspirado por esta santa paradoja que Juvenal Agüero se animó a escribir y publicar Prepucio carmesí, su primera novela de humor místico.

 

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Un Chin de amor
(aún no editada) es la continuación de Prepucio carmesí.

   
             
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