Pero nunca oí ruido ni voces de albañiles.
Desde el mundo exterior y sin yo percibirlo
me encerraron.
Constantin Cavafis
Creo
que fue el Monsieuer Teste de Paul Valéry
quien de forma pedante dijo: "el género mío
no es la estupidez". Ese comienzo un tanto abyecto para
aquellos que defienden la hipocresía, es el mejor ejemplo
del rechazo que un creador experimenta hacia el grueso número
de imbéciles que lo rodean.
Y esta sentencia viene al caso porque mi historia no tiene
otro propósito que el de apostrofar, a manera de catarsis,
a todas las masas informes de profesionales en serie que produce
la sociedad de consumo, con la característica insoslayable
de una evidente estupidez. Digo esto sin pudor, sin rubor,
seguro del rechazo que me puede granjear entre los defensores
de la cordura y la buena educación, que no son otra
cosa que las máscaras que ocultan las más viles
variantes de la sumisión humana.
En realidad, son dos historias atravesadas por el sable siniestro
del capitalismo y su nefasto sistema de producción
y alienación, sumado, por supuesto, a una tara propia
de una raza ecléctica y degradada. Dos historias, pues,
que aunque refieren hechos distintos, se unen a través
del hilo invisible de sus actores. Hay en ellas cierta dosis
de realismo y hasta de un crudo patetismo, a veces irrisorio,
que hacen pensar en un mundo de ficción y de paradojas.
La primera de las historias me ocurrió cuando concluía
mi primer libro de cuentos. Dos años me llevó
escribir diez relatos que abandoné por encontrarme
cansado de pulirlos. Los retocaba a diario, como hace cualquier
orfebre con su pieza artesanal, con la filigrana de que está
hecha su obra, palabra por palabra, oración tras oración,
párrafo por párrafo, una y otra vez hasta encontrarles
la música y la estructura que me convencieran. Poco
a poco los cuentos fueron quedando listos para su función
definitiva: agradar a los lectores. En ocasiones me despertaban
espeluznantes pesadillas en las que veía ideas discordantes
en mis escritos. Me levantaba presuroso a revisarlos con temor,
y aunque algunas veces no variaba nada, en la mayoría
de los casos perfeccionaba algo de uno de ellos.
Consideré, pues, que estaban terminados. Los guardé
celosamente hasta que pudiera encontrar un editor que los
sacara a la luz pública. Por esa época solía
participar en charlas con algunos literatos a los que consideraba
de gran valía. Era frecuente hablar entre nosotros
de los proyectos y adelantos literarios que cada uno tenía.
En cierta ocasión, un amigo poeta leyó uno de
mis cuentos. Prendado de lo que él consideró
un adecuado manejo del lenguaje y una anécdota bien
contada, me invitó, aprovechando el carácter
inédito del texto, a publicarlo en la revista literaria
que él dirigía y que llegaba a su tercer número.
Desde luego, acepté con orgullo y hasta con cierta
vanidad su gentil invitación. ¡Craso error el
mío!, ¡oh inminente tragedia que se cierne como
nube oscura sobre un cálido y apacible día presagiando
tempestades!
Olvidé por completo que el creador está dotado
per se de una desmedida inocencia y de un repudio hacia cualquier
forma de poder, al menos el verdadero creador, el que encuentra
su libertad escribiendo y el que escribe soñando. Así,
para dar cumplimiento al pacto con mi amigo, le entregué
uno de mis preciados tesoros. Mi imagen de escritor quedaba
ahora en manos de terceros, un fragmento de mi ser quedaba
flotando indefenso por el mundo. Comprendí entonces
lo falsa que resultaba la teoría de Borges al sentirse
ajeno a sus escritos, claro que eso lo dice un Borges apócrifo,
surgido de la disputa entre el Borges público y el
Borges escritor. Y en esa medida no había que creerle,
porque quien hablaba debía ser el impostor.
Esta pequeña digresión me permitirá concluir
la primera parte de mi narración. El cuento duró
unos días en la imprenta que para mí fueron
interminables y angustiosos. Mi amigo me tenía al tanto
de las pruebas iniciales de la revista que traería,
además, algunos poemas y algunas reflexiones sobre
literatura. Por fin, un día me llamó para entregarme
el producto acabado. Corrí trémulo a su encuentro,
como aquel mendigo al que acaban de notificar de la muerte
de un pariente millonario que lo ha nombrado heredero de sus
riquezas. Ese cuento simbolizaba mi propia herencia y empezaba
a saborear las mieles de su inigualable sabor. Mi amigo sonreía
orgulloso, pues allí aparecía él como
director y se publicaban algunos poemas suyos.
"Toma", me dijo extendiéndome un ejemplar. Busqué
afanoso mi cuento y lo encontré en las últimas
páginas. Me lancé a leerlo con voracidad. ¿Pero qué vi allí?. Mi cuento había sido
transformado por completo. De aquel cuento cuya lectura tanto
placer me proporcionaba, poco o nada quedaba. Alguna que otra
palabra me traía ecos del texto original, el resto
olía a inmundicia, era una argamasa putrefacta de palabras
que formaban el más despreciable caos. Los signos de
puntuación despertaban sospechas hasta en un precoz
analfabeta. Donde había un verbo había quedado
un sustantivo y al contrario. Mi amigo siguió con estupor
la metamorfosis de mi rostro y comprendió el motivo.
"¡Vieja imbécil!", exclamó,
dándome la espalda.
Luego, me contó con pesar y desazón el proceso
paso a paso, hasta sus últimas correcciones, y me mostró
algunas pruebas. Sentí entonces la indignación
que embargó al personaje de Baudelaire dispuesto a
apalear a los pobres de espíritu (nótese aquí
que muestro cierta preferencia por escritores que algunos
considerarán desquiciados o neuróticos). Porque
aquella mujer diabólica representaba el poder en la
editorial; tenía como función "levantar
textos" y, según mi amigo, su salario dependía
del número de palabras digitadas, no importaba su significado
ni su orden. De esta manera mi cuento quedó deshecho
hasta la mínima expresión posible de coherencia,
gracias a la ayuda de un robot disfrazado de mujer que ganó
algunos pesos extras con mi cuento llenándolo de comas,
puntos y signos de interrogación, hasta dejarlo convertido
en un texto ilegible y producido seguramente por un desocupado
orate.
El segundo caso me ocurrió en una ciudad distinta,
cuando ya había asimilado el golpe dado por aquel insólito
suceso. No tuvo el mismo sabor agrio del primero pero impuso
idénticas circunstancias, sólo se alteraron
las personas. Para mí, era costumbre por aquella época
pasear por el centro de dicha ciudad en la que habían
como fantásticas reliquias un par de librerías
de obras usadas. En abril llegué y desde ese momento
hice presencia a diario en las librerías, con esa ansia
que azota a quienes hemos escogido los libros como compañeros
para toda la vida. Recuerdo haber comprado una que otra obra
literaria, a veces tan sólo porque la edición
mejoraba a la que tenía en mi biblioteca: las Cartas
de Kafka a Milena, a Felice, a Max Brod, una edición
de lujo de Las mil noches y una noche en dos tomos
y otros libros perdidos luego en el recuerdo.
Después hubo un receso de varios días porque
no aparecían libros dignos de ser comprados. Sin embargo,
no dejé de visitar las librerías; ir a ellas
se convierte en un acto tan grato, que reemplaza sin remordimiento
a los infelices instantes que pasamos hablando con personas
imbéciles, nada más que por gastar el tiempo.
En el mes de octubre hice mi paseo rutinario por las librerías;
en una de ellas, la más grande y surtida, vi una colección
de libros de pasta dura que llamó mi atención.
Los tomé con admiración y respeto y me encontré
de frente con una maravillosa sorpresa: Gorki, Maupassant,
Daudet, Wilde, D'Annunzio y Poe, eran algunos entre aquella
pléyade de genialidades que habían condensado
sus apreciaciones en miríadas de palabras, metáforas
y frases bellas. Pero justo en esos momentos empezaron mis
avatares. Andaba por aquellos días influido por la
crisis monetaria que asolaba el país. Me encontraba
sin un peso para poder comprar los libros y después
de leer los índices me despedí de ellos con
gran pesar, viendo cómo en los viejos estantes se quedaba
una parte de mi felicidad.
El resto de octubre, noviembre y parte de diciembre, hice
algunas actividades extras para conseguir algún dinero
y poder adquirir la colección. Logré reunir
la cantidad necesaria y me encaminé, lleno de júbilo,
a satisfacer mi impulso de bibliófago (debo decir que
no había abandonado mis visitas, así fueran
tan sólo para comprobar que los libros seguían
esperándome).
Cuando arribé al lugar experimenté una sensación
de vértigo y una incontrolable náusea ante la
muchedumbre que transitaba por allí; no caminaban,
sino que eran arrastrados por quienes venían detrás,
como en un torrente de seres que conformaban un copioso ejército
de esnobistas o vitrineros que no soportaban su estadía
en familia y salían a untarse de ciudadanía.
Pero al llegar, noté que algo no andaba bien; por ningún
lado vi indicios de la librería. Donde quedaba, habían
exhibido abundantes árboles artificiales, bolas de
todos los colores y tamaños y colgandijos de esos que
por diciembre pululan en las casas. Entré extrañado
y atemorizado ante el cambio. Las venteras, sin embargo, eran
las mismas, disfrazadas de un verde intenso difícil
de olvidar. Pregunté por los libros y manifesté
mi deseo de comprarlos inmediatamente."Lo sentimos,
señor, los libros han sido trasladados a la bodega
porque ahora sólo se venden árboles, bolas,
luces y adornos navideños", me dijo la mujer que
parecía ser la encargada del negocio; lo expresó
sin inmutarse, sin compasión y sin dolor. La bodega
quedaba distante de la librería y la mercancía,
una vez entraba allí, quedaba sometida a un desprecio
temporal. Por supuesto, manifesté mi inconformidad
ante tamaño exabrupto; pero de nada sirvió.
Mis voces de protesta se perdieron entre el clamor de compradores
solicitando el precio de las bolas y los árboles. La
joven que atendía en la puerta, o mejor, que vigilaba,
porque en dichos lugares todos somos delincuentes en potencia,
se acordó de mi rostro y me expresó que la librería
sólo se surtiría después de haber pasado
el ciclo de rigor de las actividades comerciales: temporada
navideña, inventario en enero y temporada escolar en
febrero y marzo; o sea, que debía aplazar mi sueño
por casi cuatro meses.
Me retiré entristecido, como aquel enfermo a quien
su médico le acaba de diagnosticar un mal incurable
y le ha asignado un corto tiempo de vida. Durante esos días
guardé el dinero con suma fidelidad, acariciando el
dichoso momento en que los libros estuvieran nuevamente a
mi alcance.
En la primera semana de abril volví con la intención
de llevármelos. Para mayor sorpresa, esta vez tampoco
estaban. "Hable con el dueño, señor",
me dijo otra de aquellas horripilantes mujeres con atuendo
de capitalistas. Me lo señaló sin mirar siquiera
hacia donde apuntaba su dedo. El hombre me atendió
molesto al tener que separar los ojos de las facturas que
estaba acomodando. Con una risa de esas que Baudelaire atribuye
sólo a la felicidad pletórica de los idiotas
que no comprenden lo que sucede, el dueño me contó
de manera sucinta que la librería había sido
cerrada definitivamente. Su espacio había sido ocupado
por cantidad de objetos de diversos tamaños y condiciones.
"Nos estamos preparando desde ya para el día de
la madre, señor", remató contundente el
insigne propietario. Utilizó el mismo tono despreocupado
y desdeñoso de la primera mujer que me explicó
su sistema de funcionamiento. "¿Y los libros,
qué los hicieron?", grité de manera febril."
Como no se vendían me explicó el señor
fueron rematados por el veinte por ciento de su valor real;
eso fue en la última semana de marzo, los restantes
fueron enviados a la sede de la librería en otra ciudad".
En esta segunda ocasión pude controlar mi instinto
homicida con mucha dificultad. Inútil resultaría
cualquier intento por subvertir el orden establecido por la
especie humana, pues las normas absurdas que rigen sus conductas
provienen acaso desde tiempos remotos. Pensé, entonces,
que por mucho que sacrificáramos a uno que otro imbécil,
éstos se seguirían reproduciendo al mismo ritmo
vertiginoso con que se renueva la mercancía.
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