Aquella
encina estaba a punto de cumplir cien años.
Cuando heredó la finca de su padre, Ramiro sabía
que debía dejar a sus hijas una dote cuando se casaran.
La mayor fue la primera en tomar matrimonio, rogó al
padre que le cediese un trozo de terreno para edificar su
casa. Sin embargo a su yerno le ofrecieron un buen trabajo
lejos del pueblo y se fueron a vivir a la ciudad. El dinero
para el traslado fue suficiente para cubrir la dote y librarse
de ceder el terreno. Con la segunda, eterna solterona, no
había peligro. Vivía atendiendo a su padre y
era feliz a su manera, sintiéndose dueña y señora
de la casa desde que su madre falleciera. Lo malo vino con
la pequeña, después de rogarle durante mucho
tiempo que le diese como dote aquel terreno, Ramiro no tuvo
más remedio que transigir. Cedió un rincón
de la finca, unas pocas fanegas en comparación al resto,
sin embargo era justo el terreno donde se erguía la
casi centenaria encina.
Su
yerno decidió construir la casa precisamente en el
lugar que la encina emergía en busca del cielo, con
sus robustas ramas floreadas puntualmente en primavera, colmando
de frutos el suelo, ambrosía para los gorrinos de pata
negra que junto a ella se criaban. Ramiro, en un principio,
pensó prohibir a su yerno que arrancara la encina,
pero se dio cuenta que en el terreno que había cedido
era imposible edificar sin arrancar el vetusto árbol.
A esto se sumaba la intención de Tomás de aprovechar
su hermosa madera para construir la cama conyugal y darle
una sorpresa a su mujer.
Tomás
intentó talar el rugoso y grueso tronco con la sierra
eléctrica, pero se resistía a ser mutilado.
Tuvo que intervenir una excavadora y arremeter contra él
hasta conseguir arrancarlo. Tomás se esmeró
en el trabajo convirtiendo la cama en su pieza maestra desde
que profesara el probo oficio de la ebanistería.
Meses
después, cuando el joven matrimonio pudo estrenar el
connubio en su propia casa unos estruendosos crujidos asustaron
a María. Tomás trató de tranquilizar
a su esposa alegando que los cimientos de la casa estaban
asentándose, algo que siempre pasa con las casas nuevas.
Los ruidos cesaron y los esposos reanudaron su pasión
por Eros. Los jadeos y exclamaciones de placer fueron ensordecidos
por nuevos crujidos aun más fuertes que los anteriores,
un tremendo estruendo culminó con la rotura de la robusta
cama. María miró a su esposo con ojos asustados,
sin dar crédito a que su apasionado marido fuese el
autor de semejante destrozo. La cama yacía en el suelo
partida en múltiples pedazos, Tomás tampoco
podía explicárselo.
Un
espantoso rugido hizo temblar el suelo, el pavimento se abrió
en dos y de aquel enorme agujero surgieron unas retorcidas
raíces que abrazaron y atenazaron a los asustados cónyuges.
Sucedió
un seis de marzo de 1999, el mismo día que cien años
antes el bisabuelo de Ramiro había plantado la cepa
de la encina centenaria.
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