Agua
Los
animales humanos somos el resultado de dos decisiones tomadas
en tiempos inmemoriales: matar para sobrevivir y compartir
los alimentos. La caza nos permitió desarrollar un
cerebro más grande y propició el trabajo en
equipo; sin embargo, las hembras fueron excluidas de esta
actividad y remitidas a la penumbra de las cuevas donde se
tornaron insondables. Ahí, en lo oscurito, germinaron
también el complejo de Edipo y la justificación
de la ausencia paterna.
Entre
los primates el macho dominante no comparte su alimento y
se apodera de las mejores ramas; diferenciándonos,
concluimos que compartir los alimentos fue un acto de sensibilidad
y conveniencia que incidió de manera contundente en
el desarrollo de nuestra cultura y en la supremacía
de nuestro género sobre los homínidos contemporáneos
de nuestros ancestros, por cierto, ya extinguidos. Somos lo
que somos por lo que comieron nuestros antepasados pero sobre
todo, por la manera en que lo hicieron. En el acto de la distribución
no hubo equidad, los machos dominantes vieron "viva"
a su presa, la acecharon y tuvieron contacto visual con ella,
apreciaron la sublime partida de su alma y esa comunión
los condujo a reservarse para sí las mejores partes
de su flácido cuerpo
Así se inició
la autoridad del proveedor.
El
concepto de "equidad" es relativamente reciente
en nuestra historia; surge como resultado de un proceso racional
de los animales humanos que se ubica entre los anhelos y los
deseos, pero no por ello nos es inasible; forma parte de una
de nuestras mayores riquezas y responsabilidades: "la
capacidad de incidir en el destino natural para crear nuestro
propio destino".
La
carne aceleró nuestro proceso evolutivo que tuvo una
duración de al menos dos millones de años; durante
ese tiempo la economía de los homínidos se sustentó
en la recolección de frutos, tubérculos y leguminosas.
Esta faena la realizaban exclusivamente las hembras que recolectaban
con los hijos a cuestas; un severo cambio climatológico
ocasionó que la selva cediera su espacio a la sabana
provocando la paulatina pérdida de pelo en el cuerpo
de nuestros ancestros, en consecuencia, uno de los primeros
inventos, el rebozo, permitió a las hembras mantener
contacto íntimo con la razón biológica
de su existencia.
La
caza fue el divertimento de los hombres, originó el
chamanismo y su expresión gráfica, el arte rupestre.
Durante miles de años, las sociedades arcaicas tuvieron
una división del trabajo que permitió a los
hombres ausentarse por períodos cada vez más
largos para cazar. Entonces, las mujeres fungieron como protectoras
y formadoras de las nuevas generaciones; aun y cuando los
hombres rompían el cordón umbilical al llegar
a la pubertad y se consagraban adultos al participar en la
caza, quedó en ellos, como en las mujeres mismas, un
atávico sentimiento que perdura hasta nuestros soles
y que relaciona la seguridad con el vientre materno, con los
brazos femeninos, con la voz de la madre.
Sujetos y objetos
En
los albores de la humanidad los valores intrínsecos
de la mujer se consideraron sagrados y quizá por ello
los seres humanos que poblaron la Europa paleolítica
veneraron durante no menos de 25 000 años a una Diosa
Madre relacionada con los cultos de la fertilidad. En los
períodos Auriñaciense (c.30 000 a 27 000 a.
C.) y Magdaliense (c.15 000 a 8 500 a. C.) se elaboraron unas
estatuillas femeninas conocidas como Venus paleolíticas
que nos remiten a un culto refinado centrado en los mitos
de la generación y fertilidad: son las primeras expresiones
humanas de una divinidad. Al otro lado del mundo, los habitantes
de Mesoamérica tuvieron un desarrollo histórico
desfasado y diferenciado del resto de los seres humanos; sin
embargo, aunque tardíamente, reproducen los mismos
esquemas de la Europa paleolítica: durante el período
preclásico temprano (1800 a. de C.) encontramos en
los asentamientos del altiplano central (Cuicuilco, Tetetilco
y Tlatilco), figuras femeninas de barro que al igual que las
Venus paleolíticas, presentan atributos de fertilidad
y una morfología desproporcionada (bebés en
sus brazos, caderas anchas, dos cabezas). Estas figuras nos
remiten también a un culto primigenio íntimamente
relacionado a la mujer.
Se considera que el desarrollo agrícola fue un gran
salto de la humanidad, pero en algunos aspectos, esta argumentación
es muy cuestionable. Ciertamente nos dio cohesión y
permitió el nacimiento de las civilizaciones, pero
en cuanto a la calidad de nuestra alimentación, fue
un retroceso; en el rubro económico dio pie a que la
plusvalía generara desequilibrios en las aspiraciones
de libertad y libre albedrío de los seres humanos y,
en el plano teológico, la deidad se tornó masculina.
En
Mesopotamia, a partir del 4 000 a. C. las actividades agrícolas,
la creación de calendarios solares, el excedente de
producción y las guerras, indujeron a la creación
de una deidad joven y viril que fue a la vez hijo y amante
de la Diosa Madre. Esta nueva divinidad masculina moría
anualmente tras una cópula con su madre en la que la
Diosa se fertilizaba a sí misma con carne de su propia
carne. En el tercer milenio antes de Cristo, el emperador
mesopotámico Shoulgi, decidió reencarnar a sus
dioses en los aposentos del templo de Eanna copulando periódicamente
con una mujer que representaba a la diosa Inanna. A partir
de ese instante, el acto creador dejó de ser una atribución
mítica y femenina para transformarse en un evento de
voluntad viril.
Con
la aparición de la agricultura, la actividad económica
recayó en los hombres y la alimentación de una
familia numerosa se tornó insostenible para la mayoría
de ellos. Esta transformación de las sociedades antiguas
indujo a nuestros ancestros a la monogamia y tiempo después,
como una consecuencia de las actividades económicas,
a la esclavitud de la mujer. El signo sumerio para indicar
"esclava" representa a una mujer de la montaña
y nos recuerda que los mesopotámicos realizaban incursiones
militares a las montañas con la finalidad de capturar
mujeres que obligaban a trabajar como esclavas en los talleres
de hilado y tejido, controlados, por supuesto, por la clase
sacerdotal masculina. Las incursiones militares victoriosas
tenían el valor agregado de poseer a las mujeres de
los vencidos.
En
la cuna de las civilizaciones primigenias, el dominio del
hombre sobre la mujer se dio en primer lugar por medio de
los hijos que procreó con las esclavas e inmediatamente
después en el plano psicológico.
Pronto
hicieron su aparición la prostitución comercial
y los harenes, y el cuerpo femenino dejó de ser considerado
sagrado para transformarse en un objeto de uso masculino.
La
agricultura y las guerras de Estado perpetuaron la sumisión
de la mujer y para garantizarla, se dictaron leyes: el rey
mesopotámico Uruinimgina (c. 2352 - 2342 a. C.) determinó
que las mujeres fueran castigadas con lapidación cuando
se comprobara el adulterio y, también que se desfigurara
el rostro de aquella mujer que se dirigiese de manera irrespetuosa
a un hombre. Continuando con el paralelismo de las culturas
que nos dieron forma, entre los mexicas, la mujer era igualmente
lapidada si cometía adulterio; Fray Toribio de Motolinía
comentó en una famosa carta que dirigió a Carlos
V en el año de 1555 que los mexicas consideraban que
"las mujeres habían de ser sordas y mudas"
y el conquistador anónimo afirmó por su parte
que los mexicas son "la gente que menos estima a las
mujeres en el mundo". Los alabados griegos de la antigüedad
¡prescindieron de la mujer hasta en la esencia de la
sensualidad y el erotismo! En la tradición bíblica,
Adán nombró primero a todos los animales y cuando
dormía a hurtadillas, Dios le quitó
una costilla para crear a la mujer quien más tarde
fue recriminada por acceder a la tentación de un símbolo
fálico transformado en serpiente. Lamentablemente,
desde entonces, la moral de culpa occidental determina que
la mujer debe seguir ciegamente los dictados del hombre porque
una de sus virtudes, la curiosidad, fue la causante de la
expulsión de la primera pareja de un idílico
paraíso
Espejos
Los
seres humanos estamos llenos de creencias; basta creer en
ellas para responder puntualmente a sus órdenes.
Los
hombres han sojuzgado y mal interpretado a la mujer los últimos
5 000 años. Mujeres y hombres han sostenido la falocracia
ondulante del verbo que impone y dispone de la mujer, pero
en nuestros soles, la historia de la humanidad realiza otro
vertiginoso giro: las relaciones entre las mujeres y los hombres
se encuentran, regularmente, en crisis.
Durante
la Revolución Industrial las mujeres accedieron a importantes
derechos sociales, pero el evento que descarriló el
tren en el que viajaban los prejuicios milenarios y la sumisión
femenina, acaeció en los años 60 del siglo pasado:
en aquellos soles, las mujeres acompañaron a los hombres
en una lucha social que desembocó en el desencanto
y súbitamente las mujeres pasaron de la calle a la
cama. Se reconocieron individuos, luego entonces, ¡ya
no les interesó seguir siendo complementos circunstanciales
de los hombres! Hoy, las mujeres afanosamente intentan identificarse
como verbos, pero para desgracia de ellas y de los hombres,
las mayoría se transforma en nerviosos adjetivos calificativos
que ubican a sus hombres como una preposición y a la
primera oportunidad los cambian por un acento, cuando lo deseable
y esencial en nuestros soles, es que mujeres y hombres nos
reconozcamos como sujetos en equidad.
Las mujeres "liberadas" del siglo XXI han descubierto
su capacidad económica y toman revancha de 5000 años
de sumisión incondicional sustentada en argumentos
económicos y teológicos que en nuestra sociedad
competitiva y de servicios, carecen de validez. Algunas mujeres
de clase media occidental se han posicionado en la autosuficiencia
económica y con la flecha, el garrote y el martillo
han asumido responsabilidades del género masculino,
saliendo catapultadas a gran velocidad hacia un vacuo destino
donde reproducen e incrementan las conductas machistas que
originalmente rechazaban. Los hombres, por supuesto, de cara
a un machismo disfrazado de feminismo, nos encontramos mucho
más desequilibrados de lo que suponemos, ya que nuestra
codificación atávica y genética nos desnuda,
en tanto que ellas se arropan en nuestras carencias, total,
que nos peinamos delante a un espejo roto
Esencialmente,
el feminismo es tan recalcitrante como el machismo: son extremos
violentos que nada aportan a una reconciliación, sino
por el contrario, la dificultan. Frente al juego de absolutos,
los hombres nos hemos visto en la penosa necesidad de acomodarnos
entre la displicencia y el berrinche, porque no acabamos de
entender el origen de la rebeldía femenina: nuestros
actos. Para colmo, el futuro inmediato de la pareja se vislumbra
tenebroso con la aparición de la clonación humana:
una célula de la piel podrá sustituir a los
espermatozoides y finalmente las mujeres prescindirán
de los hombres para la procreación.
La evolución pretende ser manipulada y las mujeres
han escogido el camino rudo; ¡los hombres nos encontramos
perdidos! Nos corresponde evaluar nuestra historia y nuestra
codificación mental para transformar nuestras conductas;
de otra manera, podemos ir despidiéndonos del concepto
de familia, lo que puede ofrecernos un escalofriante escenario
en el que los individuos se realicen viendo "al otro"
como "a un aquel". Sin embargo, observemos que aún
los animales de vida solitaria responden biológicamente
a un llamado natural de reproducción y en ese sentido,
romper con nuestra historia gregaria y procrearnos prescindiendo
del erótico intercambio de fluidos corporales significa
atentar contra nuestra especie y sepultar los factores que
dieron forma a la historia de los animales humanos.
Sí
deseamos conservar a la pareja como fundamento social y como
una opción para procrear nuestra descendencia, será
preciso transitar con mayor frecuencia por el bulevar de las
acciones amorosas y consecuentes con la equidad más
que por el sendero de las promesas románticas; esta
es, a todas luces, una inteligente alternativa de reencuentro.
En esta atmósfera de ultimátum, a los hombres
nos urge colocarnos en una posición de franca negociación.
Ciertamente nos costará trabajó, pero aunque
para muchos hombres les resulta difícil tan sólo
pensarlo, hoy resulta una imperiosa necesidad aprender
a compartir el poder. Reinventarnos significa propiciar un
ambiente de tregua, donde, para nostalgia de algunas y para
alivio de otros, irremediablemente el galanteo pasará
a la historia y en consecuencia la equidad podrá transformarse
de un anhelo en un desafío.
Estas
propuestas conllevan, sin duda, muchos riesgos, demasiadas
condiciones y pocas probabilidades de triunfo. Los hombres,
podemos y digo podemos, porque siempre es un
evento potencial actuar de manera distinta. A las mujeres
y a los hombres, nos une aún la sexualidad; quizá
sea el último punto de coincidencia, sin embargo, la
individualización que proyecta Internet, el machismo
ancestral, el feminismo ascendente, la complicidad con nuestras
carencias y la sociedad de consumo, nos han colocado en posiciones
antagónicas, casi irreconciliables. Las mujeres reaccionan
y se transforman a la velocidad del sonido; nosotros, los
hombres, debemos aprender a escucharlas sin prejuicios. Nos
conviene reconocer la generosa y atávica violencia
que les ofrecemos con palabras, silencios y golpes. Intentemos
reconsiderar nuestros impulsos y, ojalá en un próximo
sol, las diosas y los dioses nos iluminen para que mujeres
y hombres logremos diferenciar las cualidades de los sujetos
y evitemos confundirlos con objetos. Transfigurándonos
y reconociéndonos en equidad, se esfuman las culpas,
no existen motivos para mantener las absurdas actitudes de
confrontación de género. La libertad es total
y realmente plena cuando se comparte
también
la responsabilidad. Con amor, disciplina y mucho sexo, hombres
y mujeres podemos romper las cadenas de la anacrónica
falocracia y evitar los garrotazos vengadores de su reflejo:
el feminismo respondón.
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