Hace
algunos años estudié la aldea asturiana de Avalle
para constatar la salud de la artesanía de la madera.
La usaban de avellano, castaño y sangrelo, de cuyas
partes destinadas a leña se nutrían los talleres
caseros para hacer cestos. De los treinta y tantos vecinos
que poblaban Avalle por entonces, ocho eran cesteros, gente
que, como se suele decir, sacaba los cuartos justos para ir
tirando en la vida en una jornada de las de sol a sol.
Aunque
está a un paso de Cangas de Onís, Avalle pertenece
a Arriondas. Cada viernes llegaba una furgoneta a recoger
las piezas hechas a mano para llevarlas a Posadas, Cabezón
de la Sal, Santillana del Mar, San Vicente de la Barquera...,
siempre a pueblos en dirección Este, donde los mediadores
las revendían a varias veces multiplicado el precio
de coste aldeano.
Los
artesanos acarreaban la madera, la troceaban, la humedecían,
la alisaban, hendían los troncos para entresacar las
láminas y armaban el cesto con lentitud de rito. Por
aquel tiempo ya no había renuevos entre los cesteros.
Los mayores en activo: Mento, Vicente, Nicomedes, lamentaban
que se perdiera la cestería con ellos. Se sentían
impotentes para retener una labor de siglos que se iba de
la aldea para no volver jamás. El crujir de la madera
retorcida en seco parecía el paso apretado de los siglos
pariendo formas; madera de la que salían tres docenas
de cestos a la semana por cada taller artesano. Según
Vicente, con la ganancia de los cestos su padre crió
como pudo a ocho hijos, pero los cinco suyos habían
tenido que emigrar a Alemania.
Hace
una semana regresé a Avalle, esta vez por Cangas, después
de subir a los lagos Enol y Ercina. Volver sobre los propios
pasos, aparte del encanto de pisar la tierra andada, presenta
la cruda frialdad de las ausencias. En la aldea ya no quedaba
ni un solo cestero. Sólo pude ver las herramientas
enmohecidas, amontonadas, la banqueta en cada taller y las
sobras de finas láminas de casta-ño, avellano
o sangrelo apiladas junto a los tiestos inútiles para
ser quemadas.
Recorrí
el corto paisaje de calles como quien tiene una cita ineludible
con la nostalgia. No quise revestir el viaje de cala etnográfica.
Ya que de entrada constaté la desaparición de
la artesanía, me dediqué a escuchar y a comprarle
a la familia de Vicente unas manzanas para el camino. Me contaron
que no sabían si el viento se había llevado
la flor o los ratones habían secado las raíces;
lo cierto era que los árboles habían dado una
pobre pumarada. Los lagares de sidra tendrían que ir
a buscarla por otros pagos. La hija mayor fue a más
al decirme: 'Las manzanas volverán con la cosecha próxima.
Los cestos que buscas, no'. Era eso. Las bellas formas hechas
a pie de umbral murieron en la aldea con los que las hacían.
Por
la tarde, rumbo a cualquier sitio, pude ver aún algunos
cestos colgados en tiendas para turistas. Cestos sobrantes
de la hornada postrera. Resto de una labor artesana que parecía
decirme que nadie había contado su pequeña gran
historia, muerte incluida, ni la agonía sufrida durante
los últimos años en la humilde aldea de Avalle.
|