Yo
aprendí cine por ósmosis. Uno capta una
especie de sentido interno que le dice cómo se
construye una película. No creo que uno pueda,
de verdad, aprender a dirigir.
Peter Bogdanovich
|
Han
transcurrido tres décadas desde la época del
auge del cine oriental de artes marciales que proporcionó
fama mundial al karateka Bruce Lee y puso de moda este tipo
de subgénero de acción en occidente con una
repercusión sociológica que se reflejó
a través de la gran cantidad de fans que corrieron
de forma despavorida a apuntarse a los gimnasios para emular
a sus ídolos de la pantalla. Figuras que, dicho sea
de paso, produjeron un tipo de cine execrable y de baja calidad
que fue consumido a carretadas por espectadores poco exigentes.
Las referencias a los grandes maestros del cine japonés
(Kurosawa, Inagaki, Kobayashi) se perdieron por completo y
el modelo del samurái o del ronin, maravillosamente
encarnado por Toshiro Mifune en títulos como Los
siete samuráis (1954) o Yojimbo
(1961), se banalizó hasta el extremo de convertirse
en la imagen caricaturesca de una cinematografía tan
excelsa como había sido la asiática.
Recientemente se han realizado intentos, tanto por parte de
la industria americana como por parte de la japonesa, de resucitar
este género de películas con resultados más
bien pobres a nivel artístico y que sólo han
dado su fruto en taquilla. Tal es el caso, por ejemplo, de
El último samurái (2003), donde
el cineasta estadounidense Edward Zwick ha intentado insuflar,
sin demasiada fortuna, un cierto aliento épico y espiritual
a la historia de un soldado americano (Tom Cruise) que adopta
el modo de vida y el código de honor de un guerrero
japonés, proyecto para el cual se han tomado como referentes
estéticos los films de Akira Kurosawa sin que, por
ello, se le pueda hacer mayor elogio que el de la espectacularidad
y el colorismo de sus imágenes.
No obstante, la aproximación nipona ha resultado ser
tan decepcionante como la americana, motivo de gran desdicha
para los amantes del cine, puesto que su artífice ha
sido un Takeshi Kitano obviamente desorientado ante la riquísima
tradición cinematográfica de su propio país.
Su último film Zatoichi (2003), basado
en la legendaria figura de un samurái ciego del que
se habían rodado ya varias adaptaciones a cual
de ellas más lamentable, dice muy poco a favor
del autor de El verano de Kikujiro (1999), quien
ha abordado el imaginario autóctono de su Japón
natal de manera más superflua, si cabe, que la industria
norteamericana, permitiéndose incluso ciertas licencias
de cine musical que rematan la ridiculez del conjunto.
En
medio de esta coyuntura ha llegado a las pantallas, después
de seis años de silencio cinematográfico, la
última película de Quentin Tarantino, enfant
sauvage del independiente USA y autor de tres films que,
gracias a su innovador uso de las estructuras narrativotemporales,
han influido decisivamente en el cine contemporáneo:
Reservoir Dogs (1992), Pulp Fiction
(1994) y Jackie Brown (1997). Su reciente Kill
Bill (2003), que será estrenado internacionalmente
en dos partes a causa de su larga duración, ha servido
para añadir más leña al fuego dentro
de la polémica sobre el resurgimiento del cine de artes
marciales. En cualquier caso, no haríamos digna justicia
a esta obra si redujésemos el amplio abanico de referentes
en los que se ha basado Tarantino tan sólo al cine
asiático de acción, aunque éste sea el
substrato de base para la construcción de su argumento.
En
realidad, la cosa va mucho más allá en ambiciones
y pericias: ante la cámara de Tarantino desfilan todo
tipo de heterogéneas influencias procedentes
de las culturas y tradiciones más opuestas y también
de los más opuestos y dispares substratos cinematográficos,
musicales, estéticos y literarios que hacen de
Kill Bill un pastiche casi indescriptible. Con
la fluidez del experto narrador que siempre ha demostrado
ser, Quentin Tarantino deambula indistintamente por el terreno
del cine de artes marciales, del anime (el cine de
animación japonés), del spaghetti western
o de la subcultura de los seriales televisivos y del cómic
con toda su estética colorista y chillona. Sin solución
de continuidad, el artífice de esta virguería
visual extrae anotaciones directas de la indumentaria de Bruce
Lee y también de innumerables personajes de ficción,
hace alusiones precisas a escenas y planos pertenecientes
a otros films de Sergio Leone, Peckinpah, Kurosawa o
del propio Lee, utiliza en apariciones estelares a actores
fetiche del género de artes marciales (como es el caso
de Sonny Chiba) y emplea una banda sonora plagada de extravagantes
temas musicales ya existentes y compuestos por músicos
de procedencias y estilos muy distintos (podemos escuchar
desde canciones de Nancy Sinatra a partituras de Luis Bacalov
o Bernard Herrmann, pasando por alocadas melodías niponas
propias de las series manga).
La
acción sigue siendo tan palpitante o incluso más
de lo que suele ser habitual en el cine de su autor, pero
lo que ha aumentado, sin lugar a dudas, es el grado de violencia:
la sanguinolencia de Reservoir Dogs o Pulp
Fiction está llevada hasta al paroxismo en
Kill Bill, en donde asistimos a decapitaciones,
cercenamientos de extremidades humanas y ríos de sangre
que llegan a salpicar literalmente a la propia cámara.
No obstante, el exceso no mengua los atributos estéticos
del film que son verdaderamente abrumadores. Todo hasta
el más mínimo detalle de cada plano ha
sido concebido por Tarantino con una asombrosa perfección
formal y escénica con el fin de lograr una obra irreprochable
a nivel visual: contraluces sobre fondo azul, abundancia de
planos de endiablado ritmo y frenético montaje, elaboradísimos
escenarios donde las luchas tienen lugar bajo el esplendor
de los elementos, cuidadísimo tratamiento pictórico-colorista
(casi se puede hablar de una "estética de la sangre")...
Sin
olvidar toda una secuencia completa de animación manga
de más de diez minutos de duración
absolutamente insólita en el cine de su autor y, por
supuesto, inusual en el cine americano corriente. Son precisamente
todas estas aportaciones las que suponen una nueva innovación
en el estilo cinematográfico tarantiniano. A tal efecto,
este realizador ha optado por dar una importancia mucho mayor
al impacto visual que al contenido argumental, que queda así
reducido a poco más que una simple anécdota:
el mismo día de su boda, Beatrix (Uma Thurman), ex
componente de la organización Deadly Viper Assassination
Squad (DVAS), sufre un atentado mortal ordenado por Bill (David
Carradine), jefe del escuadrón y ex amante de Beatrix;
dada por muerta, acaba recuperándose después
de permanecer cuatro años en coma y decide emprender
su particular venganza contra el cuerpo de DVAS y, especialmente,
contra su antiguo jefe.
Pese a la evidente insignificancia del argumento, Kill
Bill funciona a las mil maravillas porque lo primordial
para Tarantino es que asistamos a un concepto de puesta en
escena al que no nos tiene acostumbrados, en donde prescinde
de la brillantez del guión y de los diálogos
para conferírsela a las imágenes. Es posible
que a muchos espectadores les cueste entrar en este film por
su carácter atípico que puede llevarles a valorarlo,
en parámetros meramente informales, como un simple
pastiche. Pero lo que es innegable es que se trata de un film
de sólidos planteamientos ante el cual hay que desistir
en el empeño de buscarle una trascendencia a la historia
y degustar la perfecta armonía que se desprende entre
fondo y forma.
Por
lo tanto, podemos afirmar que Quentin Tarantino, en comparación
con Zwick y Kitano, ha sabido renunciar a la adopción
sistemática de unos modelos de representación
cinematográfica y cultural ya establecidos para llevar
a cabo un proyecto particular y genuino. Nos hallamos, por
consiguiente, ante una labor digna de elogio en virtud del
talento demostrado por su autor, que ha sido capaz de mantener
su personalidad artístico-creadora por encima de la
enorme variedad de fuentes distintas empleadas para la construcción
de su Kill Bill.
|