P O R T A D A        
Sergio Manganelli
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  38     Cuatro poemas.    

Cuatro poemas

 
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La patria
es un café
al que desciende,
bajo un fragor de lluvia,
estremecida,
su plena luz
de arcángel suburbano,
florida de castaños,
desvelada de augurios
y urgencia metafísica.

A trocarme ese absurdo
rebaño de la pena
por guiños y candiles,
verdad perecedera,
parábolas de musas
y viajeros,
o a ayudarme a cruzar
a través suyo,
salvar de sur a norte
las barricas.

Hasta la incierta hora
en que gravita
el aura de la ausencia
entre sus labios,
y el vaho del amor
fermenta los silencios,
en la borra
de un pocillo
abandonado.

 

 

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La noche determina
su desfalco de estrellas
opacadas,
y sobre el plato del reloj
el segundero aquieta
su espasmódico esgrima
giratorio.

Hoy la vida es un beso taciturno,
un silencioso golpe
de espuma derramada.
Un pez naranja,
una copa
de vides entreabiertas,
un soplo de ceniza.

Un jardín,
callada inmolación,
en donde triunfa el bien,
como una estrella amarga.

Un transparente brillar de caracolas,
y un mar azul,
lejano,
bramando como un toro
sobre la arena helada.

La madrugada es un banderillero negro,
y la poesía sangre irremediable.

 

 

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Para ser claro,
renuncio a las frases alusivas,
a la caligrafía pálida
sobre el cuaderno mudo de las tumbas,
rechazo el podio hipócrita
de la bondad post mortem,
y a esa memoria tan desmemoriada.

Yo no quiero que apunten
en mi lápida la palabra yace,
me niego espeluznado.
No anhelo ese cheque grosero
con el que expían de mármol de hospital
lo que siempre te negaron avaros.

Ni acepto que se luzca
bajo una lluvia
de mierda de palomas
ese verbo impiadoso
en tercera persona.

No le abro los postigos,
ni a sus endebles secuaces
el adjetivo inerte
el absurdo abatido
menos aún al implacable muerto
-auxiliares morbosos de crónicas de sangre-
prefiero que sentencien
se pudre
se funde
se disuelve
pero jamás
yace.

Porque la muerte
puede sea otra cosa,
menos sucia y severa,
mejor que la tapa biselada y sorda,
quizás algo tan simple
como tumbarse al sol,
sobre el pasto o la arena
en una tarde franca y sin ruinas,
con vino y con regazo,
y sonrisas con huella
y dialecto de besos
y un murmullo entrañable
que recite poemas.

Quizás yacer
no sea esa quietud
de corazones secos,
ni el sueño, ni el olvido,
sino un íntimo zafarrancho,
un arrebato de vida sin permiso,
un insomnio de goce,
con marea de lluvia
y peces sin abismo.

Una muchacha fresca,
pechos de hierbabuena,
que te besa la ausencia
sin placebo y sin pena.

Ojalá no sea
el hartado celeste
de los castos y pulcros,
tampoco el infierno ceniza,
el hoyo de un ambiente
con renta anticipada,
sino jugar rayuela
hasta llegar al cielo,
y que don dios gorrión
disponga tiernamente:
“levántate y vuela”.

Puede que signifique
cerrar la vida apenas,
como quien deja un libro,
hasta que en una noche
de miedo a la tormenta,
o duda desvelada,
lo hojeen conmovidos,
esos ojos más nuevos
que guardan mi mirada.

 

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Los que se matan
jamás son aquellos
que no quieren vivir,
esos apenas aprietan el gatillo
o tragan el veneno.

Los que de veras mueren,
los que en verdad se pierden,
son esos tipos aéreos
enamorados de la vida,
esa hembra estupenda
que cada tanto
les deja encendida
la luz en la ventana,
y que una noche
del carnaval menos pensado
se les suelta de la mano,
la pierden de vista
en el corso febril
de la avenida de los sueños.

Y corren, gritan, se desgarran
intentando reencontrarla
debajo de cualquier mascarita.

Hasta que tras el redoble
de lo que ellos creen
la última comparsa
se miran abatidos,
se tocan desolados
y se acuestan sin vida,
pretendiendo aliviarse
en la caricia trágica
de una puta de negro.

       
       
       
       
       
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