Los abismos suelen atormentar a los más intrépidos,
sólo el objetivo de ser cruzados, a veces, es lo único
que importa. Uno nunca sabe lo que le depararán los
próximos pasos que se darán. Uno no puede ver
mas allá de ese gran vacío, ese precipicio que
se interpone, que sólo puede ser vadeado con la fe,
con las ansias de conocer, de ver que hay en el otro lado.
La mítica búsqueda que los viajeros llevan en
la sangre, la sagrada vocación de guardar nuevas imágenes
tras nuestras retinas, sobredosis de rostros, colores, olores
y sabores que hasta ese momento nos eran ajenos o que incluso
ni podíamos intuir. Ver el sol desaparecer en un horizonte
nuevo. Tener en la punta de la lengua el desasosiego, mientras
el hielo entumece mi carne y veo una luna nueva, esa que estuvo
siempre ahí, pero que allí es tan distinta...
El
primer abismo desde Düsseldorf, era el Océano
Atlántico, pero bueno, cruzarlo no era ya para mí
algo nuevo, sólo 12.000 kilómetros de encierro
y estaría de nuevo en Buenos Aires. Otros 1.500 kilómetros
hasta Jujuy y, desde allí, uno sí podría
volver a hablar de abismos y medir el camino en lo que duraría
nuestro viaje, es decir, en 4.287 kilómetros a través
de los Andes... luego estaríamos en el otro lado de
la incertidumbre una vez que hubiéramos llegado a Lima...
Un
bendito cielo azul, propiedad exclusiva del Cono Sur, acompañó
nuestros días; el frío andino nuestras noches
de apunamiento, y así se fueron yendo nuestras semanas,
primero Purmamarca, después Tilcara, Humahuaca y, tras
La Quiaca, dejar el país que en algún momento
me vio nacer. Ya en Bolivia, se puede perder la orientación
y no saber si uno esta situado en Oriente o en Latinoamérica,
enjambres de personas con ropas multicolores hombreando pesado
bultos en un caos infinito. Desde
Villazón hasta Tupiza, uno entiende por qué
en Bolivia hay tan pocas rutas asfaltadas. Llegar a la desértica
ciudad de Uyuni con siete grados bajo cero, a la una y media
de la madrugada y sin hotel puede ser una de las más
infelices ideas que se le puedan ocurrir a alguien, pero sólo
con ver un amanecer en el gran Salar todo puede olvidarse;
internarse a través de 160 kilómetros de sal
es una de esas experiencias que no tienen precio. Más
allá está Oruro y luego La Paz, una de esas
ciudades que uno jura no volver a pisar, o será que
a los 4.000 metros de altura las cosas se sienten de otra
manera y, si no se toma un té de coca, parece que la
cabeza pueda estallar en cualquier momento. Más allá,
la magia olvidada de Tiahuanaco, una de las principales ruinas
de la cultura Aymara. Llegar a Copacabana a orillas del sagrado
lago Titicaca en medio de una fiesta popular con todo un pueblo
bajo los efectos de la chicha para después abandonar
Bolivia con destino Puno y volver al lago, una vez más,
surcar sus frías aguas mientras nuestra barca se iba
inundando lentamente con el peligro de zozobrar y yacer a
trescientos metros de profundidad, pero a más de tres
mil metros sobre el nivel del mar, parecía más
que una surrealista manera de morir. Taquile
estaba allí para no dejar que nos fuésemos a
pique. Volver a Puno y cambiar de planes repentinamente y,
sin saberlo, no tomar el autobús que deberíamos
haber tomado y que iba a acabar en el fondo de una quebrada.
Fuimos testigos de cómo, tras la tragedia, la policia
amontonaba en una gran pila las mochilas de los que habían
volado hacia el lecho del río en un vehículo
sin control. Nuestro próximo día de saludable
y azarosa suerte nos encontró en la puertas de la imperial
ciudad de Cuzco, y de allí hasta nuestro objetivo,
un pequeño pueblo perdido entre las montañas
y la selva, al cual sólo se accede por tren o caminando
cuatro días, llamado Aguas Calientes que está
al pie de ese extraño legado inca llamado Machu Picchu.
Estábamos
casi al otro lado y ya no eramos los mismos, los mil kilómetros
que quedaban hasta Lima fueron sólo un abrir y cerrar
de ojos entre esos Andes que siempre parecían estar
al alcance de nuestras manos. El polvo en nuestras mochilas,
el sabor extraño de lo que acabábamos de conocer
y que pronto íbamos a dejar atrás, la eucarística
llegada al otro lado del camino y el saber implicito de que
uno había atravesado ese abismo de cultura, de conocimiento,
de...
Nostálgicos
encuentros y despedidas... y de eso se trataba, mis cuarenta
rollos de fotos habían sido sensibilizados de distintas
maneras y esas fracciones de segundos en que habían
alcanzado la luz, posibilitarían que eternamente pueda
regresar a aquellos remotos caminos...
las
imágenes
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