Incitación
al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena
de Pablo Neruda es vendido por las calles de Santiago a partir
del 18 de febrero de 1973. A la vuelta de la esquina, incluso
más allá de las cuadrículas repletas
de viviendas obreras, una mañana color cobre como el
cielo enterrado del país, alguien recibe el extraordinario
panfleto, pero le parece oír, primero de modo circunspecto,
deslizándose suavemente y aún confuso entre
las capas de aire, y luego apenas claro, más precisamente
claroscuro, como la voz que surge de la radio cuando la sintonía
es acertada por la aguja y la lumbre que recorren el misterioso
dial, un extraño sonido, quizás un híbrido,
una mezcla: voz, voz humana, e interferencia, perseverante
y cruel interferencia. ¿Acaso ya se escuchan los motores
de los Hawker Hunter que bombardean y ametrallan La Moneda
y llevan la muerte al compañero presidente Chicho Allende?
El obrero, el estudiante, en la mañana de cobre donde
reverbera el bermellón de la sangre, abre el libro
y lee un verso al deliberado azar: "El presidente es
Salvador Allende". Pero el sonido confuso que la radio
del tiempo siempre transmite, con repeticiones, variantes
y simetrías, ahora se asemeja a una voz, a una
voz familiar, y ya no se sabe qué llega de las páginas
y qué del cielo-suelo que abraza la situación:
"...el compañero presidente no abandonará
ni a su pueblo ni a su sitio. Permaneceré aquí
en La Moneda inclusive a costa de mi propia vida".
Extraña literatura, el libro y la mañana de
cobre, la realidad y la red simbólica convertidas en
una masa indivisible. El trabajador, el estudiante, el palanquero,
el rabadán, el alarife, el labrador,
el gástifer, el simple cachafás de
regimientos, capaz de trenzarse a puñete limpio o de
echar fuego hasta por las orejas, lee el libro, ¿pero
dónde está el libro? ¿Y dónde
está el poeta? Las palabras no son palabras y el poeta
no es poeta. Las palabras son piedras araucanas y el poeta
es bardo de utilidad pública. Una mañana de
cobre, chilena y latinoamericana, punto de encuentro de la
victoria y la derrota, de la grandeza y la traición,
una mañana de confluencias, de hombres y de fulanos.
En una calle de Santiago, a la vuelta de la esquina, en el
rojizo punto infinito donde las íntimas ideas rompen
canastos y vuelan como mariposas, el libro es panfleto, maravilloso
panfleto, destinado a la destrucción del enemigo.
Y cuando el infinito está en las calles, las paralelas
se tocan en la propia gente.
El
libro-panfleto fluye, refluye y confluye, es incitación
y alabanza en el punto rojizo, en el lector. Y las aguas se
confunden. Y, por supuesto, es pertinente. Confluencia. La
incitación es al nixonicidio y la alabanza
es a la revolución chilena, pero también la
incitación es simultáneamente alabanza de la
propia voluntad combativa y la alabanza se celebra
a sí misma como incitación al compromiso revolucionario.
Y ese compromiso alabatorio e incitador llega en la mañana
de cobre y caen sus palabras de inminente futuro de nubes
confluentes, de nubes tan latinoamericanas:
El
pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no
debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.
Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino.
Superarán otros hombres este momento gris y amargo
en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes
sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo
se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre
libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!
¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
(Salvador Allende, mensaje radiofónico. 11/9/1973).
La mañana de cobre muestra algunos rayos de luz y las
sombras que nacen de entidades y personas a la vuelta
de la esquina parecen reflejar palabras sobre el empedrado,
página de piedras araucanas donde los pies mártires
escriben textos entintados de sangre popular. Y la lucha debe
continuar, por la justicia y la dignidad de los pueblos. Entonces
el bardo, boca pero también pierna de la multitud,
reparte municiones en la feria debajo de la mañana
de cobre y sangre, y luego, firme, comienza a disparar:
... verso a verso matemos de raíz / a Nixon, presidente
sanguinario. / Sobre la tierra no hay hombre feliz / nadie
trabaja bien en el planeta / si en Washington respira su nariz.
/ Pidiendo al viejo bardo que me invista, / asumo mis deberes
de poeta / armado del soneto terrorista, / porque debo dictar
sin pena alguna / la sentencia hasta ahora nunca vista / de
fusilar a un criminal asdiente / que a pesar de sus viajes
a la luna / ha matado en la tierra tanta gente, / que huye
del papel y la pluma se arranca / al escribir el nombre del
malvado/ del genocida de la Casa Blanca. ("Comienzo
por invocar a Walt Whitman", en Introducción
al Nixonicidio y Alabanza de la Revolución Chilena,
México, Editorial Grijalbo, 1973).
Hoy, lunes 12 de abril de 2004, en una mañana de cobre
en Buenos Aires, Nixon se llama Bush; el genocida de la Casa
Blanca se llama el genocida de la Casa Blanca.
Rindo aquí, a través de estas citas, mi homenaje
a Salvador Allende y Pablo Neruda, héroes populares,
hombres, piernas de multitud.
Neruda:
"Y así llegué con Allende a la arena:
Al enigma de un orden insurgente,
A la legal revolución chilena
Que es una roja rosa pluralista"
Allende:
La situación es crítica, hacemos frente a un
golpe de Estado en que participan la mayoría de las
Fuerzas Armadas. En esta hora aciaga quiero recordarles algunas
de mis palabras dichas el año 1971, se las digo con
calma, con absoluta tranquilidad, yo no tengo pasta de apóstol
ni de Mesías. No tengo condiciones de mártir,
soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo
me ha dado.
Neruda:
Aquí en Chile se estaba construyendo, entre inmensas
dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre
la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional,
del heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De
nuestro lado, del lado de la revolución chilena, estaban
la Constitución y la ley, la democracia y la esperanza.
Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y
polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena,
monjes falsos y militares degradados. Unos u otros daban vueltas
en el carrusel del despecho.
Allende:
En estos momentos pasan los aviones. Es posible que nos acribillen.
Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro
ejemplo, que en este país hay hombres que saben cumplir
con la obligación que tienen. Yo lo haré por
mandato del pueblo y por mandato consciente de un Presidente
que tiene la dignidad del cargo entregado por su pueblo en
elecciones libres y democráticas.
Neruda:
A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron
en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente
contra un solo hombre: el Presidente de la República
de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete,
sin más compañía que su corazón,
envuelto en humo y llamas. Tenían que aprovechar una
ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque
nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado
secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver
que marchó a la sepultura acompañado por una
sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del
mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada
por las balas de las metralletas de los soldados de Chile,
que otra vez habían traicionado a Chile.
En
la mañana de cobre, profundidad del cielo de cuyas
entrañas se extraen oraciones pronunciadas por muertos
que no mueren, cielo-carne, cielo-espíritu, entre versos
y disparos, incitaciones y alabanzas, trabajadores y estudiantes
y traidores y fulanos, 12 de febrero de 1973, 11 de septiembre
de 1973, 12 de abril de 2004, las calles y La Moneda, Santiago
y la Casa Blanca, Nixon, Bush, Pinochet, acá y allá,
nubes, cielo, suelo, sangre, piedras, palabras, cueca, chicha,
páginas y calles, un trabajador, un estudiante, lee
versos al deliberado azar y le parece escuchar voces:
Chicho
no se suicidó, a Chicho lo mataron. Lo mataron los
traidores, como a Cristo, como al Che, como a los millares
de hombres y mujeres desaparecidos y asesinados en el interminable
Gólgota latinoamericano.
Extraños sonidos. Angustia. Allende, tu cuerpo será
escondido y tu voz será callada. Neruda, tu casa será
saqueada y tu voz será callada.
Extraños sonidos. Esperanza. Allende y Neruda, sus
voces jamás serán calladas. En el dial de la
mañana de cobre transmiten sus palabras interminablemente,
se arrojan, orgullosas y vehementes, sus piedras araucanas
al estanque de la dignidad de los pueblos. Y que los tiranos
se salpiquen. Mejor aún, que se ahoguen en el implacable
tiranicidio de los bardos justos.
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