P O R T A D A    

La Chascona, biblioteca. Manuel Garrido Palacios

 

Nerudiana

 

A los dieciocho años o así conocí a una mujer pareja en edad que me descubrió a un tal Pablo Neruda por un poema de un libro suyo en el que hablaba de naufragios y de «sentina de besos». Nunca tuve un ejemplar propio. Ni nadie. Cuando compramos un poemario, y más si los veinte poemas arropan a «una canción desesperada», nos llevamos un espejismo, una ilusión que el autor ha dejado suelta para que creamos que poseemos su Poesía, que vivimos ese cosmopoema continuo que nos figuramos que es su vida. Y lo que tenemos delante no pasa de un papel cosido a otro, y a otro, y a ciento cuarenta y tres más, con sus pastas gruesas, coloreadas, donde figura un título y un nombre.

Mi intención no era la de degustar poesía leída, sino hacerla directamente a, ante, bajo, cabe, sobre aquella mujer que se empeñaba en hablarme de Neruda («amada, amarra tu corazón al mío»), poeta del que empecé a tener celos, porque ella gozaba tanto al leerlo, que se debatía en orgasmos espirituales envuelta en el celofán de sus poemas. Quizás yo sólo quería decirle: «Aquí está el pan, el vino, la mesa, la morada, el menester del hombre, la mujer y la vida».

Pablo Neruda y Matilde en 1965, Hungría.

Al final, rompimos. «De pena en pena cruza sus islas el amor». A los dieci ¿cuántos dije? se rompe, se destruye, se lija el tiempo con pliegos del cero basto, se va y se viene como si se tuviera prisa por escribir sin escribir mil poemas de amor y desesperarse en una última canción. «Y establece raíces que luego riega el llanto». La semilla trabajada por ella no fue inútil: «desde entonces soy porque tú eres». Yo estaba vacío y la miés echada con buena mano fructificó dejándome ver que con las palabras podían pintarse los sentimientos: «Dos amantes dichosos no tienen fin ni muerte, nacen y mueren muchas veces mientras viven».

Al fin, los versos que Pablo Neruda ofrecía como muestra de sus dentros pasaron a ocupar un lugar en mi vida hasta el punto de entender de golpe, a través de su transparencia, al amor que tanto amé («No sé quién eres. Te amo»), ya perdido, y que me hizo sentir en su ausencia «los versos más tristes» muchas noches: «Ausente, por los sueños tu corazón navega / ... / es tu corazón el que reparte en mi pecho los dones de la aurora /... / te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente, entre la sombra y el alma».

Treinta años más tarde presenté una película a un festival en el que se proyectó en sesión continua con otra de Antonio Skármeta, bellísima, cuyo nombre no recuerdo con precisión ahora, pero que podía ser «El cartero». (Perdona, Antonio). A la salida de la doble función pude expresarle mi admiración por la obra entera, pero, especialmente, por dos sutiles momentos. Uno es el ya conocido de querer leer la poesía de aquel poeta que no sabía que era poeta. Otro es cuando va a llevarse la policía de «la magna espuma de Isla Negra» a Neruda, con la tragedia de su país de fondo, y le repiten voces que no son de nadie y son de todos: «No tema, don Pablo, es un trámite, es un trámite, es un trámite». Skármeta hizo poesía visual sobre la poesía escrita al rescatar de la crudeza el eco traducido de aquella voz repetida: «supe que fui herido». Fue capaz de reflejar la sombra del «trámite» burocrático por el cual te cortan las alas de la expresión, te taponan las salidas del sentir. Por el cual te matan. Es el «trámite» que se aprieta en ese instante lindero entre la vida y la muerte. «Brasa negra del sueño /... / fundaremos un traje que resista la eternidad de un beso victorioso». «Trámite» de todo cuanto existe, siempre a tiro del poder, de la ambición; siempre con el dedo dictador a toda hora palpando el frío del gatillo. «Trámite», no para tomar el camino temporal de lo efímero, sino el que lleva «allí donde respiran los claveles».

No sé si aquel verso: «Cuando yo muera quiero tus manos en mis ojos», lo trazó su mano como epitafio, o si «El mes de marzo vuelve con su luz escondida» era un esperanzado latido con vocación de eterno, como lo es su obra. «Trámite» para los cuerpos. El alma aparece bien pertrechada sabiendo que «sólo somos un solo espacio oscuro, una copa en que cae la ceniza celeste, una gota en el pulso de un lento y largo río».

Cierto que «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo ido». Fue un hoy cualquiera cuando me enteré a través del amor de aquella mujer nerudiana del nombre del poeta. También fue un hoy cualquiera de 1946 cuando Gabriela Mistral, al recibir el Nobel de la Academia Sueca, dijo: «Si el Premio era para honrar a mi país, tendría que haberse otorgado a Pablo Neruda». Hubo que esperar hasta 1971, otro hoy cualquiera, para que las mentes sabias que otorgan los premios acabaran de comprender «esta simplicidad sin fin de la ternura».

Posiblemente, lo mismo que al leerlo sólo poseemos un papel impreso, al premiarlo no hacían más que imprimir algo que ya estaba en el aire que habitaba el paisaje sobre el que Neruda había crecido como poeta: «Amo el trozo de tierra que tú eres /.../ y así recorro el fuego de tu forma besándote /.../ todo vive para que yo viva; sin ir tan lejos puedo verlo todo».

La Chascona, biblioteca.

© Manuel Garrido Palacios Datos sobre el autor
Jordi Graupera: Sólo puedo quererte con olas a la espalda. Hernán Andrés Vargas Leguás:  Crecer con Pablo. María José Sánchez-Cascado: Alacena elemental (la cocina de las Odas). Mercedes Serna Arnaiz:  El erotismo doliente. Nostalgia y soledad sexuales. Manuel Garrido Palacios: Nerudiana. César Antonio Sotelo: Que pase el mar... Pieza breve en tres escenas.
Andreu Navarra Ordoño:  Tendido sobre la última sombra (lecho de muerte). Juan Diego Incardona: Mañana de Cobre. Fabio Borquez: Isla Negra. Antología Enlaces Un juego
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