A
los dieciocho años o así conocí a una
mujer pareja en edad que me descubrió a un tal Pablo
Neruda por un poema de un libro suyo en el que hablaba de
naufragios y de «sentina de besos». Nunca tuve
un ejemplar propio. Ni nadie. Cuando compramos un poemario,
y más si los veinte poemas arropan a «una canción
desesperada», nos llevamos un espejismo, una ilusión
que el autor ha dejado suelta para que creamos que poseemos
su Poesía, que vivimos ese cosmopoema continuo que
nos figuramos que es su vida. Y lo que tenemos delante no
pasa de un papel cosido a otro, y a otro, y a ciento cuarenta
y tres más, con sus pastas gruesas, coloreadas, donde
figura un título y un nombre.
Mi
intención no era la de degustar poesía leída,
sino hacerla directamente a, ante, bajo, cabe, sobre aquella
mujer que se empeñaba en hablarme de Neruda («amada,
amarra tu corazón al mío»), poeta del
que empecé a tener celos, porque ella gozaba tanto
al leerlo, que se debatía en orgasmos espirituales
envuelta en el celofán de sus poemas. Quizás
yo sólo quería decirle: «Aquí está
el pan, el vino, la mesa, la morada, el menester del hombre,
la mujer y la vida».
Al
final, rompimos. «De pena en pena cruza sus islas el
amor». A los dieci ¿cuántos dije? se rompe,
se destruye, se lija el tiempo con pliegos del cero basto,
se va y se viene como si se tuviera prisa por escribir sin
escribir mil poemas de amor y desesperarse en una última
canción. «Y establece raíces que luego
riega el llanto». La semilla trabajada por ella no fue
inútil: «desde entonces soy porque tú
eres». Yo estaba vacío y la miés echada
con buena mano fructificó dejándome ver que
con las palabras podían pintarse los sentimientos:
«Dos amantes dichosos no tienen fin ni muerte, nacen
y mueren muchas veces mientras viven».
Al
fin, los versos que Pablo Neruda ofrecía como muestra
de sus dentros pasaron a ocupar un lugar en mi vida hasta
el punto de entender de golpe, a través de su transparencia,
al amor que tanto amé («No sé quién
eres. Te amo»), ya perdido, y que me hizo sentir en
su ausencia «los versos más tristes» muchas
noches: «Ausente, por los sueños tu corazón
navega / ... / es tu corazón el que reparte en mi pecho
los dones de la aurora /... / te amo como se aman ciertas
cosas oscuras, secretamente, entre la sombra y el alma».
Treinta
años más tarde presenté una película
a un festival en el que se proyectó en sesión
continua con otra de Antonio Skármeta, bellísima,
cuyo nombre no recuerdo con precisión ahora, pero que
podía ser «El cartero». (Perdona, Antonio).
A la salida de la doble función pude expresarle mi
admiración por la obra entera, pero, especialmente,
por dos sutiles momentos. Uno es el ya conocido de querer
leer la poesía de aquel poeta que no sabía que
era poeta. Otro es cuando va a llevarse la policía
de «la magna espuma de Isla Negra» a Neruda, con
la tragedia de su país de fondo, y le repiten voces
que no son de nadie y son de todos: «No tema, don Pablo,
es un trámite, es un trámite, es un trámite».
Skármeta hizo poesía visual sobre la poesía
escrita al rescatar de la crudeza el eco traducido de aquella
voz repetida: «supe que fui herido». Fue capaz
de reflejar la sombra del «trámite» burocrático
por el cual te cortan las alas de la expresión, te
taponan las salidas del sentir. Por el cual te matan. Es el
«trámite» que se aprieta en ese instante
lindero entre la vida y la muerte. «Brasa negra del
sueño /... / fundaremos un traje que resista la eternidad
de un beso victorioso». «Trámite»
de todo cuanto existe, siempre a tiro del poder, de la ambición;
siempre con el dedo dictador a toda hora palpando el frío
del gatillo. «Trámite», no para tomar el
camino temporal de lo efímero, sino el que lleva «allí
donde respiran los claveles».
No sé si aquel verso: «Cuando yo muera quiero
tus manos en mis ojos», lo trazó su mano como
epitafio, o si «El mes de marzo vuelve con su luz escondida»
era un esperanzado latido con vocación de eterno, como
lo es su obra. «Trámite» para los cuerpos.
El alma aparece bien pertrechada sabiendo que «sólo
somos un solo espacio oscuro, una copa en que cae la ceniza
celeste, una gota en el pulso de un lento y largo río».
Cierto
que «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo ido».
Fue un hoy cualquiera cuando me enteré a través
del amor de aquella mujer nerudiana del nombre del poeta.
También fue un hoy cualquiera de 1946 cuando Gabriela
Mistral, al recibir el Nobel de la Academia Sueca, dijo: «Si
el Premio era para honrar a mi país, tendría
que haberse otorgado a Pablo Neruda». Hubo que esperar
hasta 1971, otro hoy cualquiera, para que las mentes sabias
que otorgan los premios acabaran de comprender «esta
simplicidad sin fin de la ternura».
Posiblemente,
lo mismo que al leerlo sólo poseemos un papel impreso,
al premiarlo no hacían más que imprimir algo
que ya estaba en el aire que habitaba el paisaje sobre el
que Neruda había crecido como poeta: «Amo el
trozo de tierra que tú eres /.../ y así recorro
el fuego de tu forma besándote /.../ todo vive para
que yo viva; sin ir tan lejos puedo verlo todo».
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