El
mismo lecho cobija formas antagónicas de concebir y
recordar el amor, porque, de eso trata toda la poesía
de Neruda, de la evocación del amor. "Ella me
quiso, a veces yo también la quería", confiesa
en el vigésimo poema de amor. El poeta, náufrago,
rememora a la ausente muda y distante, a la mujer que amo
y perdió, con un dolor complaciente, masoquista y vengativo.
Pero Neruda no permanece en el ausentismo melancólico,
ni en el recuerdo; a partir de la pérdida amorosa reconoce
que la naturaleza del ser humano es cambiante y el sentimiento
efímero, porque estamos hechos de tiempo: "La
misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". El
amor se ve entonces como pérdida inevitable, refugio
pasajero: "Ya no la quiero, es cierto, pero cuanto la
quise". Es la acción del tiempo la causa de que
el amor se conjugue siempre en pasado. Sin embargo, las imágenes
del pasado son tan intensas, "Ya no la quiero, es cierto,
pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo
el olvido", los recuerdos son tan dolorosos que modifican
y transforman sus sentimientos presentes. Es la nostalgia
lo que hace revivir el amor perdido, "Porque en noches
como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta
con haberla perdido". El recuerdo, en esta primera etapa
poética de Neruda, embellece todo. El poeta romántico
exalta a la amada, a la mujer que amó y perdió
y, a pesar de sentirse abandonado, su sed amorosa es infinita.
Años
después, la "residencia" del poeta ya no
se ubicará en los espacios infinitos del amor, en el
mundo de los sueños, sino en la tierra solitaria. Esta
Residencia enlaza tres continentes: América
del Sur, Asia Suroriental y Europa. El poeta tiene la voluntad
de instalarse en el mundo concreto y real. La inmersión
en lo terrestre le lleva a la angustia vital y sexual, al
reconocimiento de las ruinas de la civilización moderna,
"como un naufragio hacia adentro nos morimos". Su
poesía, como el mundo que habita, se torna impura,
materializante, sensual, una poesía que nombra podredumbres
y erosiones, que llega a lo oscuro del hombre, que brega por
los mandatos del corazón, de un corazón cansado:
"Sucede que me canso de ser hombre", "Sucede
que me canso de mis pies y mis uñas".
El poeta se arroga el derecho a inscribir su poesía
incluso en la zona más visceral e inadmisible de su
memoria personal. El agua se convierte en símbolo sexual
del subconsciente, representa el ahondamiento en su memoria
sexual, en las represiones, misterios y secretos más
íntimos, "cae el agua, como un desgarrador río
de vidrio, cae mordiendo, a gotas como dientes, a espesos
goterones de mermelada y sangre". El poeta siente la
necesidad, "como un párpado atrozmente levantado
a la fuerza", de mirar, es decir, de explorar en su historia
sexual, en un análisis freudiano, y lo hace con los
ojos internos, "veo árboles de médula,
erizados como gatos rabiosos, veo sangre, puñales y
medias de mujer, y pelos de hombre, veo camas, veo corredores
donde grita una virgen veo frazadas y órganos y hoteles".
El sexo entonces deviene un "Trabajo frío",
"Secas sales y sangres aéreas, atropellado correr
ríos, temblando el testigo constata".
Pero
el "Caballero solo", dada la soledad que padece,
no sólo se contempla asediado por sus recuerdos sino
también por la sexualidad ajena, la de cualquiera,
la de sus vecinos, la del mundo:
Los jóvenes homosexuales y las muchachas amorosas,
y las largas viudas que sufren el delirante insomnio,
y las jóvenes señoras preñadas hace
treinta horas,
y los roncos gatos que cruzan mi jardín en tinieblas,
como un collar de palpitantes ostras sexuales,
rodean mi residencia solitaria,
como enemigos establecidos contra mi alma...
El
yo del poeta se siente acorralado por la soledad y por la
hostilidad del mundo. El sexo, lejos de ser un regodeo erótico,
se torna, como en The Waste Land, de Eliot o
como en Ulysses, de Joyce, vomitivo, vulgar
y sórdido, autodestructivo; el mundo sexual refleja,
en definitiva, la vida mental y la ruina incesante de todo,
la vida psíquica desintegrada. Residencia en
la tierra expresa un proceso de autodestrucción
a través de lo erótico puesto que la sexualidad
se siente como uno de los ejes turbadores más importantes
del ser.
A
pesar de que Neruda, tras su conversión al prójimo,
se arrepintió de haber escrito estos versos monótonos
y rituales, dolorosos y pesimistas; a pesar de que el ahondamiento
en la sexualidad y su revelación al mundo introduce
al sujeto que lo sufre en el vértigo de su propia fragilidad,
Residencia supone la liberación, sin
pudor ni censuras, de las partes malditas de la experiencia
humana: lo no dicho, lo innombrable, lo oscuro, el autoerotismo
siempre escondido que produce agitación, incomodidad
o repudio por los convencionalismos de la vida.
La poesía de Residencia conjura anatemas.
Adelantándose o escudriñando el terreno de la
psiquiatría y el sicoanálisis, el poeta, al
acercase a las regiones inmemoriales donde dominan los instintos
básicos de la vida, el sexo y la muerte, al ahondar
en el mundo del subconsciente, en sus obsesiones, se libera
de sus fantasmas.
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