Hay
un lugar. Uno diría que es un rincón, un zulo
quizás. No hace falta perder el tiempo en saber si
se trata de una estancia real o de un paisaje interior. En
Neruda se asimilan, que no es lo mismo, pero es igual. Bien,
pues hay un lugar. Y es un lugar real, en Isla Negra, Chile.
Y es un lugar real, en sus versos, en su poesía. Primero,
la cartografía: la casa de Isla Negra está construida
como un burgo medieval, a retales, a pedazos de caos. Pero
si del caos es lícito descifrar un orden, en el burgo
se intuye una voluntad del encuentro, un vivirse juntos, algo
hacinados. Y en Isla Negra, la intención es el viaje.
Por eso el interior y su decorado pretenden ser un barco.
Por eso el exterior y su espacio son la playa. Por eso el
sonido y su silencio son el encuentro de la arena y el mar.
Desde las múltiples estancias de este barco embarrancado
(décadent), desde los mascarones de la proa
que es el salón, desde el puente de mando que es el
dormitorio, desde la cocina y del baño, desde el museo
de caracolas; hasta los ventanales abiertos al Pacífico,
orientados a la puesta de sol, la casa es un trajín
de mareas. Un barco.

Contaba Neruda que, desde la cama, mirando el océano,
solía usar su catalejo para ver pasar otros barcos,
sus iguales. Un día, de mañana, y con el invierno
manifestándose en la cresta blanca del temporal de
olas, su catalejo le mostró un trozo de algo sobre
la arena, en ese impreciso espacio en que el mar se retira
de la tierra. Ataviado con las ropas del sueño, en
batín y urgencia, corrió hacia el objeto que
le traía el agua. Darse cuenta de que era un trozo
de timón de barco, de madera oscura, roto, de un metro
de largo por medio de ancho, debió de provocarle lo
menos una risa. Mojado, sobre la arena mojada, con la madera
mojada y con su barco embarrancado a la espalda, el timón
se convirtió en la pieza final que le faltaba a Isla
Negra. Un timón. En un barco. Y en la gramática
interior, tener un timón precisaba de los atributos
de la austeridad, de lo esencial. Y así se planteó
la necesidad de construir la habitación donde colocarlo.
La
pieza se añadió a la popa del barco. Se trata
de un cuarto pequeño, claustrofóbico. Limpio,
vacío, espartano. En una de las paredes, una ventana
enfocada al lugar donde apareció el timón. Y
el timón, de mesa. El techo, a penas una plancha de
zinc. Así que, si hay tormenta, en la sala del timón
hace frío y la lluvia amplifica su sonido golpeándose
contra el zinc. Uno diría que es una habitación
de agua o de naufragio. Para Neruda es obvio que hasta el
estoicismo, la melancolía o la soledad sólo
pueden ser fastuosos, preciosistas.
Poco
importa saber qué poemas escribió Neruda sobre
ese timón, porque como todo en Neruda, se trata de
una actitud del espíritu vertida en una circunstancia
vital. Por ello es fácil encontrarlo escribiendo desde
la actitud que es ese cuarto y ese timón en muchos
poemas de Residencia en la tierra. Hay un estado
recluido en ese poemario. Una mirada interior hacia lo grotesco.
Hasta en el sexo. O mejor: sobretodo en el sexo. Una suerte
de continuo onanismo sobre lo feo del alma y en el cuerpo.
De ahí la táctil manera de relacionarse con
el mundo. Una forma de náusea en el contacto con lo
físico. Una cárcel moral que amplifica, distorsiona
y deforma hasta el esperpento (en su versión más
amarga) los paisajes interiores. No es que Neruda olvide los
ropajes que vestían su más enamorada producción,
como tampoco olvida los suntuosos espacios de su Isla Negra:
en realidad, es saliendo de esos hábitats, que el poeta
se recluye y se examina con precisión microscópica,
hasta encontrarse con la verdad prosaica de los tejidos. Lo
instintivo y violento. Lo visceral pringoso. La risotada rota.
El llanto de cuchillo. Ahí está el me canso
de ser hombre, el caigo en el imperio de los nomeolvides,
el trabajo frío de la soledad, el hay muchos
acontecimientos funerarios y las aguas ensimismadas nadando
en contra de los cementerios.
Pero de nada serviría un espacio interior acomplejado
y masoquista si sólo se replegara sobre sí,
y se encontrara satisfecho en acurrucarse entre sus pliegues.
El timón es motor y viaje y quiere un referente exterior,
aunque sea para compararse y verse pequeño. Ahí
está el mar y todas las aguas. Símbolo o metáfora,
se extiende sobre todos los ámbitos del ser para explicarse,
para fluir a través de las concavidades grotescas.
El agua que es amor orgánico, que es agresión,
que es estanque putrefacto o muerte vaporizada. El agua que
es sexo que ahoga, o sudor frío que enloquece. El agua
que es prisma que deforma y onda que marea. Y también
la sal. La sed. El dolor sobre la herida. El escozor. El fulgor
del blanco que arde. En resumen: Tu alma es una botella
de sal sedienta. Pero también la sal golpea
y la espuma devora o De consumida sal y garganta en
peligro / están hechas las rosas del océano
solo.

El refugio no es remanso. Como también el alma es cada
vez menos espíritu y cada vez más el agujero
del cañón por el que arde la bala y el ruido
del rasgar del metal. El refugio es probeta y es desgracia.
Es belleza, pero es destino sangriento. Es verso preciso y
precioso, pero es sobre un dolor y una soledad. Al final,
sobre tanta fiesta y tanto amor, sobre lo estupendo de la
vida regalada y lo aristocrático del saberse auriga
de musas, solo reposa un timón roído que está
hecho de sal incrustada y de tristeza.
...el agua rota sin embargo,
y pájaros temibles,
y no hay sino la noche acompañada
del día, y el día acompañado
de un refugio, de una
pezuña, del silencio.
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